Read Mil días en Venecia Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (3 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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—No es incomodidad lo que siento; simplemente no lo entiendo. Aún no —le digo y quiero acercarlo a mí y quiero alejarlo de mí.

—No te vayas hoy. Quédate un poco más. Quédate conmigo —dice.

—Si tiene que pasar algo, lo que sea, entre nosotros, que me vaya hoy no lo cambiará. Podemos escribirnos, hablar. Regresaré en primavera y podemos hacer planes.

Mis palabras parecen tener una síncopa forzada hasta que las oigo caer lejos, casi paralizadas. Inmóviles como un friso, nos sentamos en los bordes del estruendo sabatino del
campo
. Un rato largo atraviesa nuestro silencio hasta que nos ponemos de pie con torpeza. Sin esperar la cuenta, deja algunas liras sobre la mesa, bajo el plato de cristal de su
gelato
de fresa intacto, que gotea sobre los billetes.

Me arde la cara y estoy asustada; enrojezco ante una emoción que no puedo nombrar, inquietantemente similar al terror, pero que no se diferencia del todo de la alegría. ¿Podría tener algo que ver con mis viejas premoniciones sobre Venecia? ¿Habrán adquirido los presentimientos la forma de este hombre? ¿Será esta aquella cita? Aunque el desconocido me atrae, también desconfío de él. «Aunque Venecia me atrae, también desconfío de ella.» ¿Acaso él y Venecia son lo mismo? ¿Podría ser mi príncipe corso disfrazado de gerente de banco? ¿Por qué no podrá anunciarse el destino, ser un asno de doce cabezas, llevar pantalones púrpura, hasta una etiqueta? Lo único que sé es que yo no me enamoro, ni a primera vista ni a media vista, ni fácilmente ni con el correr del tiempo. Tengo el corazón oxidado por los viejos piñones que lo mantienen cerrado. Eso es lo que creo de mí misma.

Paseamos por Campo Manin hasta San Luca hablando de temas triviales. Me detengo de pronto. Él también se detiene y me rodea con sus brazos. Me abraza y yo lo abrazo a él.

Cuando salimos de Bacino Orseolo y llegamos a San Marco, la Marangona hace sonar cinco campanadas.

«Es por él —pienso—. ¡Es el asno de doce cabezas con pantalones de color púrpura! Es el destino y las campanas solo me reconocen a mí cuando estoy con él. No, qué tontería. Son sandeces propias de la menopausia.»

Han transcurrido cinco horas desde que salí del hotel. Llamo a mis amigos, que todavía me esperan allí, y les juro que me reuniré con ellos y con mi equipaje directamente en el aeropuerto. El último vuelo a Nápoles sale a las siete y veinte. Aunque parezca mentira, el Gran Canal está casi vacío, sin el embrollo habitual de esquifes, góndolas y
sandoli
, y eso permite al
tassista
correr con su taxi acuático, que da bandazos y cae brutalmente al agua. «Peter Sellers» y yo estamos de pie fuera, al viento, y nos dirigimos hacia un sol rojo oscuro que va descendiendo. Saco de mi bolso una petaca de plata y, de una bolsita de terciopelo, una copita fina y minúscula. Sirvo coñac y bebemos juntos a sorbos. Una vez más, me da la impresión de que está a punto de besarme y esta vez lo hace: en las sienes, en los párpados, hasta que encuentra mi boca. No somos demasiado mayores.

A falta de amuletos más potentes, intercambiamos números, tarjetas de visita y direcciones. Pregunta si puede venir a vernos al final de la semana, dondequiera que estemos. Le digo que no me parece buena idea. Le indico nuestro itinerario, lo mejor que sé, para que podamos darnos los buenos días o las buenas noches de vez en cuando. Me pregunta cuándo regresaré a mi casa y se lo digo.

C
APÍTULO
2

Un veneciano en mi cama

Al cabo de dieciocho días y tan solo dos después de mi regreso a Estados Unidos, Fernando llega a Saint Louis: es su primer viaje a América. Sale por la puerta temblando y ceniciento. Había perdido su conexión en el aeropuerto Kennedy, por no haber corrido lo suficiente para recorrer una superficie mayor que la del Lido, la isla frente a Venecia en la que vive. El vuelo había sido, con diferencia, el período más largo que había pasado sin fumar desde que tenía diez años. Coge las flores que le entrego y nos vamos a casa juntos, como si siempre lo hubiéramos hecho, como si siempre lo fuéramos a hacer.

Sin quitarse el abrigo, el sombrero, los guantes ni la bufanda, recorre lentamente la casa, como si intentara reconocer algo. Se sorprende de que un Sub-Zero sea una nevera y abre una de sus puertas esperando encontrar un armario para la ropa.


Ma è grandissimo
—se maravilla.

—¿Tienes hambre? —le pregunto y me pongo a trajinar en la cocina.

Él observa una cestita de
tagliatelle
que he estirado y cortado aquella tarde.

—¿También hacéis pasta fresca en Estados Unidos? —pregunta, como si aquello fuera similar a encontrar una pirámide en Kentucky.

Empiezo a llenarle la bañera, como lo haría para uno de mis hijos o un viejo amante; vierto aceite de madera de sándalo, enciendo velas, pongo toallas, jabones y champú en una mesa cercana y deposito también una copita de Tío Pepe. Después de un rato tan largo que me preocupa, entra en el salón como si tal cosa: espléndido, con el cabello húmedo liso y peinado hacia atrás. Lleva puesta una bata de lana clásica de color verde oscuro; en uno de los bolsillos, que está descosido, sobresale el bulto de un paquete de cigarrillos. Unos calcetines a rombos de color burdeos le cubren las rodillas delgadas y tiene los pies metidos en grandes zapatillas de ante. Le digo que se parece a Rodolfo Valentino y aquello le agrada. He preparado para nosotros la mesa baja delante de la chimenea del salón. Le entrego una copa de vino tinto y nos sentamos sobre cojines. Eso también le gusta. Así es como ceno con el desconocido.

Hay una fuente ovalada de puerros estofados, pasados por
cremè me fraîche
, cubiertos de vodka y borboteantes, dorados bajo una costra de emmental y parmesano. No sé cómo se dice «puerro» en italiano, conque me pongo de pie para ir a buscar el diccionario.

—Ah,
porri
—dice él—. No me gustan los
porri
.

Paso otra vez las páginas rápidamente, como si me hubiese equivocado.

—No, no son
porri
, sino
scalogni
—le miento.

—Nunca los he probado —dice y come un bocado.

Resulta que al desconocido le gustan mucho los puerros, siempre que se llamen «cebolletas». Después sirvo los
tagliatelle
, delgadas cintas amarillas, con una salsa de nueces asadas. Estamos cómodos e incómodos. Más que hablar, sonreímos. Trato de contarle un poco acerca de mi trabajo: que soy periodista y que escribo principalmente sobre comida y vinos. Le digo que soy
chef
. Asiente con indulgencia, pero no da la impresión de que mis credenciales le resulten demasiado convincentes. Parece conformarse con el silencio. He preparado un postre que llevaba mucho tiempo sin hacer: un pastel de aspecto curioso, hecho de masa de pan, ciruelas moradas y azúcar moreno. De los jugos espesos y oscuros de la fruta, mezclados con el azúcar caramelizado, se desprende un vapor empalagoso y sutil; pongo el pastel entre los dos y lo comemos en el viejo molde abollado en el cual lo he horneado. Se lleva a la boca la última cucharada del almíbar de ciruelas y nos bebemos el culín de vino tinto. Se pone de pie, rodea la mesa y se sienta a mi lado; me mira de frente y después, con suavidad, vuelve mi cara ligeramente hacia la derecha, sujetándome la barbilla en la mano.


Si, questa è la mia faccia
—susurra—. Sí, esta es mi cara. Y ahora deseo irme a tu cama contigo.

Pronuncia estas palabras lentamente y con claridad, como si las hubiera practicado.

Cuando se duerme, lo hace con la mejilla contra mi hombro y un brazo cogido a mi cintura. Yo sigo despierta y le acaricio el pelo. «Hay un veneciano en mi cama», digo de forma casi audible. Apoyo la boca en su coronilla y vuelvo a recordar el encargo brusco que me había hecho mi editora hace muchos años: «Quédate dos semanas en Venecia y vuelve con tres artículos de fondo. Te enviaremos un fotógrafo desde Roma», me dijo, sin despedirse. ¿Por qué no nos conocimos en aquel primer viaje? Probablemente, porque mi editora no me dijo que regresara con un veneciano. Sin embargo, ahora duerme aquí este desconocido de piernas largas y flacuchas. Ahora debo dormir yo también. «Duérmete», me digo, pero no me duermo. ¿Cómo voy a hacerlo? Recuerdo la actitud distante que siempre había despertado en mí Venecia. Siempre había encontrado alguna manera de dejarla para más adelante. Una vez llegué hasta el borde de sus alrededores acuáticos; fui de excursión por la autopista de Bergamo a Verona y de allí a Padua y, cuando me encontraba a apenas treinta kilómetros, de pronto desvié mi pequeño Fiat blanco hacia el sur, en dirección a Bolonia. Sin embargo, una vez curada, en las primeras horas que pasé en Venecia, la vieja manía que le había cogido, siempre había hecho todo lo posible por encontrar motivos para regresar, había suplicado que me dieran encargos de escritura que me condujeran cerca y había dado vueltas por la sección de viajes en busca de algún billete barato.

La primavera pasada me trasladé desde California a Saint Louis, Missouri; alquilé una habitación durante dos meses, mientras acababan las obras de renovación de la vivienda y ponía en marcha una cafetería pequeña. En junio, la vida había cobrado forma: la cafetería, una reseña semanal de restaurantes para el
Riverfront Times
, la construcción de una ruta cotidiana por mi nueva ciudad. Sin embargo, me empezaron a dar vueltas las ansias de conocer mundo y a principios de noviembre, impaciente, emprendí con mis amigos Silvia y Harold el viaje de regreso hacia los brazos melifluos de Venecia.

«Jamás se me ocurrió que me dirigía hacia estos brazos melifluos», pienso, mientras me acurruco más contra el veneciano.

Por las mañanas nos sentamos junto al fuego de la cocina, uno frente a otro en los sillones de oreja de terciopelo color ladrillo, cada uno con un diccionario bilingüe en la mano, una cafetera de émbolo llena y humeante, una jarrita de nata líquida y un plato de
scones
untados con mantequilla en la mesa que tenemos delante y, así instalados, hablamos de nuestras vidas.

—Siempre estoy tratando de recordar cosas importantes para contarte, ¿sabes?, sobre mi infancia, de cuando era joven. Creo que soy el prototipo del hombre de la calle. En las películas, me darían el papel del hombre que no se quedó con la chica.

No parece triste ni arrepentido de la imagen que tiene de sí mismo. Una mañana me pregunta:

—¿Recuerdas tus sueños?

—¿Te refieres a lo que sueño por la noche?

—No, a tus fantasías: lo que soñabas que querías, lo que soñabas con llegar a ser.

—Por supuesto que sí y muchos de ellos se han hecho realidad. Quería tener hijos. Este fue mi primer sueño importante. Cuando nacieron, la mayoría de mis sueños tenían que ver con ellos y, cuando crecieron, empecé a soñar cosas algo diferentes, pero realmente muchos de ellos se han concretado y se siguen concretando. También recuerdo los que quedaron en agua de borrajas. Los recuerdo todos y siempre aparecen otros nuevos. ¿Y tú?

—No, no tanto. Y, hasta ahora, cada vez menos. Crecí pensando que soñar se parecía mucho a pecar. Lo que me decían cuando era niño los sacerdotes y los maestros y también mi padre tenía que ver con la lógica, el razonamiento, la moralidad y el honor. Yo quería pilotar aviones y tocar el saxofón. A los doce años me enviaron a estudiar lejos de mi casa y te puedo asegurar que vivir entre jesuitas no favorece la ensoñación y, las pocas veces que regresaba a mi casa, el ambiente allí también era sombrío. La juventud y sobre todo la adolescencia fueron etapas desagradables que casi todos me hicieron pasar a toda prisa.

Habla con mucha rapidez y siempre tengo que pedirle que vaya más despacio, que me explique una palabra u otra. Todavía estoy con los jesuitas y el saxofón, cuando él ya ha llegado a
«la mia adolescenza è stata veramente triste e dura»
.

Cree que el volumen es la solución a mi falta de comprensión, de modo que inhala como un tenor avejentado y su voz llega a ser atronadora.

—El deseo de mi padre era que yo estuviera rápidamente
sistemato
, situado, que encontrara un trabajo y un camino seguro y que continuara por él diligentemente. Aprendí enseguida a querer lo que él quería y, con el tiempo, fui acumulando una capa tras otra de vendaje casi transparente sobre mis ojos, sobre mis sueños.

—Espera —le suplico, mientras paso las hojas, tratando de encontrar la palabra
cerotti
, «vendaje»—. ¿Qué le pasaba a tus ojos? ¿Por qué llevabas un vendaje?


Non letteralmente
. No lo tomes literalmente —brama. Es impaciente. Soy una imbécil que, después de doce horas conviviendo con un italiano, aún no puede seguir la corriente de su imaginería galopante. Añade una tercera dimensión para que yo comprenda su historia. Se pone de pie, se sube los calcetines por encima de las rodillas arrugadas, se arregla la bata y ahora se cubre los ojos con un paño de cocina y mira por encima del borde. El desconocido ha sumado el histrionismo a la velocidad y el volumen, seguro de que así logrará hacerse entender. Continúa—: Y, con el paso del tiempo, el peso del vendaje, su carga, se vuelve casi imperceptible. Algunas veces torcía la vista y miraba por debajo de la venda, para ver si todavía alcanzaba a ver fugazmente los viejos sueños con luz natural y algunas veces lo conseguía, pero en general era más cómodo simplemente volver a estar debajo de los vendajes. Al menos, hasta ahora —dice tranquilamente, porque el espectáculo ha terminado.

«Puede que sea el hombre que no se quedaba con la chica a menos que ella fuera Tess la de los D'Urbervilles o Ana Karenina o, tal vez, Edith Piaf —pienso—. Siente una tristeza tan profunda —sigo pensando— y siempre quiere hablar del tiempo.»

Cuando le pregunto por qué ha venido corriendo y ha cruzado el mar tan rápido, me dice que estaba cansado de esperar.

—¿Cansado de esperar? Pero si has venido dos días después de mi regreso —le recuerdo.

—No, quiero decir que no quiero esperar más. Ahora entiendo lo que significa «aprovechar el tiempo». La vida es este
conto
, una cuenta —dice el banquero que lleva dentro—, con una cantidad desconocida de días preciosos, de los cuales solo podemos retirar uno por vez, y no se aceptan depósitos. —La alegoría brinda al desconocido una oportunidad espléndida para otra representación teatral—. He usado tantos de los míos para dormir. A la mayoría de ellos los he dejado pasar, uno por uno. Es bastante común que uno se limite a encontrar un lugar seguro para esperar a que pasen todos. Cada vez que me ponía a analizar cosas, a pensar en lo que sentía, en lo que quería, no tocaba nada, no había nada que me importara más que todo lo demás. He sido perezoso. La vida iba pasando y yo iba arrastrando los pies,
sempre due passi indietro
, siempre dos pasos por detrás.
Fatalità
, el destino. Fácil. Nada de riesgos. Todo sucede por culpa o por mérito de otra persona; por eso, ahora ya no espero más —dice, como si estuviera hablando con alguien muy lejano que se mantiene al margen.

BOOK: Mil días en Venecia
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