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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (8 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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Son cuarenta minutos de viaje en el
Marco Polo
a través de la laguna, cortando el canal de la Giudecca hasta la isla llamada
«il Lido di Venezia
, la playa de Venecia». Hace mil trescientos años, vivían aquí pescadores y campesinos. Sé que ahora es un descolorido abrevadero
fin de siècle
al cual, en sus buenos tiempos, venían a descansar y a jugar los
literati
europeos y estadounidenses. Sé que su aldea de Malamocco, en otros tiempos el asentamiento romano de Metamaucus, fue, en el siglo VIII, la sede de la república veneciana, que en el Lido se celebra el Festival de Cine de Venecia y que hay un casino. Y Fernando me ha hablado de ella tantas veces que me puedo imaginar su minúscula iglesia y se me representa mentalmente su fachada sencilla de piedra roja que da a la laguna. Sé que Fernando ha vivido en el Lido casi toda su vida. Todo lo demás lo tengo que aprender aún.

Después de que el barquero suba el coche al transbordador, Fernando me besa y se me queda mirando un buen rato; después dice que sube a cubierta a fumar. Que no me invite a acompañarlo me deja perpleja, pero solo un poco. Si yo realmente quisiera subir, lo haría. Me recuesto y cierro los ojos, procurando recordar lo que sé que debo de haber olvidado. ¿No me esperaba ningún trabajo? ¿No me quedaba nada por hacer? No, nada. No tengo nada que hacer, ¿o será que lo tengo todo por hacer? El coche se inclina con el oleaje del mar o puede que solo sea que tengo tantas ganas de sentir algún tipo de ritmo. En este momento no hay nada más que un espacio nuevo, limpio y recién desenvuelto, para colorear. Siento una especie de cambio de equilibrio que me resulta curiosa, sin llegar a ser desagradable. La percibo. Un pie sigue estando a casi diez mil kilómetros de distancia. En el preciso instante en que el barco choca contra el embarcadero, Fernando regresa al coche y desembarcamos en él.

Damos un paseo despreocupado por la isla y me va señalando puntos de interés, tanto personales como culturales. Trato de recordar cuánto tiempo llevo sin dormir de verdad y calculo que son cincuenta y una horas.

—Por favor, ¿podemos ir a casa ahora? —pregunto en mi estado de trance.

Sale del Gran Viale Santa Maria Elisabetta, la avenida ancha que va siguiendo la costa de la isla, y gira por una calle tranquila, detrás de los cines del Festival y el
chic
desgastado del Casino, y después por un estrecho
vicolo
, callejón, enmarcado por viejos plátanos cuyas ramas se cruzan en el medio, formando una arcada refrescante. Una gran verja de hierro se abre a un patio apagado, en el que se alinean garajes estrechos en los que cabe un solo coche italiano. Por encima de ellos se alzan tres niveles de ventanas, la mayoría de las cuales están tapadas por
persiane
, cortinas de chapa metálica para proteger la intimidad. Tal como ha prometido, la casa queda dentro de un búnker de hormigón de posguerra. No hay nadie allí, salvo una mujer muy menuda de edad indefinida que se mueve rápidamente en torno al coche, en una especie de
tarantella
.


Ecco Leda
. Esta es Leda, nuestra fiel guardiana —dice—.
Pazza completa
. Está loca perdida.

Ella mira fijamente hacia arriba, como implorando. ¿Estará emocionada por nuestra llegada? En realidad, no nos saluda, ni con palabras, ni con los hombros ni con la cabeza.


Ciao, Leda
—dice él, sin mirarla ni presentarnos.

Atropelladamente, Leda dice algo así como que no dejemos el coche delante de la entrada mucho rato.


Buona sera, Leda. Io sono Marlena
. Buenas tardes, Leda. Me llamo Marlena —pruebo.


Sei americana?
—pregunta—. ¿Eres estadounidense?


Si, sono americana
—le digo.


Mi sembra più francese
. Más me pareces francesa —dice, como si quisiera decir «marciana».

Descargamos, mientras ella continúa con su
tarantella
. Por más que lo intente, no puedo evitar mirarla a hurtadillas. Es una trol faustiana con los ojos del color de las aceitunas negras y los párpados caídos, como los de los halcones. En los tres años siguientes, no la oiré reír ni una sola vez, aunque escucharé sus chillidos crispantes y veré sus puños extendidos hacia el cielo más veces de las que quiero recordar. También sabré que solo se pone los dientes para ir a misa. Sin embargo, aquí y ahora la idealizo y pienso que solo necesita un poco de ternura y una tartaleta tibia de chocolate amargo.

Mientras empujamos y arrastramos mis maletas por el corredor hasta el ascensor, unas cuantas personas llegan o se marchan.
Buon giorno. Buona sera
. El diálogo es mínimo. Muestran tanto interés como si estuviéramos sacando cadáveres en sacos de arpillera. Una de las últimas veces que voy al coche, observo a más de uno asomándose a la misma cantidad de ventanas recién abiertas.
L'americana è arrivata
. Ha llegado la estadounidense. Recordando una escena de
Cinema Paradiso
, espero que al menos una anciana con un pañuelo y medias negras venga y me estreche contra su pecho abundante, perfumado con agua de rosas y salvia, pero no acude ninguna.

Los ascensores son anuncios y, tanto como los vestíbulos, cuentan la historia de las casas. Aquel, con su composición atmosférica sin oxígeno después de cincuenta años de transportar cargas humanas humeantes, no mide ni un metro cuadrado, tiene suelo de linóleo y está pintado de aguamarina brillante. Los cables le chirrían si sube más de uno de nosotros. Veo que puede transportar trescientos kilos. Enviamos las maletas solas, unas cuantas por vez, y subimos corriendo tres pisos para dejarlas en la puerta del apartamento. Lo hacemos seis veces. Fernando ya no puede evitar abrir la puerta. Lo afronta, diciendo:


Ecco la casuccia
. He aquí la casita.

Al principio no veo nada, salvo los contornos de cajas de cartón y cartulina, que parecen apilarse por todas partes. Inundan el aire los aromas del diluvio universal. Dándole a un interruptor que enciende una bombilla que cuelga del techo, Fernando ilumina el espacio y entonces sé que es una broma. Espero que sea una broma. Me ha llevado a un lugar abandonado, un depósito en el tercer piso, para hacerme reír, conque me echo a reír y me río como una tonta:


Che belleza
. Qué bonito.

Me cubro el rostro con las manos ahuecadas y sacudo la cabeza de un lado a otro. Puede que entonces aparezca la anciana de las medias negras a estrecharme contra su pecho y a llevarme a mi casa de verdad. Reconozco mi letra en una de las cajas y entonces resulta evidente que aquella es mi verdadera casa: desprovista de todo lo superfluo, es la guarida de un asceta, la humilde cabaña de un acólito. Aquí podría haber vivido Savonarola, porque todo denota veneración por una pátina medieval, que no ha sido perturbada por el paso del tiempo ni por nadie que se moleste en pasar un trapo para quitar el polvo. He venido a vivir en la penumbra de postigos cerrados de la «casa desolada». Empiezo a comprender el verdadero sentido de las persianas venecianas.

El espacio es increíblemente reducido y de inmediato pienso que aquello está bien, porque dará menos trabajo reformar una casa desolada diminuta que una grande. Fernando me abraza desde atrás. Voy por todas partes y levanto las espantosas
persiane
, para que entren el aire y la luz. La cocina es una celda con fogones de juguete. En el dormitorio hay una estrambótica alfombra oriental que cubre una pared, una colección de medallas de esquí muy antiguas colgadas de ganchos que parecen garras y, como fantasmas cenicientos, unas cortinas hechas jirones que flotan sobre una puerta ventana que comunica con una terraza llena de latas de pintura. La cama consiste en un colchón doble sobre el suelo y, contra la pared de detrás, una cabecera inmensa y recargada de madera con nudos. Es peligroso entrar al baño, entre que faltan azulejos y hay muchos rotos y la gran circunferencia de una lavadora del año catapún justo en el centro, entre el lavabo y el
bidet
. Observo que la manguera de la lavadora se vacía en la bañera. Hay otras tres habitaciones minúsculas, con historias demasiado terribles para contar. No hay muestras de ningún preparativo para la llegada de su novia y no fantasea ni se disculpa cuando me dice:

—Poquito a poco, lo pondremos a nuestro gusto.

Una y otra vez me había hablado con franqueza de dónde y cómo vivía, de que el dónde y el cómo eran síntomas pasivos de su vida, de que el piso era el espacio en el que dormía, miraba televisión y se duchaba. Si la impresión que me produce verlo por primera vez me deja tambaleando, es porque yo le había restado importancia. Esto no es ni más ni menos que una bienvenida honesta. Me alegro de que Fernando sepa que vengo a Italia por él y no por su casa.

«Es más fácil encontrar una casa que un desconocido encantador», pienso y pienso también en un hombre que conocí en California. Jeffrey era un obstetra próspero y estaba locamente enamorado de Sarah, una artista que se moría de hambre, que estaba locamente enamorada de él. Después de años de evasivas, dejó de lado a Sarah por una oftalmóloga de lo más próspera, con la que se casó casi de inmediato por razones que no tenían nada que ver con los sentimientos. Dijo que con la médica tendría una casa mejor; es decir, que Jeffrey se casó con una casa. Este pensamiento me tranquiliza. Dejando esto aparte, echo de menos mi cama francesa con dosel. Quiero beber un buen vino en una copa hermosa. Quiero una vela y darme un baño. Quiero dormir. Mientras nos ponemos a despejar la cama, dice una vez más lo que ya me había dicho hace tiempo en Saint Louis:

—Es que hay
un pò di cosette da fare qui
, unas cuantas cositas que hacer aquí.

Una luna en forma de hoz brilla a través de la ventanita alta del dormitorio. Me concentro en ella y trato de tranquilizarme para dormir. Sigo en el avión o tal vez en el coche o en el transbordador. He pasado por cada una de las etapas de la odisea del día cada vez a menos velocidad. Es como si, en algún punto de mi viaje desde allí hasta aquí, se hubiese producido un descuido, una muerte breve, durante la cual una época hubiese transmitido las llaves a la siguiente. En lugar de llegar al borde de una nueva vida, ya estoy inmersa en ella, a través del espejo y en medio del escenario. Las sensaciones se desbocan y no puedo dormir. ¿Cómo voy a dormir, si soy yo la que está acostada en la cama del veneciano? Fernando duerme. Siento su respiración cálida y constante en mi rostro.

«¿Estabas buscando ritmos? Aquí tienes uno», pienso. Muy bajito, me pongo a cantar. «No puedo dejar de amarte.» Una canción de cuna. Si es cierto que lo que uno sueña justo antes de despertar es verdad, ¿qué pasa con lo que uno sueña justo antes de dormirse? Me duermo a medias. ¿Serán verdades a medias?

C
APÍTULO
6

Si pudiera darte Venecia por una sola hora,
sería esta hora

Me despiertan el aroma del café y el de un desconocido recién afeitado. Está de pie junto a la cama con una bandeja que contiene una diminuta cafetera maltrecha y humeante y tazas, cucharillas y azúcar en una bolsa. La casa me espanta con la luz de la mañana, pero él es luminoso. Decidimos ponernos a trabajar durante dos horas y que el orden que podamos arrancar de los escombros sea suficiente para el primer día. A las once bajamos las escaleras corriendo. Quiere que vayamos a Torcello.

—Allí podemos hablar, descansar y estar solos —dice.

—¿Por qué Torcello? —le pregunto.


Non lo so esattamente
. La verdad es que no lo sé. Tal vez porque esa parte desmoronada de la Tierra es más antigua aún que Venecia. —Quiere que comencemos desde el principio—. Hoy es mi nacimiento, nuestro nacimiento, ¿verdad?

Nos instalamos en la proa del
vaporetto
, de cara al viento. Allí no se puede ni hace falta hablar; nos estrechamos las manos. Me besa los párpados y, escoltados por el aletear de las gaviotas, nos deslizamos bajo un cielo como los de Tiepolo a través de lagunas interminables, junto a breves trozos de arena abandonados, islotes que en otro tiempo fueron huertas y apriscos de ovejas. Nos detenemos con una sacudida contra el muelle del Canale Borgognoni. Torcello es la antigua madre de Venecia, en su hoja amarilla solitaria. Se amontonan los ecos primitivos. Aquí se susurran los secretos al oído: «Cógeme de la mano y rejuvenece conmigo; no corras, no duermas; comienza desde el principio; enciende las velas; mantén el fuego encendido; atrévete a amar a alguien; dite la verdad; mantente en éxtasis».

Son más de las dos y, con un apetito voraz, nos sentamos a una mesa bajo los árboles en el Ponte del Diavolo, «el puente del Diablo», a comer cordero asado con leña, ensalada de oruga aliñada con los jugos carbonizados del propio cordero y un trozo tras otro de un pan riquísimo. Comemos quesos blandos de montaña con garabatos de miel de castaño por encima. Nos quedamos mucho rato, hasta que somos los únicos que hacemos compañía al anciano camarero, el mismo que —lo recuerdo— me sirvió
risotto coi bruscandoli
, arroz con brotes de lúpulo, la primera vez que fui a Torcello, hace años. Sigue llevando una corbata de seda de color salmón y el cabello engominado, peinado con la raya en medio. Me agrada. En medio de tantos cambios, me gusta encontrar cosas que no han cambiado. Plácidamente, el camarero dobla servilletas, mientras nosotros, con idéntica placidez y mucha parsimonia, comemos cerezas negras, sacándolas de una en una de un tazón de agua helada.

Construida por encargo directo de Dios al obispo de Altinum, la Basilica di Santa Maria Assunta de Torcello es el sepulcro chabacano de un rey bizantino. En el interior de su gran caverna, el aire se nota cargado, embrujado, sagrado. Una gran virgen bizantina alargada y misteriosa, con el niño en brazos, observa, impecable, desde la parte circular del ábside. Una iglesia parroquial sin parroquia. Pregunto a un monje vestido de marrón por el horario de las misas, pero pasa rozándome y se pierde flotando detrás de una puerta cubierta por un tapiz; tal vez mi italiano sea demasiado elemental para merecer una respuesta suya. En el exterior, paso la mano por el trono de mármol alisado por millones de manos antes que la mía, desde los tiempos en los que se sentaba allí Atila, organizando la muerte entre los matorrales azotados por el viento. Quiero dormir en aquel prado, echarme en sus hierbas espinosas y sus recuerdos. Quiero dormir donde durmieron los primeros venecianos, pescadores y pastores que huyeron en el siglo VI en busca de paz y libertad. Desde aquí, el apartamento y su pátina medieval parecen una insignificancia.

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