Este libro de memorias es el fruto de diecuocho años de trabajo y de amistad entre Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière. Juntos hicierob seis obras maestras del cine: Diario de una camarera, Belle de Jour, La vía Láctea, El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad y Ese oscuro objeto del deseo. El libro nació espontáneamente de sus entrevistas en España y México durante los intervalos de las sesiones de trabajo; el uno evocando sus recuerdos, y el otro recogiendo las palabras de su amigo y anotándolas. Mi último suspiro recoge la voz y las propias palabras de Luis Buñuel, y nos da una particular visión del genial cineasta y de su mundo más personal.
Con una mirada irónica pero al mismo tiempo nítida, objetiva, cercana y con la suficiente distancia, Luis Buñuel nos relata situaciones de su infancia y juventud, narra su amistad con Lorca, Dalí y muchos otros personajes influyentes del siglo XX a los que desmitifica y al mismo tiempo alaba con cariño, nos relata las locuras realizadas en el seno del grupo surrealista, sus contradicciones y evolución y su posterior desaparición y su influencia innegable en la cultura posterior, desgrana las atrocidades de la Guerra Civil y sus actividades en el exilio, nos cuenta sus viajes a Hollywood, las dificultades de subsistencia, su aproximación a la industria del cine en México y la oportunidad de realizar allí tantas películas, etc. Todo ello salpicado de un fino humor, de una inmensa ternura, de un amor por la vida que nos atrapa en cada una de las palabras que conforman el libro.
En definitiva, prosa llana y cruda que transmite un cercanía poco habitual durante doscientas páginas. Las frases de Buñuel desprenden en cada línea una férrea fuerza vital. La lectura de estos recuerdos es, sobre todo y ante todo, un canto a la vida, a las ganas de vivir, a la necesidad de exprimir cada segundo, cada minuto, cada oportunidad que se presente en la vida. Sin duda, las últimas palabras de un gran genio del cine.
Luis Buñuel
Mi último suspiro
ePUB v1.0
minicaja26.07.12
Título original:
Mon dernier soupir
Luis Buñuel, 1982.
Traducción: Ana María de la Fuente
Diseño/retoque portada: minicaja
Editor original: minicaja (v1.0)
ePub base v2.0
A Jeanne, mi mujer,
mi compañera
Yo no soy hombre de pluma. Tras largas conversaciones,
Jean-Claude Carrière, fiel a cuanto yo le
conté, me ayudó a escribir este libro
.
Durante los diez últimos años de su vida, mi madre fue perdiendo poco a poco la memoria. A veces, cuando iba a verla a Zaragoza, donde ella vivía con mis hermanos, le dábamos una revista que ella miraba atentamente, de la primera página a la última. Luego, se la quitábamos para darle otra que, en realidad, era la misma. Ella se ponía a hojearla con idéntico interés.
Llegó a no reconocer ni a sus hijos, a no saber quiénes éramos ni quién era ella. Yo entraba, le daba un beso, me sentaba un rato a su lado —físicamente, mi madre gozaba de muy buena salud y hasta estaba bastante ágil para su edad—; luego salía y volvía a entrar. Ella me recibía con la misma sonrisa y me invitaba a sentarme como si me viera por primera vez y sin saber ni cómo me llamaba.
Cuando yo iba al colegio, en Zaragoza, me sabía de memoria la lista de los reyes godos, la superficie y población de cada Estado europeo y un montón de cosas inútiles. En general, en los colegios se mira con desprecio este tipo de ejercicio mecánico de memoria y a quien lo practica suele llamársele despectivamente memorión. Yo, aunque memorión, no sentía sino desprecio para estas exhibiciones baratas.
Pero, a medida que van pasando los años, esta memoria, en un tiempo desdeñada, se nos hace más y más preciosa. Insensiblemente, van amontonándose los recuerdos y un día, de pronto, buscamos en vano el nombre de un amigo o de un pariente. Se nos ha olvidado. A veces, nos desespera no dar con una palabra que sabemos, que tenemos en la punta de la lengua y que nos rehúye obstinadamente.
Ante este olvido, y los otros olvidos que no tardarán en llegar, empezamos a comprender y reconocer la importancia de la memoria. La amnesia —que yo empecé a sufrir hacia los setenta años— comienza por los nombres propios y los recuerdos más recientes: ¿Dónde he puesto el encendedor que tenía hace cinco minutos? ¿Qué quería yo decir al empezar esta frase? Ésta es la llamada amnesia anterógrada. Le sigue la amnesia anteroretrógada que afecta a los recuerdos de los últimos meses y años: ¿Cómo se llamaba el hotel en el que paré cuando estuve en Madrid en mayo de 1980? ¿Cuál era el título de aquel libro que me interesaba hace seis meses? Ya no me acuerdo. Busco afanosamente, pero es inútil. Viene por fin la amnesia retrógada, que puede borrar toda una vida, como le sucedió a mi madre.
Yo todavía no he sentido la acometida de esta tercera forma de amnesia.
Guardo de mi pasado lejano, de mi infancia, de mi juventud, múltiples y nítidos recuerdos y también profusión de caras y de nombres. Si, a veces, se me olvida alguno, no me preocupa excesivamente. Sé que voy a recuperarlo en el momento menos pensado, por uno de esos azares del subconsciente que trabaja incansablemente en la oscuridad.
Por el contrario, siento viva inquietud y hasta angustia cuando no consigo recordar un hecho reciente qué he vivido o el nombre de una persona conocida en los últimos meses, o incluso de un objeto. De pronto, toda mi personalidad se desmorona, se desarticula. Soy incapaz de pensar en otra cosa, por más que todos mis esfuerzos y rabietas son inútiles. ¿Será esto el comienzo de la desaparición total? Es atroz tener que recurrir a una metáfora para decir «una mesa ». Y la angustia más horrenda ha de ser la de estar vivo y no reconocerte a ti mismo, haber olvidado quién eres.
Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida.
Una vida sin memoria no sería vida, como una inteligencia sin posibilidad de expresarse no sería inteligencia. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento, Sin ella no somos nada.
Con frecuencia, he pensado introducir en una película una escena en la que un hombre trata de contar una historia a un amigo; pero olvida una palabra de cada cuatro, generalmente, una palabra muy simple: coche, calle, guardia… El hombre farfulla, titubea, gesticula, busca equivalencias patéticas, hasta que el amigo, furioso, le da un bofetón y se va. A veces, para defenderme de mis propios terrores con la risa, me da por contar el cuento del hombre que va al psiquiatra porque sufre pérdida de memoria, lagunas. El psiquiatra le hace un par de preguntas de rutina y luego le dice:
—Bien, ¿y esas lagunas?
—¿Qué lagunas?
—pregunta el hombre.
La memoria, indispensable y portentosa, es también frágil y vulnerable. No está amenazada sólo por el olvido, su viejo enemigo, sino también por los falsos recuerdos que van invadiéndola día tras día. Un ejemplo: durante mucho tiempo, conté a mis amigos (y la cito también en este libro) la boda de Paul Nizan, brillante intelectual marxista de los años treinta. Cada vez, me parecía estar viendo la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, la concurrencia, entre la que me encontraba yo, el altar, el cura, Jean-Paul Sartre, testigo del novio. Un día, el año pasado, me dije de pronto: ¡Imposible! Paul Nizan, marxista convencido y su mujer, hija de una familia de agnósticos, nunca se hubieran casado por la Iglesia. Totalmente inimaginable. Entonces, ¿había yo transformado un recuerdo? ¿Se trataba de un recuerdo inventado? ¿De una confusión? ¿Puse un marco familiar de iglesia a una escena que alguien me describió? Todavía no lo sé.
La memoria es invadida constantemente por la imaginación y el ensueño y, puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una importancia relativa, ya que tan vital y personal es la una como la otra.
En este libro semibiográfico, en el que de vez en cuando me extravío como en una novela picaresca, dejándome arrastrar por el encanto irresistible del relato inesperado, tal vez subsista, a pesar de mi vigilancia, algún que otro falso recuerdo. Lo repito, esto no tiene mayor importancia. Mis errores y mis dudas forman parte de mí tanto como mis certidumbres. Como no soy historiador, no me he ayudado de notas ni de libros y, de todos modos, el retrato que presento es el mío, con mis convicciones, mis vacilaciones, mis reiteraciones y mis lagunas, con mis verdades y mis mentiras, en una palabra: mi
Tendría yo trece o catorce años cuando salí de Aragón por primera vez. Iba invitado a casa de unos amigos de mi familia que veraneaban en Vega de Pas, cerca de Santander. Al atravesar el país vasco, descubrí, maravillado, un paisaje nuevo, inesperado, totalmente distinto del que había conocido hasta entonces.
Veía nubes, lluvia, bosques encantados por la bruma, musgo húmedo en las piedras… Fue una impresión deliciosa que siempre perdurará. Soy un enamorado del Norte, del frío, de la nieve y de los grandes torrentes de las montañas.
La tierra del Bajo Aragón es fértil, pero polvorienta y terriblemente seca.
Podía pasar un año y hasta dos sin que se viera congregarse las nubes en el cielo impasible. Cuando, por casualidad, un cúmulo aventurero asomaba tras los picos de las montañas, unos vecinos, dependientes de una tienda de ultramarinos, venían a llamar a nuestra casa, sobre cuyo tejado se levantaba el aguilón de un pequeño observatorio. Desde allí contemplaban durante horas el lento avance de la nube y decían, sacudiendo tristemente la cabeza:
—Viento del Sur. Pasará lejos.
Tenían razón. La nube se alejaba sin soltar ni una gota de agua.
Un año de angustiosa sequía, en el pueblo vecino de Castelceras, el vecindario, con los curas a la cabeza, organizó una rogativa para pedir la gracia de un chaparrón. Aquel día, negras nubes se cernían sobre el pueblo. La rogativa parecía casi inútil.
Desgraciadamente, antes de que terminara la procesión, se habían disipado las nubes y volvía a lucir un sol abrasador. Entonces, unos brutos como los hay en todos los pueblos, cogieron la imagen de la Virgen que abría el cortejo y, al pasar por un puente, la tiraron al río Guadalope.
Se puede decir que en el pueblo en que yo nací (un 22 de febrero de 1900) la Edad Media se prolongó hasta la Primera Guerra Mundial. Era una sociedad aislada e inmóvil, en la que las diferencias de clases estaban bien marcadas. El respeto y la subordinación del pueblo trabajador a los grandes señores, a los terratenientes, profundamente arraigados en las antiguas costumbres, parecían inmutables. La vida se desarrollaba, horizontal y monótona, definitivamente ordenada y dirigida por las campanas de la iglesia del Pilar. Las campanas anunciaban los oficios religiosos (misas, vísperas, ángelus) y los hechos de la vida cotidiana, con el toque de muerto y el toque de agonía. Cuando un vecino del pueblo se encontraba en trance de muerte, una campana doblaba lentamente por él; una campana grande, profunda y grave para el último combate de un adulto; una campana de un bronce más ligero para la agonía de un niño. En los campos, en los caminos y en las calles la gente se paraba y preguntaba: «¿Quién se está muriendo?» También me acuerdo del toque de rebato, en caso de incendio, y de los repiques gloriosos de los domingos de fiesta grande.