Aquel día —el día en que conocí a mi amigo Mantecón— me llevaron a la enfermería y, después, a casa. Incluso se habló de expulsarme del colegio. Mi padre, muy disgustado, pensó en suspender el viaje a Calanda pero luego renunció, seguramente por bondad.
A los quince años, cuando íbamos a examinarnos al Instituto de Enseñanza Media, el jefe de estudios, no recuerdo exactamente por qué, me dio un puntapié francamente humillante y me llamó «payaso».
Yo me salí de la fila, fui solo al examen y por la noche dije a mi madre que me habían expulsado de los jesuitas. Mi madre fue a hablar con el director, quien se mostró dispuesto a retenerme, ya que había obtenido matrícula de honor en Historia Universal. Pero yo me negué a volver al colegio.
Entonces me matricularon en el Instituto, donde estudié dos años, hasta terminar el bachillerato.
Durante aquellos dos años, un estudiante de Derecho me dio a conocer una colección a precio módico de obras de Filosofía, Historia y Literatura de las que no se hablaba mucho en el Colegio del Salvador. De pronto, se ensanchó considerablemente el campo de mis lecturas. Descubrí a Spencer, a Rousseau e incluso a Marx. La lectura de
El origen de las especies
, de Darwin, me deslumbró y me hizo acabar de perder la fe. Mi virginidad acababa de irse a pique en un pequeño burdel de Zaragoza. Al mismo tiempo, desde que había empezado la Guerra Europea, todo cambiaba, todo se cuarteaba y dividía alrededor nuestro. Durante aquella guerra, España se escindió en dos tendencias irreductibles que, veinte años después, se matarían entre sí. Toda la derecha, todos los elementos conservadores del país, se declararon germanófilos convencidos.
Toda la izquierda, los que se decían liberales y modernos, abogaban por Francia y los aliados. Se acabó la calma provinciana, a ritmo lento y monótono, la jerarquía social indiscutible. Acababa de terminar el siglo XIX.
Yo tenía diecisiete años.
El 1908, siendo todavía un niño, descubrí el cine.
El local se llamaba «Farrucini». Fuera, sobre una hermosa fachada de dos puertas, una de entrada y otra de salida, cinco autómatas de un organillo, provistos de instrumentos musicales, atraían bulliciosamente a los curiosos. En el interior de la barraca, cubierta por una simple lona, el público se sentaba en bancos. Conmigo iba siempre mi nurse, desde luego. Me acompañaba a todas partes, incluso a casa de mi amigo Pelayo, que vivía al otro lado del paseo.
Las primeras imágenes animadas que vi, y que me llenaron de admiración, fueron las de un cerdo. Era una película de dibujos. El cerdo, envuelto en una bufanda tricolor, cantaba. Un fonógrafo colocado detrás de la pantalla dejaba oír la canción. La película era en colores, lo recuerdo perfectamente, lo que significa que la habían pintado imagen a imagen.
En aquella época, el cine no era más que una atracción de feria, un simple descubrimiento de la técnica. En Zaragoza, aparte el tren y los tranvías que ya habían entrado en los hábitos de la población, la llamada técnica moderna apenas había empezado a aplicarse. Me parece que en 1908 no había en toda la ciudad más que un solo automóvil y funcionaba por electricidad. El cine significaba la irrupción de un elemento totalmente nuevo en nuestro universo en la Edad Media.
En años sucesivos se abrieron en Zaragoza salas permanentes, con butacas o bancos, según el precio. Hacia 1914 había tres cines bastante buenos; el «Salón Doré», el «Coïné» (nombre de un fotógrafo célebre) y el «Ena Victoria ». En la calle de Los Estébanes había otro cine que no recuerdo cómo se llamaba. En aquella calle vivía una prima mía, y desde la ventana de la cocina veíamos la película. Luego, tapiaron la ventana y pusieron una claraboya en la cocina; pero nosotros hicimos un agujero en el tabique por el que mirábamos por turnos aquellas imágenes mudas que se movían allí abajo.
Casi no me acuerdo de las películas que vi durante aquella época y a veces las confundo con otras que vería después en Madrid. Pero recuerdo a un cómico francés que siempre se caía y al que en España se llamaba «Toribio» (¿sería, quizás, «Onésime»?). Se proyectaban también las películas de Max Linder y de Méliès, como
El viaje a la Luna
. Las primeras películas americanas llegaron un poco después, en forma de cintas cómicas y folletines de aventuras.
Recuerdo también los melodramas románticos italianos que hacían llorar. Aún me parece estar viendo a Francesca Bertini, la gran estrella italiana, la Greta Garbo de su época, retorcer llorando el cortinaje de la ventana. Patético y un poco tostón.
El Conde Hugo y Lucilla Love, cómicos americanos, figuraban entre los más populares de la época y vivían las sentimentales y ajetreadas aventuras de los folletines.
En los cines de Zaragoza, además del pianista tradicional, había un explicador que, de pie al lado de la pantalla, comentaba la acción. Por ejemplo:
—Entonces el conde Hugo ve a su esposa en brazos de otro hombre. Y ahora, señoras y señores, verán ustedes al conde sacar del cajón de su escritorio un revólver para asesinar a la infiel.
El cine constituía una forma narrativa tan nueva e insólita que la inmensa mayoría del público no acertaba a comprender lo que veía en la pantalla ni a establecer una relación entre los hechos. Nosotros nos hemos acostumbrado insensiblemente al lenguaje cinematográfico, al montaje, a la acción simultánea o sucesiva e incluso al salto atrás. Al público de aquella época, le costaba descifrar el nuevo lenguaje.
De ahí la presencia del explicador.
Nunca olvidaré cómo me impresionó, a mí y a toda la sala por cierto, el primer
travelling
que vi. En la pantalla, una cara avanzaba hacia nosotros, cada vez más grande, como si fuera a tragársenos. Era imposible imaginar ni un instante que la cámara se acercase a aquella cara —o que ésta aumentase de tamaño por efecto de trucaje, como en las películas de Méliès. Lo que nosotros veíamos era una cara que se nos venía encima y que crecía desmesuradamente.
Al igual que santo Tomás, nosotros creíamos lo que veíamos.
Creo que mi madre empezó a ir al cine algún tiempo después; pero estoy casi seguro de que mi padre, que murió en 1923, no vio ni una sola película en toda su vida. No obstante, en 1909, fue a verle un amigo que vivía en Palma de Mallorca, para proponerle que financiara la instalación de barracas de cine en la mayor parte de ciudades españolas. Mi padre se negó, ya que el cine le parecía cosa de saltimbanquis y no le inspiraba sino desdén. Si él hubiera aceptado la propuesta de su amigo, tal vez yo sería hoy el distribuidor español más importante.
Durante los veinte o treinta primeros años de su existencia, el cine estuvo considerado como una diversión de feria, algo bastante vulgar, propio de la plebe, sin porvenir artístico. Ningún crítico se interesaba por él. En 1928 o 1929, cuando comuniqué a mi madre mi intención de realizar mi primera película, ella se llevó un gran disgusto y casi lloró, como si yo le hubiera dicho: «Mamá, quiero ser payaso.» Fue necesario que interviniera un notario, amigo de la familia, quien le explicó muy serio que con el cine se podía ganar bastante dinero y hasta producir obras interesantes, como las grandes películas rodadas en Italia, sobre temas de la Antigüedad. Mi madre se dejó convencer, pero no fue a ver la película que ella había financiado.
Hace unos veinte años, para la revista francesa Positif, mi hermana Conchita escribió también algunos de sus recuerdos. Esto es lo que ella dijo de nuestra infancia: Éramos siete hermanos. Luis, el mayor, y, a continuación, tres chicas, de las que yo era la tercera y la más tonta. Luis nació en Calanda por pura casualidad, pero creció y se educó en Zaragoza.
Como él me acusa a menudo de remontarme en mis relatos al período prenatal, quiero precisar que mis recuerdos más lejanos son una naranja en un pasillo y una guapa chica rascándose un muslo blanco detrás de una puerta.
Yo tenía cinco años.
Luis ya iba a los jesuitas. A primera hora de la mañana, había entre mi madre y él pequeñas escaramuzas porque él pretendía marcharse sin la gorra de uniforme. Aunque ella era muy poco severa con su preferido, en este punto, no sé exactamente por qué, se mostraba absolutamente intransigente.
Cuando Luis tenía ya catorce o quince años, mi madre le hacía seguir por una de las chicas, para comprobar si, tal como él había prometido, no escondía la gorra debajo de la chaqueta. Y, efectivamente, la escondía.
Por inteligencia natural, y sin el menor esfuerzo, Luis obtenía las mejores calificaciones. Hasta tal extremo que, poco antes de que terminara el curso, cometía alguna fechoría adrede, para evitar la humillación de que lo nombraran emperador delante de la gente, el día del reparto de premios.
Durante la cena, la familia escuchaba con emoción los incidentes de su vida de estudiante. Una noche, Luis nos aseguró que en la sopa del almuerzo había encontrado un calcetín negro y sucio de jesuita. Mi padre que defendía siempre por principio al colegio y a los profesores, no quiso creerlo. Como Luis insistiera, fue expulsado del comedor y él salió muy digno, diciendo, como Galileo: «Pues había un calcetín.» A los trece años, Luis empezó a tomar clases de violín, pues le gustaba con locura, y parecía tener dotes para el instrumento. Esperaba a que estuviéramos en la cama y entonces entraba con el violín en la mano, en la habitación en la que dormíamos nosotras tres. Empezaba siempre explicando el «tema» que hoy, al recordarlo, me parece muy wagneriano, aunque entonces ni él ni nosotras lo sabíamos. o creo que su música fuera realmente música, pero para mí era la ilustración que enriquecía mis aventuras imaginarias. Luis llegó a formar una orquesta y en las grandes solemnidades religiosas, lanzaban desde lo alto del coro sobre la multitud extasiada las notas de la misa de Perossi y del «Ave María» de Schubert.
Mis padres iban a menudo a París y, a su regreso, nos inundaban de juguetes.
De uno de aquellos viajes a mi hermano le trajeron un teatro que calculo debía de medir un metro cuadrado. Tenía telones de fondo y decorados.
Me acuerdo de dos: un salón del trono y un bosque. Los personajes eran de cartón y representaban un rey, una reina, un bufón y escuderos. o medirían más de diez centímetros y se movían siempre de cara, aunque se desplazaran hacia los lados, mediante un alambre. Para completar el elenco, Luis tenía un león en actitud de saltar que, en sus buenos tiempos, cuando tenía pie de alabastro, fue pisapapeles. Utilizaba también una torre Eiffel dorada que hasta entonces había estado en el salón, en la cocina y en el trastero. o recuerdo si la torre Eiffel representaba algún cínico personaje o una ciudadela; pero me acuerdo perfectamente de haberla visto entrar en escena, en el salón del trono, dando saltitos y atada a la enhiesta cola del temible león.
Ocho días antes de la función, Luis empezaba los preparativos. Ensayaba con los elegidos que, como en la Biblia, eran pocos. Ponían sillas en uno dejos graneros y mandaban invitaciones a los chicos y chicas del pueblo de más de doce años. En el último momento, se preparaba una merienda con caramelos y merengue y, para beber, agua de vinagre con azúcar. Como creíamos que esta bebida era originaria de un país exótico, la tomábamos con deleite y unción.
Para que Luis nos dejara entrar a nosotras, sus hermanas, mi padre tenía que amenazarle con prohibir la representación.
Varios años después, y seguramente por una buena causa, el alcalde organizó un festival en la escuela municipal. Mi hermano salió a escena con un atuendo un poco raro, mitad gitano, mitad salteador de caminos, blandiendo unas enormes tijeras de esquilador y cantando. A pesar de los años transcurridos, todavía me acuerdo de la letra de la canción: «Con estas tijeras y mis ganas de cortar, me voy a España a armar una pequeña revolución.» Por lo visto, aquellas tijeras son hoy
Viridiana
. El público se rompía las manos de tanto aplaudir y le echaba puros y cigarrillos.
Más adelante, como echando pulsos ganaba a los más fuertes del pueblo, empezó a organizar combates de boxeo, utilizando el nombre de el León de Calanda. En Madrid, fue campeón de los pesos ligeros amateurs, pero de esto no tengo más detalles.
En casa, Luis había empezado a hablar de estudiar para ingeniero agrónomo.
La idea complacía a mi padre, que ya lo veía manejando nuestras tierras del Bajo Aragón. A mi madre, por el contrario, le disgustaba, pues era una carrera que no se podía cursar en Zaragoza. Eso era precisamente lo que tanto agradaba a Luis de los estudios: marcharse de Zaragoza y dejar a la familia. Sacó el bachiller con muy buenas notas.
En aquella época, veraneábamos en San Sebastián. Luis no iba a Zaragoza más que durante las vacaciones o cuando ocurría alguna desgracia, como cuando murió mi padre. Luis tenía entonces veintidós años.
En Madrid pasó sus años de estudiante en la Residencia, fundada poco antes.
La mayoría de los residentes serían después figuras ilustres de las letras, las ciencias o las artes, y su amistad sigue siendo una de las mejores cosas de la vida de mi hermano. La Biología le apasionó en seguida, y durante varios años ayudó a Bolívar en sus trabajos. Fue probablemente en aquella época cuando se hizo naturalista.
Su alimentación diaria era comparable a la de una ardilla y con temperaturas bajo cero y a pesar de la nieve usaba ropa muy ligera y sandalias de fraile, sin calcetines. Mi padre se enfadaba. Aunque, en el fondo, estaba orgulloso de su hijo, no quería reconocerlo y se indignaba cuando le veía lavarse primero un pie y luego el otro en el lavabo, con agua helada, tantas veces como se lavara las manos. Por aquel entonces (o quizás antes; con el calendario no me aclaro) teníamos una rata a la que tratábamos como si fuera de la familia. Era enorme, casi como una liebre, sucia y con la cola apolillada.
La llevábamos de viaje metida en una jaula de loro y durante mucho tiempo nos complicó bastante la vida. La pobre se murió como una santa, con síntomas clarísimos de envenenamiento. Teníamos cinco criadas y no pudimos descubrir a la asesina. De todos modos, antes de que dejara de oler a rata, ya nos habíamos olvidado de ella.
Siempre hemos tenido algún animal: monos, loros, halcones, sapos y ranas, una o dos culebras, un gran lagarto africano al que la cocinera, en un movimiento de terror, mató sádicamente de un golpe de atizador encima de la cocina económica.
Y no me olvido de Gregorio, el cordero, que casi me rompe el fémur y la pelvis cuando acababa de cumplir los diez años. Me parece que nos lo habían traído de Italia muy joven. Siempre fue un hipócrita. Yo sólo quise a Nene, el caballo.
También teníamos una gran caja de sombreros llena de ratones grises.
Eran de Luis, pero nos los dejaba ver una vez al día. Había seleccionado varias parejas que, bien alimentadas y cuidadas, habían procreado sin cesar.
Antes de marcharse, las subió al granero y, con grave perjuicio para el propietario del lugar, les dio la libertad, instándoles a «crecer y multiplicarse».
Todos nosotros hemos amado y respetado todo aquello que tiene vida, incluso vida vegetal. Creo que todos los seres vivos nos respetan y nos aman a su vez. Podríamos cruzar una selva infestada de fieras sin correr peligro. Una sola excepción: LAS ARAÑAS.
Son unos monstruos horribles y aterradores que en cualquier momento pueden amargarnos la vida. Una extraña morbosidad buñuelesca hace de ellas el tema principal de nuestras charlas familiares. uestros relatos sobre las arañas son fabulosos.
Dicen que mi hermano Luis, al ver a un monstruo de ocho ojos con la boca rodeada de pedipalpos ganchudos, perdió el conocimiento en un parador de Toledo donde estaba comiendo y no volvió en sí hasta llegar a Madrid.
Mi hermana mayor no encontraba una hoja de papel lo bastante grande para dibujar la cabeza y el tórax de la araña que la espiaba en un hotel. Casi llorando, nos describió los cuatro pares de miradas que le lanzó la fiera cuando un botones, con una sangre fría incomprensible, la sacó de la habitación cogida por una pata.
Mi hermana, con su bonita mano, imita el paso vacilante y horrible de las arañas viejas, peludas y polvorientas que arrastran tras sí sucios jirones de su propia sustancia y, con una pata amputada, cruzan por los recuerdos de nuestra niñez.
La última aventura me ocurrió no hace mucho. Bajaba la escalera cuando detrás de mí sonó un ruido blando y repugnante. Presentí lo que era. Sí; allí estaba la enemiga ancestral de los Buñuel. Me sentí morir y nunca olvidaré el ruido horrible de la vejiga infernal que hizo cuando la aplastó el pie del chico que traía los periódicos. Estuve a punto de decirle: «Me has salvado algo más que la vida.» Todavía me pregunto con qué horrible propósito me seguiría de aquel modo.
¡Arañas! uestras pesadillas y nuestras conversaciones fraternales están llenas de ellas.
Casi todos los animales enumerados eran propiedad de mi hermano Luis, y nunca vi seres mejor tratados y cuidados, cada cual según sus propias necesidades biológicas. Aún hoy sigue amando a los animales, y sospecho que incluso trata de no odiar a las arañas.
En
Viridiana
se ve a un pobre perro atado debajo de un carro, que avanza por una larga carretera. Cuando buscaba ideas para su película, Luis fue testigo de esta situación real e hizo todo cuanto pudo por remediarla; peo es una costumbre tan arraigada en el campesino español que tratar de desterrarla sería como luchar contra los molinos de viento. Durante el rodaje, yo compraba todos los días, por encargo de mi hermano, un kilo de carne para los perros de la película, y para cualquier otro perro que anduviera por allí, Durante uno de aquellos veranos que pasábamos en Calanda, corrimos la «gran aventuran de nuestra infancia. Luis tendría trece o catorce años. Decidimos ir al pueblo de al lado sin permiso de nuestros padres. Íbamos con unos primos de nuestra edad y, no sé por qué, salimos de casa vestidos como para ir a una fiesta. El pueblo se llama Foz, y está situado a unos cinco kilómetros.
Allí teníamos tierras y colonos. Los visitamos a todos y nos dieron vino dulce y galletas. El vino nos infundió una euforia y un valor tales que nos sentimos con ánimo de ir al cementerio. Recuerdo a Luis tendido en la mesa de autopsias, pidiendo que le sacaran las vísceras. Recuerdo también lo que tuvimos que batallar para ayudar a una de nuestras hermanas a sacar la cabeza de un boquete que el tiempo había abierto en una tumba. Había quedado empotrada de tal modo que Luis tuvo que arrancar el yeso con las dos uñas para liberarla.
Después de la guerra, volví a aquel cementerio buscando estos recuerdos.
Lo encontré más pequeño y más viejo. Me impresionó mucho ver en un rincón un pequeño ataúd blanco desmantelado en el que había los restos mortificados de una criatura. A través de lo que había sido el vientre, crecía una gran mata de claveles rojos.
Después de nuestra visita al cementerio, cuyo carácter sacrílego ni sospechábamos, emprendimos el camino de regreso por los montes pelados, calcinados por el sol, en busca de alguna gruta misteriosa. El vino dulce seguía animándonos a cometer audacias ante las que retrocederían los mayores: saltar al fondo de una sima profunda y estrecha, gatear por un túnel y salir a la primera caverna. Todo nuestro equipo de espeleólogos se reducía a un cabo de vela recogido en el cementerio. Mientras duró la luz seguimos adelante.
Luego, de pronto, nada, ni luz, ni valor, ni alegría. Se oía batir de alas de murciélago. Luis dijo que eran pterodáctilos prehistóricos, pero que él nos defendería de sus ataques. Uno de nosotros dijo que tenía hambre, y Luis se ofreció heroicamente a ser comido. Él era ya mi ídolo, por lo que, deshecha en llanto, pedí que me comieran a mí en su lugar: yo era la más pequeña, la más tierna y la más tonta del primer grupo de hermanos.
Se me ha olvidado el miedo de aquellas horas, como se olvida el dolor físico.
Pero me acuerdo muy bien de la alegría que tuvimos cuando nos encontraron, y del miedo al castigo. o hubo castigo, a causa de nuestro lastimoso estado. Regresamos al «calor del hogar» en un coche tirado por Nene, Mi hermano estaba inconsciente, no sé si por la insolación, por la tajada o por táctica.
Durante dos o tres días, nuestros padres nos hablaron de usted. Mi padre, cuando creía que no le oíamos, contaba nuestra aventura a las visitas exagerando las dificultades y exaltando el sacrificio de Luis. Pero nadie citó nunca el mío que era, por lo menos, tan heroico. En nuestra familia ha ocurrido siempre lo mismo y sólo mi hermano Luis ha reconocido y alabado siempre mis grandes cualidades.
Pasaron los años. Luis con sus estudios y nosotras con nuestra inútil educación de señoritas de buena familia, apenas nos veíamos. Mis dos hermanas mayores, aunque muy jóvenes, ya estaban casadas. A mi hermano le gustaba jugar a las damas con la mediana. Las partidas siempre terminaban mal, por las ganas de ganar de uno y otra. o jugaban dinero, pero se entregaban a una especie de guerra de nervios. Si ganaba ella, mi hermana tenía derecho a retorcer y dar tirones a una especie de proyecto de bigote que Luis tenía debajo de la nariz, mientras él pudiera soportarlo. Él resistía horas enteras y luego daba un salto y tiraba el tablero y todo lo que estuviera a su alcance.
Si ganaba él, podía acercar a la nariz de mi hermana una cerilla encendida hasta obligarla a decir una palabrota que le habíamos oído a un antiguo cochero. Este nos contaba, siendo nosotros muy pequeños, que si le quemas el morro a un murciélago grita: «Coño, coño.» Mi hermana se negaba a hacer el murciélago y la cosa siempre acababa mal.