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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (5 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—¿Está usted bien, inspectora?

—Muy bien, ¿y ustedes?

Quedaron indecisos ante mi respuesta coloquial.

—Había pensado que a lo mejor hoy sí les apetece tomar un café.

Se miraron mutuamente con satisfacción.

—Si usted es tan amable de invitarnos...

Vistos bajo la clara luz de la cocina me parecieron más jóvenes aún. El sargento era fuerte y de rasgos esculpidos en piedra. Palafolls no debía de tener más de veintiuno, lo que se notaba en la delicadeza de su hermoso rostro. Les preparé café mientras charlábamos sobre bagatelas. Se les veía contentos por mi invitación. Puse tres tazas humeantes sobre la mesa y un apetitoso
plumcake
industrial. Si seguía el modelo típico de hospitalidad de un superior con sus subordinados lo que tocaba entonces era preguntarles a aquellos muchachos por sus familias, novias y todo el estatus personal. Pero no me apetecía un carajo meterme por esos vericuetos paternalistas, así que, sin más dilaciones, les espeté:

—¿Ustedes saben exactamente por qué están aquí?

El sargento Marqués me clavó los ojos como pidiendo que no le metiera en problemas.

—Nosotros cumplimos órdenes del comisario, que...

—¡Lo sé, lo sé!, pero díganme, ¿el comisario les ha contado de qué se trata el asunto que investigo?

—Pues sí, inspectora. Nos ha dicho que hay un tipo que usted metió en chirona y que acaba de salir. Dice que es mejor que vigilemos unos días su casa por si se le ocurre venir y darle un susto.

—Ya —dije pensativamente. Estaba claro que, en el fondo, Coronas no pensaba que estuviéramos ante un caso con auténtica entidad. Según su idea aquello se aclararía de modo satisfactorio en muy poco tiempo. Era obvio que, mientras tanto, tenía intención de llevar el asunto de modo vergonzante. Así evitaba curiosidades y morbos internos, y se aseguraba el secreto de cara al exterior. Muy hábil, el comisario. Bien, al menos aquella pareja de vigilantes había servido para proporcionarme una composición general de qué se esperaba de nosotros. Sería mucho mejor parar el carro de las pasiones investigadoras y, de paso, poner freno a las fantasías de Garzón. Nadie iba a achucharnos con aquel caso, de modo que, superada la desinteresada fase de los empeños personales, no nos dedicaríamos demasiado a él. Me sentí más tranquila.

—Sírvanse un poco más de pastel.

—No, gracias, inspectora, es usted muy amable pero tenemos que volver al trabajo.

—¡Bueno, ahora están trabajando también!, sentados aquí conmigo me vigilan muy de cerca.

Debieron de sentirse risibles tras esa frase. Remolonearon al marcharse. Yo estaba satisfecha con mi averiguación, o quizá, pienso ahora, intentaba encontrar un motivo que disipara mi obsesión por el caso del pene.

Me acosté ya muy tarde y seguí leyendo en la cama. Quedé sorprendida al oír sonar el teléfono cerca de las dos de la mañana. Descolgué. Después del tercer «diga» nadie había respondido aún. Permanecí en silencio cogida al auricular. Poco después quienquiera que fuera colgó. ¿Un error? Estuve un rato pensando sin saber muy bien en qué. Luego me levanté a oscuras y fui hasta la ventana. Mis salvadores continuaban aparcados en el mismo lugar. Vi la lucecita de la cerilla que uno de ellos encendió, el pequeño resplandor frente a su cigarrillo. ¿Resultaría al final cierto que iba a necesitar protección?

2

En los días sucesivos nadie volvió a hablar del pene segado. Nos ocupábamos de los demás trabajos asignados al margen de aquel caso y procurábamos no mencionarlo en ninguna conversación. Sin embargo, tanto Garzón como yo esperábamos el resultado de analítica con una punzada de impaciencia. Yo lo advertía en él con facilidad. Miraba enseguida los recados que teníamos acumulados tras estar ausentes y si alguien lo llamaba por teléfono se precipitaba a contestar con visible aceleración. De vez en cuando pasaba por mi despacho y preguntaba: «¿Qué, alguna novedad?», sin explicitar el objeto de su interés. «Nada, nada, todo va bien», respondía yo con énfasis ficticio. Pero ambos sabíamos que la
non sancta
reliquia estaba en el fondo de nuestras controladas inquietudes.

Sin embargo, tantas expectativas resultaron exageradas. Cuando por fin el doctor Montalbán nos hizo saber los resultados del análisis, supimos el ADN de un sujeto y su grupo sanguíneo, 0 positivo, pero nada más en absoluto. No se encontraron rastros de materias extrañas ni síntomas de enfermedad. Es decir, el fantasma seguía emboscado en la sombra. Al ver la frustración del subinspector comprendí hasta qué punto el
affaire
había estado ocupando un lugar en su mente. Lanzó con brusquedad el paquete de tabaco sobre la mesa.

—¡Hay que joderse!, tantos adelantos científicos y no nos sirven de nada en absoluto.

—Alégrese de eso, si no fuera así entre jueces y médicos lo resolverían todo. ¿De qué viviríamos entonces usted y yo?

—Podíamos montar un restaurante.

Lo miré con escepticismo.

—¡Despierte, Fermín, estamos condenados a este oficio!

—No lo diría yo tan seguro. ¿Se imagina regentando un mesón? Mesas robustas de madera, un hogar en el rincón para el invierno y platos de loza rústica. Una buena bodega de vinos y deliciosas especialidades para picar: choricitos de cantimpalo, pimientos del piquillo, tortillas, ensaladas variadas...

—¿No será que tiene hambre?

—¿Por qué nunca toma en serio mis aspiraciones?

—Sinceramente..., nunca me había contado que anduviera pensando en crear un negocio.

—Sólo porque sé que no voy a hacerlo, pero por gustarme... le aseguro que me gustaría de verdad. Hay algo sano y positivo en eso de dar de comer a los demás. Nos encontraríamos en un ambiente alegre, humano. Guisos que humean, gente coloradota riéndose...

—¿Tiene usted nostalgia del mundo normal?

—¡Por supuesto que sí! Llevo demasiados años rodeado de ladrones y mafiosos. Siempre lo oscuro, lo negativo, el delito, el horror. ¡Y por si faltaba algo, ahora esta historia macabra del pene!

—Macabra es una buena palabra para definirla, lleva usted razón.

—¿Y qué podemos hacer, inspectora?

—Me temo que no mucho más. Volveremos a dar una vuelta por los hospitales, más que nada por cumplir, y les repetiremos que tengan los ojos abiertos y nuestro número de teléfono a mano. Estaremos pendientes de los cadáveres que puedan ser hallados y... ¡se acabó!

Garzón no estaba satisfecho, veía cada vez más cercana la posibilidad de que aquel embrión de caso recibiera un sonoro carpetazo oficial. Si no hay cuerpo no hay caso, el pene permanecería un tiempo prudencial en el Anatómico Forense para una posible identificación y después el juez cerraría la investigación y todo aquello quedaría olvidado. A mí también me fastidiaba profundamente que eso sucediera, siempre me han repateado las situaciones absurdas. Además, mi implicación en los hechos era mucho mayor, no había que olvidar que yo era la destinataria del lúgubre envío. El subinspector tenía la frustración pintada en el rostro, la inquietud reflejada en los ojos.

—Hay un asesino por ahí campando y nosotros tenemos que ocuparnos de cosas rutinarias.

—¿Es eso lo que le preocupa de verdad, o está únicamente sintiendo la rabia de dejar algo inconcluso?

—Siempre me ha puesto negro tener que salir del cine a media proyección, o que me cambien el plan en el último momento.

—Sí, a mí también, pero no hay que confundir esa sensación con la inquietud por un posible asesinato. De momento, no hay muertos que rastrear.

—¿Y si va recibiendo paquetes con diversos trozos de un individuo?

—Cuando lleguen las orejas empezaré a sospechar.

—Eso es muy gracioso, inspectora, pero la lógica nos enseña que las cosas no suceden porque sí, siempre hay una ristra de consecuencias que siguen a una primera acción.

—Un razonamiento acertado, Garzón, pero no podemos perdernos en un mar de conjeturas. Además, ¿quién le ha dicho que la vida es lógica?

—Tiene que haber una explicación. ¿Y si tras todo esto se halla una organización de tráfico de órganos? ¿No será un arrepentido quien le ha mandado como muestra ese botón? ¿Y qué me dice de un médico solitario, trastornado y extraño que se ha marcado por su cuenta una operación sangrienta?

Aplasté el cigarrillo en el cenicero dispuesta a atajar aquella escalada de despropósitos. Sonreí con una mueca tensa para decir:

—¿Y si una señora, cansada de prepararle la cena al marido, decidió cocinarle una salchicha singular y se la cortó? ¿Y si el envío es el resultado de una de esas apuestas masculinas que empiezan por: «Me apuesto la polla a que...»?

El subinspector me miró con una inquina salvaje.

—Ya le he dicho antes que está usted muy graciosa hoy. Creo que voy a tener que marcharme a la calle para soltar las carcajadas en otro lugar menos serio. Con su permiso, me largo a trabajar en todos esos asuntos tan importantes que solemos manejar.

Se alejó más digno que un hidalgo de pacotilla. No me esperaba aquella reacción, y eso que tenía indicios para haberla previsto. Garzón era, hasta la médula, un hombre pasional, y obviamente se aburría, ¡vaya que sí!, se aburría de manera desaforada, como una bestia, como un desdichado animal condenado a estar en la celda de un zoo cuando lo suyo son las infinitas sabanas. Una vida de rutina mayoritaria había conseguido hacer de él un buscador de sensaciones cuando se le avecinaba la jubilación. Por eso, después de haber probado la miel del misterio se resistía a volver al vulgar potaje del menú convencional. ¿Cómo podía pensar siquiera en la posibilidad de montar un restaurante? Aquel sueño de paz cotidiana se habría disuelto cuando un cliente le hubiera pedido el mismo plato por segunda vez. No, Garzón tenía la vena de un hombre de acción, pero yo no había corrido tanto como él por la vía policial y los casos sencillos y facilones los vivía aún como bendición del destino. Se le pasaría.

Volvió la tranquilidad a nuestro trabajo. Alguna vez en los días sucesivos el comisario preguntó si había alguna novedad, pero nunca se presentaba nada que pudiera relacionarse con el pene misterioso. Fueron hallados un par de cadáveres en la provincia a los que nuestros hombres se apresuraron a bajar los pantalones con impudicia, pero ambos estaban tan íntegros como su madre los parió. Yo acabé por olvidarme un poco de todo aquello y llegué a pensar que más penes se cortaron en las guerras goyescas. Dejé de recibir correspondencia relacionada con la televisión y, para colmo de bonanzas, el comisario retiró por fin la escolta de mi puerta. Una noche Marqués y Palafolls vinieron a despedirse exhibiendo fórmulas de cortesía tan peregrinas como que había sido un placer protegerme. Los vi alejarse satisfecha y me fui a dormir con tranquilidad por primera vez en muchos días.

Si hubiera sido panadera o calderera o sastra o portera, la aspiración a continuar en paz habría sido razonable y normal. Pero era policía, así lo había decidido en un momento de chifladura, y tampoco puedo quejarme demasiado al recordar que aquella calma no duró. Una mañana de noviembre, con toda la fría bruma concentrada en la rojez de mi nariz, entré en mi despacho de comisaría dispuesta a trabajar. Comprobé con poca alegría el insuficiente calor que irradiaba el aparato calefactor y, después de mirar por la ventana sin ningún motivo, como solía hacer antes de meterme en faena, me dirigí hacia la mesa de una maldita vez. Y allí estaba, como si tal cosa, entre el montoncito de cartas cotidiano, como si a nadie le hubiera extrañado que llegara a comisaría un paquete así. Lo vi desde lejos y no me atreví a avanzar. Cuatro pasos me separaban del paquete en cuestión, pero estaba ya tan segura de lo que iba a hallar que, como en una pesadilla, se me ralentizaron las piernas y no sabía si andaba o no. Me pasé la mano por la cara como en una pesadilla también y, al final, súbitamente indignada conmigo misma por aquella reacción, anduve la corta distancia como un general del Tercer Reich. No había la más mínima duda: mi nombre, la dirección, la letra en que ambos estaban impresos, la forma del paquete, su tamaño, el color del papel de envolver. Siguiendo con mis reflejos patológicos no me había atrevido a coger ni a tocar siquiera el envío, pero maldita la falta que hacía. Allí, sobre mi mesa, se hallaba sin duda el despojo número dos. ¿Por fin las orejas?, me pregunté, ¿o esta vez sería un órgano interno: un hígado, el páncreas, el corazón? Estaba metiéndome solita en un crescendo de horrores. «¡Basta ya! —exclamé para mí—, debo actuar.» Actué dejándome llevar por el ser autoritario que todos llevamos dentro, o como un militar, o como ambas cosas a la vez si es que ambas cosas no son lo mismo
per se.
Que tus movimientos sean precedidos por rodar de cabezas, pensé y, presa de un arrebato de mando, salí al pasillo gritando:

—¡¿Quién coño ha traído esto aquí?!

Los predecapitados tardaron un buen rato en hacerse una idea de la situación, y cuando me dirigí al guardia de la entrada su respuesta fue conmovedora de tan normal.

—El cartero, inspectora —respondió como si hablara con una evadida de psiquiátrico.

—¿El cartero? —insistí.

—Sí, el cartero a primera hora. El paquete traía su nombre y ha pasado sin problemas el detector, de modo que yo...

—¿Y usted no sabe que este paquete es especial?

Negó con la cabeza como un extraño niño de uniforme. Me quedé sin argumentos para seguir y le ordené, cargada de paciencia:

—Llame al subinspector Garzón.

Garzón entró en mi despacho relajado y ausente como si volviera de un picnic, pero enseguida lo vio. Sus ojos se agrandaron y despidieron una luz que parecía de ilusión. No tuve la menor duda: el subinspector se alegraba de volver a empezar con aquella historia.

—¿Cuándo ha llegado? —preguntó.

—En el correo de esta mañana.

Ni siquiera se permitió una pregunta más.

—Ábralo —dijo, absorto como un jugador de ajedrez.

—Fermín, ¿no cree que sería más indicado llevarlo al laboratorio y que lo abran allí?

—¿Y si sólo contiene recortes de periódico? No, ni hablar; viene a su nombre, ábralo.

Su impaciencia y devoradora curiosidad estaban haciendo que tomara el mando al tiempo que mi pánico me llevaba a perderlo. Me temblaban las manos al despegar las cintas adhesivas. Mi imaginación cabalgaba hacia el absurdo: ¿un hígado, un dedo, quizá una tráquea sanguinolenta? Quité el papel. La cajita tenía exactamente la misma forma, el mismo color. Quedé un momento en suspenso y vi cómo el subinspector, fuera de sí, se adelantaba y desprendía la tapa.

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