—¿Cómo empezó la relación entre Timo y tu hermana?
—Después de Navidad, durante la misma concentración del coro en la que Jukka empezó a mariposear a mi alrededor. Creo que Timo llevaba ya tiempo enamorado de ella. Se nota que la adora. Y Sirkku se deja adorar...
—¿Qué ha visto en él?
—A lo mejor la mansión que tiene su familia en Muuriala.
—¿Perdona?
—¡La mansión de Muuriala, ya sabes! No me digas que no conoces las lechugas y las hierbas aromáticas de Muuriala... A pesar de llevar un apellido tan plebeyo, Timo es el futuro señor de la mansión y de todas las tierras que la circundan. No es que se bañe en oro, por el momento, porque su padre es de los que piensan que un hombre joven tiene que saber ganarse él solito el pan que se come. Por eso se dedica a vender maquinaria agrícola, aunque en Muuriala no le faltaría trabajo, precisamente.
Eso explicaba muchas cosas, entre otras la ropa tan elegante que Timo llevaba. Mientras se vistiese de seda, la mona no importaba... A Peter lo había visto en alguna ocasión y podía decir que, incluso sin dinero, habría resultado un tipo muy aceptable, aunque fuese un tanto engreído para mi gusto.
—Si Timo adora tanto a Sirkku, estaría celoso de Jukka, ¿no?
—La verdad es que se sonrojaba cada vez que nos poníamos a mirar las fotos del viaje a Alemania y salían las de Sirkku y Jukka abrazándose. No es que le gustase mucho Jukka, pero si estás preguntándome si lo mató por eso, te diría que no lo creo.
Yo tampoco lo creía. Timo debía de tener otros motivos.
—Por cierto, hoy he llamado al
Marlboro of Finland
y resulta que los padres de Jukka ya habían hablado esta mañana con Jarmo para darle la mala noticia. Espero que no se les estropee la competición por eso. Además, van los primeros de su categoría.
Tuve la impresión de que Piia no quería dejarme marchar. Yo ya le había preguntado todo lo que necesitaba saber, pero ella seguía charlando de minucias. A lo mejor aquella casa tan grande le resultaba inhóspita y se sentía sola. Me pregunté si aquella gente tendría otras amistades, aparte de las del coro.
Ya eran más de las diez cuando conseguí llegar a mi casa, tras pasar por un McDonald's. La grasienta hamburguesa me cayó como una piedra en el estómago casi vacío, y de repente me sentí agotada. Me quedé frita en medio de una serie de suspense que daban en la tele y esa noche tuve sueños muy perturbadores.
Y en sueños es tan dulce pensar
Mis esperanzas de pasar una mañana de domingo en calma, con mi café y leyendo el periódico en la cama, resultaron vanas. El teléfono sonó poco antes de las seis. Tenía que ir a interrogar a un violador y a la víctima. Apenas tuve tiempo de comerme medio yogur con una naranja y de tomarme el café al vuelo. Con las prisas, me eché un churrete de rímel indeleble en la nariz y tardé una eternidad en quitármelo. Cuánto me habría gustado tener una de esas esposas comprensivas que te planchan la camisa y te preparan la fiambrera... Pero mi realidad era que iba a tener que ponerme de nuevo la famosa camisa que me quedaba pequeña —ahora, además, con cercos de sudor en las axilas—, esperando que los botones aguantasen sin saltar al menos por ese día, y que a lo mejor iba a darme tiempo de tragarme a salto de mata uno de los sándwiches mustios de la máquina del pasillo o, si había suerte, de encargar una pizza, que con toda seguridad llegaría ya fría.
Koivu, que ya llevaba más de veinticuatro horas despierto, me puso al tanto de lo que había pasado, en líneas generales. Había estado hasta las cuatro de la madrugada en el club Kaivohuone y había ido directamente a la comisaría, porque se había enterado de cosas que quería anotar inmediatamente y que más tarde me contaría. Nada más llegar tuvo que ponerse con un caso de violación.
El cansancio y la necesidad de una ducha hacían que Koivu pareciese mayor de lo que era, pero estaba claro que se sentía muy satisfecho de sí mismo. Aunque yo estaba aún atontada por el madrugón, sentí mucha curiosidad. Koivu me dijo que lo encontraría todo escrito en el informe que me había dejado encima de la mesa. La víctima de la violación acababa de llegar del médico y estaba esperándome en el pasillo, así que le dije a Koivu que se fuese a dormir. Prometió llamarme por la tarde.
La chica, Marianna, era muy joven, apenas dieciocho años.
—¿No puedo irme ya a casa? —me preguntó, a punto de echarse a llorar. Llevaba las medias negras completamente rotas, la minifalda llena de barro y restos de maquillaje corrido; aunque se notaba que había intentado quitárselo lo mejor posible. Tenía un moretón en una mejilla y otro en una sien. Temblaba de frío; caí en la cuenta de que ella también llevaba toda la noche sin dormir. Puse en marcha la grabadora, ya que en aquel momento no había nadie para transcribir a máquina la entrevista. Ya lo harían más tarde.
—Hola, soy la subinspectora Maria Kallio. Vamos a intentar acabar lo antes posible con esto para que puedas irte a casa a dormir. Tengo aquí tu declaración preliminar y luego te han llevado a que te revisara el médico... ¿Te apetece un café y algo de comer?
—¿Podría ser un té? —dijo la chica con una voz que apenas se oía. ¿Habría tenido el médico la delicadeza de darle un tranquilizante?
Le pedí al oficial de guardia que trajese té y unos bocadillos, y mientras tanto le pregunté a la chica sus datos personales, intentando ganarme su confianza. Marianna era de Kouvola, iba al último curso del instituto y trabajaba en el cementerio de Hietaniemi durante el verano para tener unos ahorrillos. Había salido de marcha y regresado en el último autobús al piso del barrio de Vallila en el que estaba viviendo durante el verano. Se había comprado una hamburguesa en el puesto que había junto a la parada de autobuses.
—El hombre estaba delante de mí en la cola... A lo mejor iba en el mismo autobús. Intentó darme conversación mientras esperaba su perrito caliente, pero yo estaba cansada y sólo quería irme a dormir... Entonces me agarró el culo y dijo «vaya minifalda tan graciosa que llevas...». Le grité que las manos quietas y se marchó. Yo cogí mi hamburguesa y me fui hacia casa cruzando el parque, sin acordarme ya del tipo. De repente salió de detrás de unos arbustos y me preguntó si podía acompañarme. Yo le pedí que se fuera, pero siguió andando a mi lado y empezó a decirme de todo... que era una puta porque llevaba aquella minifalda y pendientes. Luego se me echó encima y me amenazó con matarme si no lo dejaba... si no lo dejaba follarme. —La muchacha se tragó las lágrimas y miró sobresaltada al oficial de guardia, grande como un oso, que con torpeza le puso delante una taza de té y un triste bocadillo de mortadela que parecía estar mustio.
—Échale mucho azúcar a tu té —le aconsejé antes de darle al mío el primer sorbo. Obedientemente, la chica echó cuatro terrones en la taza, probó el té, hizo una mueca y continuó.
—Me empujó contra un árbol, me levantó la falda y se abrió los pantalones. En ese momento me di cuenta de lo que estaba pasando y empecé a gritar, pensando que alguien me oiría desde el puesto de hamburguesas. Intentó estrangularme mientras me la... o sea, me la metía... dentro y al forcejear creo que lo mordí en la barbilla. Pero no vino nadie... y entonces me hizo lo que quiso, aunque yo no paraba de gritar y de pegarle... y entonces se oyó la sirena de un coche de policía... Seguro que el dueño del puesto los había llamado. Y lo cogieron, se había subido a un árbol y hasta había perdido un zapato... —La chica soltó una risa histérica. Temblaba de frío y me levanté para ponerle mi cazadora.
—Bueno, al tipo lo tenemos a buen recaudo en una celda. —Entre los papeles que me habían dejado sobre la mesa estaba el historial de antecedentes del violador. Llevaba ya dos sentencias por el mismo tipo de crimen, una multa la primera y libertad condicional la segunda—. Este caso está muy claro, no necesitamos siquiera que reconozcas a ese hombre. El parte médico llegará en su momento. La violación es un delito de carácter privado, así que tendrás que decidir si vas a poner denuncia o no. No tienes que decidirlo ahora —le dije respondiendo a la expresión de terror de su mirada—. Estoy segura de que lo que ahora mismo quieres es olvidar todo el asunto lo más rápido posible, pero yo te aconsejo que pongas una denuncia cuando te veas capaz de enfrentarte a ello. No eres su primera víctima. Si pones la denuncia, esta vez podemos conseguir que no se libre de la cárcel.
—¿Y voy a tener que ir a juicio y pagar a un abogado?
Le expliqué a Marianna en qué consistiría el proceso judicial, aunque no estaba segura de que fuese capaz de entender en aquel momento nada de lo que le estaba contando. Parecía asustada, cansada y demasiado joven. Pensé en cómo era yo a su edad. ¿Habría podido superar una violación sin que se me fuese la cabeza?
—Es que yo... yo no quisiera que mis padres se enterasen de esto... Vendrían a gritarme que a ver qué hacía yo a esas horas por los bares y encima vestida de esa manera... —La muchacha se limpió una lágrima de la amoratada mejilla y dio un respingo por el dolor.
—Escúchame bien, Marianna. La última vez que me tocó un caso de violación, la víctima fue una mujer de sesenta años que iba de su parroquia a casa... Los asquerosos como ése no se paran a mirar la ropa que una lleva. Y aunque hubieses ido como tu madre te echó al mundo y hasta las trancas de cerveza, nadie tenía derecho a violarte. —Me di cuenta de que me estaba acalorando un poco—. ¿Hay alguien a quien puedas llamar para que se quede contigo? Alguna amiga, por ejemplo. Podría llevarte a casa, si es que consigo un coche.
—Bueno, mi hermana mayor... no creo que me eche ningún sermón.
Le dije a Marianna que podía usar mi teléfono y luego la llevé a su casa en el Lada más ruinoso de toda la comisaría.
—Has sido muy valiente, te atreviste a gritar y a defenderte y encima has aguantado el examen médico y todas las preguntas. —Quería animar a Marianna, pero de repente rompió a llorar, presa de un ataque de nervios.
—¿Y si ese tipo tiene el sida, por ejemplo? ¿O si me quedo embarazada? El médico era un tipo enorme, un bestia. Ni siquiera me he atrevido a preguntarle nada. Me ha dado una pastilla, dice que es la píldora del día después, y me ha dicho que me tome otras dos.
—Te han hecho todas las pruebas y lo mismo al violador. En cuanto lleguen los resultados, te aviso. ¿Te ha tratado mal el médico?
—Me ha hecho daño... Y no paraba de hacerme todo tipo de preguntas, que cuándo había estado con un hombre por última vez... Seguro que piensa que yo me lo he buscado...
Conocía un poco a Pekka Nieminen, el médico forense, y me imaginé que soportar uno de sus exámenes ginecológicos debía de haber sido como una segunda violación. El tipo de lenguaje que utilizó con la víctima de la anterior violación que yo había investigado me hizo indignar. Intenté convencer a Marianna de que lo sucedido no había sido para nada culpa suya. Le di los teléfonos de Víctimas de Maltratos y de la Unión de Víctimas de Violación y, al verla tan insegura, le di también el mío y le aconsejé que llamase a cualquiera de ellos en cuanto se sintiera mal. Me parecía fatal dejarla sola en su casa, pero ella me aseguró que su hermana llegaría enseguida. Su compañera de piso no estaba en la ciudad, al parecer.
—Sólo quiero ducharme e irme a la cama —me dijo con voz apática. Deseé que su hermana mayor fuese una persona sensata, y en eso sonó el timbre. Reconocí a la mujer que entró antes de que dijese su nombre. Era Sarianna Palola, la ex novia de Antti. La había visto muchas veces en los álbumes de fotos de Jukka. Ella no podía saber quién era yo.
Mientras Marianna se daba una ducha, le expliqué brevemente lo sucedido. Sarianna estaba consternada y furiosa por lo que le había pasado a su hermana. Me dio la impresión de que era una persona juiciosa y que podía dejar tranquilamente a Marianna con ella.
Cuando llegué a la comisaría, me dispuse a interrogar a Pasi Arhela, el violador. El tipo intentó negarlo todo con una soberbia inaudita, teniendo en cuenta que lo habían pillado con las manos en la masa, como quien dice. Era ingeniero, lo mismo que Jukka, e intentó defenderse de mis acusaciones lo mejor que pudo. Podía imaginarme cómo se las había apañado para librarse las veces anteriores, gracias a aquel pico de oro y a los abogados que seguramente podía permitirse. Cuando vio que yo no me tragaba el cuento de que Marianna se le había insinuado en el puesto de comidas, empezó a perder la paciencia poco a poco. Era su palabra contra la de Marianna, pero a lo mejor la declaración del dueño del puesto de hamburguesas conseguiría convencer al juez. Y las muestras de esperma y la citología no podían ser rechazadas. Al tipo le jodió que no lo dejase fumar en la sala de interrogatorios. Tampoco él había pegado ojo en toda la noche, pero no me inspiraba compasión alguna.
—¡Pero si lo que les pasa a las putitas como ésa es que van por ahí pidiendo a gritos que se las follen! —explotó al fin—. Joder, la tía iba enseñando la raja del culo, con esa minifalda, y pintada como una profesional... Coño, es a estas tías a las que habría que tener encerradas en una jaula. Cualquiera que las vea tiene que ponerse cachondo por fuerza. —Le guiñó un ojo a Virrankoski, el agente que estaba tomando nota del interrogatorio, y al que Arhela había dedicado la mayor parte de sus comentarios en plan «nosotros nos entendemos, porque somos dos machotes». Virrankoski no se molestó en disimular su sonrisa, cosa que me irritó profundamente.
—Entonces, ¿reconoce usted haber violado a la muchacha? —Quería quitarme de encima a aquel tipo lo antes posible.
—Y una mierda, fue un polvete y porque ella quiso. Debería estarme agradecida, la muy guarra.
—¿Admite usted que obligó a Marianna Palola a mantener relaciones sexuales sin su consentimiento?
—Bueno, lo que se dice obligarla... Joder, tía, ¿cuándo fue la última vez que te dieron lo tuyo? Porque, vamos, si te lo dieran más a menudo no serías tan quisquillosa como se te ve que eres. ¿O es que eres una bollera de mierda? Se ve que sí, porque, si no, no entiendo que estés haciendo un trabajo de hombres y vayas por ahí defendiendo a las putas.
Raras veces me he visto obligada a usar la violencia en el desempeño de mi trabajo. Solamente he usado el arma reglamentaria en una ocasión, y en general los detenidos se comportan con calma con las mujeres policías. Sólo un par de veces he tenido que sacudir a alguno. Pero ahora tenía ganas de aplastarle los huevos a aquel tipejo. Si en lugar de Virrankoski hubiese sido Koivu quien estaba presente, me habría dejado llevar. Me imaginé lo que debía de sentirse al arrearle un puñetazo a Arhela, al oír cómo se le rompía el cartílago de la napia, o al darle semejante patada en los huevos que se le quedasen irreconocibles por una buena temporada. Me di cuenta de que estaba temblando de pies a cabeza.