Milagro, se ha muerto Mamá (15 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: Milagro, se ha muerto Mamá
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Mobby pesa unos ciento cuarenta kilos. Y se viste como si pesara sesenta. Es el mejor de mi familia, que no ha dado señales de vida todavía. Y si Mobby me espera en el salón pequeño, hacia el lugar acudo raudo e impetuoso.

Al vernos, un grande y prolongado abrazo.

—Cristian, lo siento mucho.

—Mobby, no seas mentiroso.

—Bueno, la verdad es que no lo siento nada, pero me afecta no sentir que se haya muerto la madre de mi mejor primo.

—Eso me ha gustado más.

—Una lástima que el fallecimiento súbito de la tía Cristina me impida hablar de negocios.

—¿Tienes algo interesante que ofrecer?

—El violín de Mozart.

—¿El auténtico?

—El único que fue suyo. Como sabes, Mozart no dominaba el violín, y le encargó a un
luthier
de Viena que le fabricara un violín facilón. Y no te voy a contar cómo y por qué ha caído en mis manos. Pero te garantizo que es el violín de Mozart. Estuvo a punto de comprarlo el gobierno austríaco.

—¿Y por qué no lo compró?

—Según el gobierno austríaco, porque al estar en plena campaña electoral, no podían realizar tamaña inversión. Y al Hermitage de San Petersburgo no se lo vendí, por mi falta de confianza en los rusos. Acuérdate de lo mal que se portó conmigo Yakova, mi novia cosaca.

—Estaba muy buena.

—No tanto, no tanto. No era nada comparada con Tolola Mafatú, mi actual novia de Samoa. A propósito, Cristian. Mañana me acompañará durante el entierro, y creo que debes darle el pésame. Ha fallecido el rey de Samoa, Malietoa Tanumafili II, y está destrozada.

—¿Así que la definitiva mujer de tu vida es de Samoa?

—Y monárquica. Su Majestad el rey Malietoa Tanumafili II la tenía en gran consideración.

—¿La conoceré mañana?

—En el entierro. Irá de mi brazo.

—¿Y traerás el violín de Mozart?

—Bueno, Cristian. En ese aspecto me he adelantado. Está aquí. Lo malo es que no me atrevo a cogerlo. Lo dejé en el salón, en la capilla ardiente de tía Cristina, y un militar yugoslavo me impide recuperar lo que es mío. Y lo peor es que si alguien me roba ese violín (y ya sabes cómo somos los de la clase alta en los velatorios) me quedo sin fortuna y sin futuro.

—Ya me han pimplado una miniatura. Y Mumú Vozpornoche se metió en el bolso el Ronson plateado de toda la vida, y no sabes lo mal que lo pasé provocando su inmediata devolución.

—Mumú Vozpornoche, Cristian, recuérdalo, el día que murió
Pipón
Torresmedianas, se llevó de su casa el tapiz del comedor.

—«Hiéjele, hiéjele, hiéjele.» Pero a mí, ni el mechero Ronson.

—Una ladrona, Cristian. Y sucia. Su marido,
Teddy
Vozpornoche, nos decía en las buenas tardes del Aero que en Carmona la conocían por la
Cloaca,
por asuntos que me revuelve el estómago pormenorizar.

—¿Era sucia?

—Pedorrea en primavera.

—Algo parecido me ocurría a mí.

—Los noventa días de la primavera.

—Bueno, yo no tanto… «Hiéjele, hiéjele.»

—Parece como si me plantearas un cite de frente.

—Estoy confuso. Mobby. El estornudo, Marsa, Mamá…

—Te dejo el violín, porque eres tú, en cien mil euros.

—Cuenta con doscientos mil, Mobby, no me gusta aprovecharme de tu mala situación.

—Lo que no puedo es ofrecerte un certificado de autenticidad. Mozart era muy especial y desordenado.

—Si tú me aseguras que ese violín es de Mozart, para mí es y será siempre de Mozart. Además, Mobby, he pensado que tú eres ya parte importante, por la ausencia de Mamá, de mi familia más cercana. Trescientos mil, y no hablamos más de negocios.

—De acuerdo Cristian. Y eso que pierdo. En el fondo, te estoy regalando un objeto histórico.

—Gracias, Mobby.

—De nada, Cristian.

* * *

Mamá ha apajarado. En unas horas, su semblante dulce y humano ha vuelto a afilarse. Su nariz, curva, acerada y gavilana, le ha devuelto su perfil cernícalo. Don Crispín ora a su lado. María llora a su lado. Flora hace que llora a su lado. Marsa pretende engañarme meditando a su lado. Sé en lo que piensa y, sobre todo, en quién piensa. Y Miroslav hace guardia a su lado, con su uniforme impoluto y sin mover un músculo. Tomás retira los ceniceros de Marina d'Or abrumados de colillas, y sonríe.

Esta casa, sin Mamá, será más feliz, pero menos casa. No puedo figurarme un futuro sin la presencia atosigante e impertinente de mi madre. Me llueven las nostalgias, como a las encinas los oros sollozantes de la primavera.

Ricardo Escalante me ha traído de sus nortes invencibles una pareja de magnolios.

Coteruco
Escalada me ha asegurado que mis inversiones filatélicas son correctas.

Siempre he confiado en este gran amigo, al que todos los años, cuando el verano llega, ofrezco un almuerzo bogavantiano y marisquero sin hacer ascos a su factura. El invita y yo pago, si bien Alfonso Cuevas cuela invitados con irresponsable continuidad.

Miroslav me advierte de nuevo:

—La hermana mayor de la señora condesa de Labarces ha venido en una furgoneta de mudanzas. La conduce un señor que juega al golf. Lo he deducido por la su color bronceada. Creo, señor marqués, que aprovechando el segundo rosario, han sustraído ambos el reloj de pared del siglo XVIII. ¿Disparo?

—No, Miroslav. Tienen tres hijas maravillosas. Soporte la posición de gatillo.

—El señor Domecq me ha solicitado su inmediata ejecución. Cosas del golf.

—Mientras Mamá duerma su última noche en casa, no admito violencias por causas deportivas, Miroslav.

ONCE

Y Marsa, a mi lado, dormía en otros vientos. Las mujeres, por lo normal, no apagan sus móviles durante la nochernía. Me había agotado velar a Mamá. Sólo Miroslav aguantaba, como un legionario o un regular, las horas del sueño. Y fuime a dormir. Entierro mañana y duros quebrantos. Así que me inclinaba para rendirme, cuando el móvil de Marsa se estremeció en un mensaje. Se levantó, desnuda e imponente, para leerlo en mi lejanía. Pero Marsa es valiente.

—Cristian, un mensaje de Jerónimo. Ya ha cobrado la liquidación. Se marcha pasado mañana. Me pide que vuelva a ser suya.

—Marsa, Mamá está ahí abajo, de cuerpo presente.

—Y yo estoy contigo, mi amor.

—Sí, pero no. Estás conmigo y vuelas por otros nordestes. Piensas en Jerónimo.

—Una última vez, Cristian. No volveré a verlo.

—Con Mamá de cuerpo presente no puedo concentrarme.

—Mi amor, soy muy puta. Quiero estar otra vez con el mayoral que se despide.

—¿Te ha dejado un mensaje?

—Sí, mi amor. Te lo leo: «Ocho mañana lomilla de adelfas. Ultima vez, Tkiero.

Jronim.»

—¿Por qué «Jronim»?

—Para ahorrar sílabas.

—El entierro de Mamá es a las once.

—Me sobra tiempo.

—¿Sabes que Mamá me dijo que eras una puta?

—Se lo conté yo.

No pude seguir. Marsa pensaba en Jerónimo; yo, en Marsa; Jerónimo, en ella; la mujer de Jerónimo, en no sé quién; Miroslav, en María; María, en Miroslav; yo en todos, en ella sobre ella misma, y la tenía a mi mano, esperando mis caricias. Pero no se alargaron mis brazos. Pensaba en ella, hembreada bajo el cuerpo del mayoral mientras yo recibía a los primeros del entierro.

—Marsa, puta.

—Te amo.

—Zorra.

—A partir de mañana, sólo para ti.

—Buenas noches.

—Buenas.

* * *

Todos los guardas con su uniforme de lujo con bandas negras cosidas en el brazo izquierdo. Banderolas rojas y mosquetón a la funerala. El servicio, perfectamente vestido. Tomás, de negro riguroso, con la condecoración en el pecho.

Y don Crispín, de capa y bonete.

Una muchedumbre en la puerta de casa. He pedido que nadie me acompañe al panteón. Aquí será la despedida oficial. Miroslav, que ha pasado toda la noche junto al cuerpo de Mamá, se ha cambiado y viste de chófer. El me llevará en el Bentley, que irá a veinte metros del coche fúnebre. Abrazos, besos, rezos, lágrimas, y ese griterío de saludos y palmetazos en la espalda que sólo se oye en los entierros y funerales de la gente conocida. Pero el barullo me ayuda a no pensar en lo que estará ocurriendo allá, dehesa abajo, en la lomilla de las adelfas.

La ilusión de Mamá era enterrarse en el Valle de los Caídos, entre Franco y José Antonio. No le hice la gestión.

Y le daremos tierra en el panteón de los Hendings en Jerez. Papá está aquí, en Guadalmazán, con los anteriores Sotoancho. Mejor separados. Joaquinita, la hija de Fátima y Manuel, el guarda de la zona de la Albariza, se adelanta y recita unos versos en honor de Mamá.

Que la señora marquesa

vaya muy pronto a los cielos,

y se encuentre con sus padres,

abuelos y bisabuelos.

La he felicitado. Si de Mamá dependiera, se habría levantado para darle un sopapo a la pobre niña. Pero ha tenido que aguantar el breve homenaje poético.

Don Ignacio y Ramona, nuestros viejo capellán y cocinera, respectivamente —no es necesario aclarar que Ramona no podía ser el capellán—, también han acudido.

Despedida y marcha.

La multitud se queda. Tomás, Modesto y Bubú vigilan que no se lleven nada.

Miroslav arranca.

A mi lado, don Crispín.

Marsa no ha llegado a tiempo. «Jronim», tampoco. Me duele el alma. No por Mamá.

—¿Esperamos a la señora marquesa?

—No, Miroslav. Irá por su lado.

* * *

Camino de muerte rumbo a Jerez.

Yo soy el muerto.

En el panteón, solos Miroslav, don Crispín y yo. Con algo de retraso hace su entrada Mobby acompañado de una belleza exótica. Recuerdo que debo apenarme por el fallecimiento de Su Majestad Malietoa Tanumafili II. Doy un paso hacia ellos.

—Cristian. Mi novia, Tolola Mafatú.

—Lamento mucho lo del rey de Samoa.

—Y yo lo de su madre.

—Habla muy bien el español.

—Nací en Logroño. Mi padre era importador de vinos de La Rioja y vivimos unos años en Logroño.

—Mobby no me dijo nada. Si me perdona, tengo que enterrar a mi madre.

Libero a los lectores del proceso de enterramiento. Dentera y estupor, son las palabras. Cumplido el desagradable trámite, rezo con don Crispin y me despido de Mamá. No puedo contener un arroyuelo de lágrimas. Recuerdo el poema de tío Rafael de León. El hombre que todo se lo da a una mujer caprichosa y gastona, y que encima se permite el lujo de insultar a su madre.
Toíto te lo consiento,
creo que se titulaba. Me la recitaba Aurora, un ama que tuve, mientras me bañaba. Algunos versos eran muy divertidos, siempre que el protagonista fuera otro.

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