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Authors: Fernando San Basilio

Mi gran novela sobre La Vaguada (2 page)

BOOK: Mi gran novela sobre La Vaguada
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Cocinar no hizo al guionista

Hubo muchas oportunidades y eso estuvo bien. ¡Vivan las oportunidades! Los trabajos, las ofertas de trabajo, llegaban de todas partes y hubo el caso de Canal Cocina, que reunía dos cosas que no me interesaban en absoluto —la televisión y la cocina— en un solo trabajo y que finalmente, ¡sí!, se quedó en nada. No estuve tan lejos de conseguir ese trabajo aunque es un hecho que al final ni siquiera me llamaron para entrevistarme. Tenía un amigo, Fran, que trabajaba, él sí, en el mundo del audiovisual desde hacía siglos. Este Fran tenía cinco años más que yo —me parecía interesante la idea de tener un amigo cinco años mayor que yo, los hombres de mundo tienen amigos de todas las edades— y la nariz partida por tres sitios, nunca llevó ningún tipo de flequillo y le gustaban mucho las camisas a cuadros. Fran conocía la técnica del montaje digital y en los principios había sido cámara de televisión para la agencia EFE y hacía guardias en la puerta de la Audiencia Nacional, y en Génova y en Ferraz, ese tipo de cosas. Así que Fran no era un don nadie sino un artesano del oficio y había pasado unos años en Nueva York, donde aprendió cosas, rudimentos técnicos que en España eran del todo desconocidos y que luego le valieron para hacerse un nombre en la profesión. Fran iba saltando de productora en productora y nada de lo que hacía le gustaba mucho porque tenía dentro el demonio de hacer cine pero también tenía tres hijos y una colección de motovespas y una casa rosa en la colonia del Taxi. Su mujer era medio dueña de un taller de encuadernación y, en aquel momento, Fran trabajaba de realizador en Canal Cocina y montaba uno de esos programas donde un cocinero metido a comunicador explicaba cómo se hacían las lentejas y en el camino regalaba bromas sabias a la audiencia.

—Necesitamos un redactor, alguien que le escriba los chistes al cocinero. Dios no le ha llamado por ese camino.

—Bueno.

Tocar todos los palos, llamar a todas las puertas y luego encontrar mi lugar en el mundo. Estuve cerca, muy cerca, me iban a llamar para entrevistarme y al final el único problema fue que no me llamaron pero, entretanto, ¿qué hacer?, ¿cómo preparar la entrevista?, ¿cómo ir vestido? Esto último lo resolví en El Corte Inglés de O’Donnell, donde compré un par de calcetines a rayas grises y azules y lo demás fue simplemente ir a la biblioteca de Felipe el Hermoso y sacar prestado un libro que se llamaba
Cocinar hizo al hombre
, de Faustino Cordón. La idea central del libro era que el hombre se distingue de otros animales en la manía de cocinar sus alimentos.Ya tenía claras las primeras palabras que pondría en boca del cocinero comunicador: «Buenos días, amigos, el hombre es un animal muy particular: es el único animal que veranea en Gandía, y el único que se anuda pañuelos al cuello. También es el único animal que sabe hacer una pipirrana. Para hacer una buena pipirrana sólo necesitamos medio kilo de tomates, cuatro pepinos y...». En aquella época, yo tenía mucho tiempo libre y además recibía una graciosa paga del Estado. Tuve ocasión de conocer muchas bibliotecas, me gustaba mucho la de Moratalaz, que era una casa prefabricada y con mucha luz natural y tenía cerca unos bares muy agradables donde las cervezas costaban menos de un euro. La biblioteca de Núñez de Balboa era formidable y pequeña y antigua. No se podían consultar los fondos y los libros tenías que pedírselos al bibliotecario, por mediación de unas papeletas donde había que escribir la signatura. Sin papeleta no había libro. Las normas eran las normas. Esta biblioteca estaba en un primer piso, dentro de una casa antigua con portero físico, en realidad una portera gorda y antigua, y en la puerta de la calle había
una inscripción que decía Bibliotecas Populares. Entre la boca de metro y la biblioteca había un colegio de ringorrango, extranjero, creo que italiano, una academia de bridge con balcones a la calle y una de las pastelerías más caras del mundo. La biblioteca de Vallecas, que se llamaba Miguel Hernández y estaba en la calle Rafael Alberti, o al revés, tenía el problema de que había siempre muchos niños, aunque fuera en horas de clase, y estaba lejos de todo, salvo de un sitio donde vendían pollos asados. La de Argüelles era desagradable porque los universitarios la utilizaban para preparar sus exámenes y estaba siempre sumida en un silencio tenso y difícil que nacía de la circunstancia, creo, de que estos estudiantes odiaban lo que hacían y no conseguían concentrarse en sus aranzadis o en sus requeijos y se distraían con el vuelo de una mosca, lo cual les producía una gran frustración. En todas estas bibliotecas trabajaban personas, funcionarios, me resultaba muy fastidioso tener que escuchar el rumor de sus conversaciones: quinquenios, libranzas, órdenes de arriba. Había unas bibliotecas que dependían de la Comunidad de Madrid y otras que dependían del ayuntamiento. A estas últimas no iba casi nunca porque el período de préstamo era de sólo quince días y además no te daban un carnet plastificado sino un trozo de cartulina naranja que se estropeaba en el bolsillo del pantalón. En la Biblioteca Central del ayuntamiento, que estaba dentro del cuartel de Conde Duque y al lado de otras dependencias municipales, había que pasar por un detector de metales y vaciarse los bolsillos. Esta operación, tediosa y ridícula, me llevaba a pensar que mi vida era una gran pérdida de tiempo. El tiempo y el paso del tiempo eran asuntos que me interesaban mucho y me traían siempre de cabeza. Me molestaba
tener que vaciarme los bolsillos para entrar en la biblioteca de Conde Duque pero me gustaba meterme en el metro y emplear cuarenta minutos en llegar hasta Carabanchel porque esto me daba una idea elástica y viva de mi propia vida. Al lado de La Vaguada, y frente a un estanque, había una biblioteca municipal que tenía el inconveniente de ser municipal y la ventaja de estar junto a La Vaguada. Siempre que iba a La Vaguada llevaba conmigo una libreta donde anotaba las incidencias y pormenores que podían serme de alguna utilidad para mi novela: los locales que se habían quedado vacíos y los que habían cambiado de manos, el estado de conservación de las jardineras de mármol y la afluencia que registraban los multicines. En La Vaguada no dejaban de pasar cosas, fuera de La Vaguada estaban la tienda de mi padre y también la casa de mi padre y a mí, ahora que vivía en la calle Ibiza y luego en Atocha, me gustaba pensar que la casa de mi padre ya no era mi casa. Bien, muy bien, me pareció que este libro,
Cocinar hizo al hombre
, me facilitaría las cosas en una entrevista futura y me llenaría de agudezas, dejaría expedito el camino hacia mi contratación. Sería un humorista riguroso. Detrás de un buen chiste hay horas y horas de trabajo duro. Estuvo bien eso de casi trabajar en Canal Cocina. Entre que me llamaban y no me llamaban, una tarde, en la planta baja de La Vaguada, frente al restaurante Flunch, junto al estudio de radio de la cadena SER, me crucé con Redondo, un hombre que trabajaba en la tienda de mi padre y que siempre mostraba mucho interés por mis cosas. Redondo me pregunto qué hacía, en qué andaba metido.

—Estoy cambiando de trabajo —dije—, ando en conversaciones con los de Canal Cocina.

Este Redondo, que había empezado como socio de mi padre y luego acabó de empleado, era un hombre muy formidable y yo le tenía mucha simpatía. Era un loco del boxeo, había visto pelear a Javier Castillejo muchas veces y en su tiempo libre tenía la afición de pasear por la planta baja de La Vaguada. Redondo vivía en La Ventilla. Redondo, gordo y narigudo, dijo que aquello
le olía muy bien
: había que moverse, había que hacer cosas nuevas. Dijo luego que las televisiones por cable eran el futuro, me abrazó con un cálido afecto, vagamente paternal, y se marchó. Yo quedé muy contento de haberle dado aquella satisfacción.

—Me parece que te van a llamar mañana. A lo mejor es pasado mañana.

El día de mañana y yo, yo y el audiovisual. Mi amigo Fran, montador digital, ganaba bien cuando ganaba y, cuando no ganaba, no ganaba nada.

—En el audiovisual hay que coger lo que te echen —me decía Fran, y de esta manera me daba a entender que el suyo era un mundo difícil, lleno de asperezas. Yo hubiera entrado muy a gusto en ese mundo, entendía que el mundo de los programas de cocina no era el mejor de los mundos dentro del universo audiovisual pero de momento era el único posible para mí. La idea misma de trabajar la encontraba algo precipitada, porque aún tenía por delante unos meses de subsidio de desempleo, pero entendía también que ser guionista de un programa de cocina, ser guionista de televisión, era más parecido a ser guionista de cine que muchas otras cosas. Así que aquello era una gran oportunidad. ¿Y cuándo iban a volver a llamarme para trabajar en el audiovisual?, ¿quién podía saberlo? Ahí estaba el chiste: de pronto yo quería ser guionista de cine. Esta idea, que nunca se me había pasado por la cabeza, me pareció de repente interesante y hacedera. Por supuesto que sí, aún no me habían llamado de Canal Cocina y ya prefiguraba las caricias de la celebridad. Hablaría, sería escuchado. Hablaría con una modestia apabullante, la sencillez de los grandes creadores. La cocina. Ah, sí, la cocina. Nunca olvidaría que había sido guionista de un programa de cocina —un guionista hecho a sí mismo— pero a la hora de señalar mi faro interior, la razón última por la que escribía guiones, hablaría, primero de todo, de mi vocación-por-contar-historias y luego daría el nombre de los tres o cuatro guionistas que me
llevaron a hacer cine
. A veces pensaba que sería mejor dar un solo nombre del mismo modo que una sola razón convence más que muchas razones. Hincharía mucho la voz, movería la cabeza y diría:


Éste
. El más grande es
Éste
.

Y
Éste
quedaría siempre instalado en la memoria de la gente como el más grande o el más grande según una opinión autorizada como habría de ser la mía.Yo todavía no sabía quién sería
Éste
, no tenía un guionista favorito ni nada por el estilo —tampoco había leído nunca un guión— pero ya lo buscaría una vez dentro del audiovisual. La idea de escribir cine no nacía de la nada y creo que en parte fue por contagio de mi amigo Fran. Fran sabía entusiasmarse con las cosas que hacían los demás, yo veía en ello un rasgo admirable.

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Estoy trabajando en mi borrador.

—Ah, eso está muy bien.

—Una gran novela sobre La Vaguada.

—Hombre, eso es maravilloso.

A veces Fran se embarcaba en proyectos que verdaderamente le interesaban. Películas o, como él decía, «largos». Una vez estuvo en el Festival de Málaga y a la vuelta me explicó que los actores y directores se daban la gran vida y tomaban mucha cocaína, y también los periodistas culturales, y los críticos de cine, que además bebían como búfalos y fumaban como chimeneas.

—Íbamos a ganar el Gran Premio del Jurado.

A Fran le interesaba la parte plástica del cine: el montaje, la iluminación, la luz con el tiempo dentro. A mí comenzaron a interesarme los guiones: sin guiones no habría película, sin guiones no habría nada. En el principio fue el guión.Yo alumbraría la idea y los demás la ejecutarían.

—Te van a llamar el lunes.

En aquella época yo tenía mucho tiempo libre y además recibía una graciosa paga del Estado pero, en conjunto, me hubiera gustado tener mucho más dinero. Los libros los sacaba de las bibliotecas de la Comunidad de Madrid y casi todo el cine que veía lo veía en la Filmoteca Española, donde las películas costaban un euro y treinta y cinco céntimos, lo mismo que una jarra de cerveza en el Museo del Jamón que había a la vuelta del pasaje Doré, casi en la plaza de Antón Martín. En la Filmoteca también había un bar pero siempre estaba lleno de los mismos hombres y mujeres tristes y nunca me apeteció tomar allí ninguna cerveza. La misma tarde en que acabé de leer
Cocinar hizo al hombre
, fui a la Filmoteca y en la taquilla, antes de deslizar mi abono por debajo de la ventanilla, me descubrí preguntándole a la taquillera quién había escrito el guión de la película que daban a las ocho. Aquella semana fui todas las tardes a la Filmoteca. ¿Qué otra cosa podía hacer, mejor que ver cine, mientras esperaba a que me llamaran para entrevistarme y luego contratarme como guionista? Mi manera de estar en la Filmoteca y mi forma de ir al cine cambiaron de golpe ahora que iba ser parte de todo aquello. Ahora leía el programa mensual de la Filmoteca y examinaba con detenimiento las hojas sueltas en las que un historiador del cine aclaraba pormenores sobre la película y enumeraba las ocasiones en que este actor había trabajado a las órdenes de aquel director y aquel director había trabajado con este guionista.

—Me parece que te van a llamar la semana que viene.

Como por las mañanas no había cine en la Filmoteca y había estallado la primavera, me dedicaba a dar grandes paseos y la vida me parecía un decorado eflorescente y escuchaba la música de las conversaciones ajenas y admiraba, maravillado, la graciosa sencillez con que una chica, a lo mejor empleada en una agencia de viajes, se subía las medias y esperaba el autobús sentada en una marquesina. Era muy agradable la sensación de estar en tránsito hacia alguna parte. Ahora que iba a ser guionista, todo tenía de repente sentido y las cosas no sucedían sino para que yo las recogiera en mis guiones. Miraba todo con otros ojos y veía cosas que antes no veía y veía por ejemplo mi futuro. Me veía a mí mismo y mi vida era un río lleno de saltos y sobresaltos y el cauce de mi vida era esta vocación clara y determinante de escribir guiones: toda una cosmogonía metida en una escena. Aunque en todos estos días en ningún momento se me ocurriera sentarme y empezar a escribir un guión, no puede decirse que perdiera el tiempo. Mi cabeza no paraba de trabajar y además de hacer inventario de las cosas interesantes que me circundaban, la vida alrededor, trataba de imaginar historias porque entendía que sin historias no habría guiones. Mi propia gran novela sobre La Vaguada podría convertirse ahora en el guión de una gran película sobre La Vaguada: historias que se cruzan y etcétera. Ah, las historias. Mi amigo Fran tenía una historia. De momento, había vivido en Nueva York, lo cual constituía toda una aventura.Yo nunca llegaría a hacer nada parecido y lo sabía. Fran hablaba casi siempre con las manos en los bolsillos. Cuando estaban en Nueva York, Fran y su novia vivían en un apartamento mínimo y por las noches iban a un club de baile y una tarde noche, un verano, sus siluetas se recortaban contra el río Hudson y Fran dijo que Nueva York era una cosa magnífica y que todo el mundo debería vivir en Nueva York al menos una vez en la vida y su novia bajó los párpados y luego se dieron un abrazo y poco tiempo después volvían a España y a Madrid y se compraban la casa rosa de la colonia del Taxi y empezaban a tener hijos. La manera en que Fran y yo nos conocimos merece ser aclarada. Fran enseñaba la técnica del montaje digital en una academia que estaba en el primer piso de la casa en que yo vivía, hablo todavía de la calle Ibiza. Una mañana nos encontramos en el descansillo, Fran fumaba un cigarro.

BOOK: Mi gran novela sobre La Vaguada
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