Misterio del gato comediante (5 page)

BOOK: Misterio del gato comediante
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—¿El gato? ¡Ah, sí! ¿Te refieres al gato de Dick Whittington, verdad? —inquirió Fatty, recordando que la función de aquella semana era una comedia burlesca sobre la pantomima de Dick Whittington—. ¿No es un gato de veras, eh?

—¡Naturalmente que no! —respondió el chico.

Daisy, que había visto ya la comedia, explicó a Fatty:

—Es un hombre con piel de gato, bobo. Sin duda se trata de un individuo muy bajito, o tal vez de un niño. Estaba muy gracioso.

—Mirad —les dijo una niña, señalando una puerta lateral—. Allí están los actores. Aquella linda muchacha es Dick Whittington. ¿Por qué ponen siempre una chica para hacer el papel de chico en las pantomimas? Y aquélla es Margot, que hace de novia de Dick en la comedia. Y aquél, el patrón de Dick. Y aquélla, su madre, que, como veis, es un hombre, en realidad. Y aquél, el capitán del barco de Dick, ¿verdad que es guapo? Y aquél, el jefe de las islas visitadas por Dick, sólo que en la comedia va pintado de negro, como es natural.

Los cinco muchachos contemplaron a los actores mientras éstos salían por la puerta lateral del Pequeño Teatro. Todos tenían un aspecto perfectamente corriente.

—¿Dónde está el gato? —preguntó Bets.

—Me parece que no ha salido con los demás —contestó la pequeña espectadora—. De todos modos, no le reconocería porque siempre llevaba puesta la piel. Es un actor estupendo. Me gustó horrores.

Un maestro llamó a grandes voces:

—¡Irene! ¡Donald! ¡Os estamos esperando! ¡Venid inmediatamente!

El parque de estacionamiento quedóse vacío. Fatty echó una mirada circular y dijo:

—¡Ahora! ¡Vamos! ¡Aprovechemos que ya no hay moros en lo costa! Acerquémonos a mirar esos carteles charlando unos con otros, y cuando nadie nos observe, me deslizaré al pórtico y dispondré las pistas.

No obstante, la cosa resultó muy enojosa, porque invariablemente acudía alguien al parque de estacionamiento y lo atravesaba por alguna razón desconocida. Por último, Fatty descubrió que el lugar era el camino más corto para ir a un estanco situado en la calle inmediata.

—¡Sopla! —gruñó—. Tendremos que aguardar a que cierren esa tienda. Seguramente será pronto.

Era por demás aburrido tener que esperar tanto rato, charlando sin cesar junto a los carteles. Pero, al fin, la tienda cerró sus puertas y nadie más volvió a atravesar el estacionamiento. Estaba anocheciendo. Fatty subió los tres peldaños que conducían al pórtico.

Una vez allí, procedió a esparcir las pistas: colillas y cerillas, un pañuelo raído con la inicial «Z», raspaduras de lápiz, una página arrancada de una guía con un tren del domingo subrayado, y un retacito de tela azul marino, que el muchacho prendió en un clavo.

Luego dio media vuelta para marcharse, pero antes echó una ojeada a la ventana de enfrente y... ¡cielos! ¡Menudo susto se llevó!

CAPÍTULO V
EL AGENTE PIPPIN EN ACCIÓN

Un enorme animal peludo hallábase detrás de la ventana, mirándole lúgubremente, con unos grandes ojos vidriosos, que daban escalofríos. Fatty retrocedió de la ventana y estuvo a punto de caerse por los escalones del pórtico.

—¿Qué ocurre? —preguntó Larry, sorprendido.

—Una cosa muy rara —farfulló Fatty—. He visto un horrible y enorme animal contemplándome desde una ventana. Lo he vislumbrado vagamente a la mortecina luz de aquel farol instalado en el parque de estacionamiento.

—¡No sigas, Fatty! —instó Bets, lanzando un pequeño chillido—. ¡Estoy muerta de miedo!

—Pero, hombre, ¿no comprendes que debía de ser la piel de gato para representar el gato de Dick Whittington? —exclamó Larry, tras unos instantes de reflexión.

Todos experimentaron un gran alivio.

—Tienes razón —balbuceó Fatty, algo avergonzado—. No se me ocurrió tal cosa. ¡Parecía tan real! No creo que fuera meramente una «piel». Estoy seguro de que el actor que hace de gato se ocultaba aún bajo ella.

—¡Válgame Dios! —suspiró Daisy—. Según eso, cabe suponer que «se pasa la vida» con ella puesta. Vamos a ver si sigue allí, mirando por la ventana.

—Yo no quiero ir —apresuróse a replicar Bets.

—Y, en realidad, creo que yo tampoco —convino la pequeña Daisy.

—Iremos nosotros —decidió Larry—. Vamos, Fatty; vamos, Pip.

Los tres chicos subieron quedamente los peldaños del pórtico y, una vez en él, acercáronse a mirar el interior de la ventana. El gato ya no estaba allí, pero mientras los muchachos seguían atisbando a través de los cristales, lo vieron entrar por la puerta de la estancia y correr sobre las cuatro patas en dirección a la chimenea, en cuyo hueco había una estufa eléctrica encendida. Los chicos vieron claramente que el gato fingía lavarse la cara y frotarse las orejas con las patas, exactamente como hacen los gatos.

—¡Ahí está! —exclamó Fatty—. Toda esa comedia significa que nos ha visto. Cree que somos varios de los niños que han asistido a la función de esta tarde y por eso sigue fingiendo ser el gato de Dick Whittington. ¡Cáspita! ¡Qué susto me dio cuando lo vi en la ventana!

—¡Miau! —mayó el gato, volviéndose hacia la ventana al tiempo que agitaba una pata.

—No sé por qué será, pero todo esto no me hace ni pizca de gracia —masculló Pip—. Lo que se dice ni pizca. Sé que hay alguien metido en esa piel, y no obstante se me antojó un bicho real... ¡Vámonos!

Los tres regresaron al lado de las muchachas. Por entonces, había anochecido por completo, y apenas los chicos se decidieron a ir a por sus respectivas bicicletas, dieron las siete en el reloj de la iglesia.

—Bien, ya hemos preparado las pistas —comentó Fatty, algo más animado, mientras desataba a «Buster» del poste donde lo había amarrado—. ¡Qué suerte has tenido, «Buster», de no ver aquel gato! ¡Habrías pensado que veías visiones ante semejante bicharraco!

—¡Guau! —ladró «Buster», resentido.

Al pequeño «scottie» no le gustaba ser excluido de las andanzas de los muchachos y, a juzgar por la actitud de su amo, comprendía que algo había sucedido. Una vez el perro estuvo instalado en el cesto de Fatty, los cinco Pesquisidores emprendieron el regreso a casa en sus respectivas bicicletas.

—Daría algo por saber a qué hora irá Pippin por allí —suspiró Fatty, al parecer ante el portillo de su jardín—. Probablemente lo hará mucho antes de las diez, para poder esconderse antes de celebrarse la reunión. ¡Pensar que ésta no se celebrará! ¡Menos mal que nuestro hombre encontrará una porción de pistas!

—¡Hasta mañana, Fatty! —le gritaron Pip y Bets—. ¡Adiós, Larry y Daisy! ¡Debemos regresar a casa cuanto antes! De lo contrario, nos regañarán.

Todos se alejaron. Fatty entró en su casa, recordando la forma en que le había mirado el gato a través de la ventana. ¡Qué sobresalto más grande!

«¡En mi lugar, Bets estaría soñando con él toda la noche! —se dijo el muchacho—. ¿Irá Pippin a esconderse en algún rincón del pórtico? Si por casualidad ve a aquel gato, se llevará un susto de muerte.»

Pippin no fue al pórtico hasta las ocho y media. Deseaba estar allí a buena hora, antes de la proyectada reunión. Imposible describir la emoción experimentada por el policía al unir los pedacitos de papel y leer el mensaje anunciando una entrevista el viernes a las diez de la noche, detrás del Pequeño Teatro.

El joven Pippin estaba convencido de que Goon sentiríase muy satisfecho de él si lograba desentrañar algún misterio o maquinación. Por eso habíase propuesto hacer cuanto estuviera de su parte y así el día anterior habíase dado ya una vuelta por detrás del Pequeño Teatro, en busca de un escondrijo para la noche siguiente. Durante su inspección descubrió un agujero en el tejado del pórtico y se propuso trepar por él para sentarse en el antepecho de la ventana de la habitación de arriba y escucharlo todo desde allí.

Pippin llegó al pórtico en el momento que daban las ocho y media en el reloj de la iglesia, esto es, exactamente una hora y media después de la marcha de los Pesquisidores. El agente llevaba su linterna, pero se abstuvo de encenderla hasta cerciorarse de que no merodeaba nadie por el lugar. De la habitación situada detrás del pórtico emergía un débil resplandor. Pippin echó una ojeada al interior. El resplandor procedía de una estufa eléctrica. Ante ella, como si durmiera, yacía una especie de gato de descomunal tamaño. Pippin dio un fuerte respingo al verlo.

¿«Era» realmente un gato? No cabía duda. Bastaba ver sus orejas y su cola, recogida junto al cuerpo, sobre la alfombrilla del hogar.

A través de los cristales, Pippin clavó la vista en la peluda y enorme criatura, cuya silueta recortábase en el resplandor del fuego. ¿No sería un gorila? No, las autoridades no habrían permitido a nadie tener en casa un animal como aquél. Además, tenía todo el aspecto de un gato.

Pippin logró reprimir a tiempo una sonora exclamación. ¡Claro! Sin duda se trataba del gato de Dick Whittington, el que actuaba en la pantomima. El agente no había visto la función, pero estaba enterado del argumento. ¡Qué raro que el actor conservase puesta aquella piel tanto tiempo! ¡Lo más natural es que se la hubiese quitado en seguida, siquiera para no pasar calor!

Pippin preguntóse si se celebraría la entrevista estando aquel gato en la habitación inmediata. A lo mejor, la reunión tendría efecto en el parque de estacionamiento. En tal caso, ¿de qué le serviría encaramarse al tejado del pórtico? Desde allí, no oiría una palabra.

Pippin recapacitó. Luego, encendiendo cautamente su linterna, paseóla por el suelo del pórtico. ¡Y, ante su vista, aparecieron una serie de indicios!

Sus ojos relucieron al ver las colillas, los fósforos y las raspaduras de lápiz. Alguien había estado allí antes, ¡y muy a menudo a juzgar por el número de colillas! Sin duda, el pórtico era el punto de reunión. ¡Tal vez el gato estaba también en el ajo! ¡Era perfectamente posible que así fuera!

Cuidadosamente, Pippin recogió las colillas, los fósforos e incluso las raspaduras de lápiz, y lo metió todo en diferentes sobres. Después, encontró la hoja arrancada de una guía de ferrocarril, llevada por el viento a un rincón del pórtico, y, como es de suponer, interesóse extraordinariamente en el subrayado tren del domingo.

Prosiguiendo su inspección, halló el pañuelo con la inicial «Z». ¿No sería la letra «N» de través? Pippin no acertaba a recordar ningún nombre que empezase por «Z», ni siquiera lo que se les había ocurrido a los chicos.

Por último, descubrió el pedacito de tela azul marino prendido en un clavo. ¡Caramba! ¡Qué suerte! «Aquélla» era la pista más valiosa de todas. ¡Bastaba encontrar una persona con un agujero en una chaqueta azul marino para ponerlo todo en claro!

Pippin echó otra cautelosa ojeada al interior de la habitación situada al fondo del pórtico. El enorme gato seguía acostado ante la estufa eléctrica, cosa por demás sospechosa teniendo en cuenta que el gato en cuestión no era realmente un gato, sino un ser humano revestido de una piel de gato o de cualquier otro animal. Mientras atisbaba por los cristales, Pippin observó que el gato se meneaba un poco para ponerse más cómodo, dispuesto, al parecer, a seguir durmiendo.

«¡Qué bicho tan raro! —pensó Pippin, aún desconcertado, si bien mucho más tranquilo al ver que el gato se movía—. Presiento que si un ratón atravesara la habitación, ese gato echaría a correr tras él... ¡aun cuando me consta que no es un gato de verdad!»

A poco, decidió que ya era hora de trepar al tejado del pórtico, a través del hueco, para sentarse en el antepecho de la ventana de la habitación de arriba. Los hombres estaban al llegar y a lo mejor a alguno de ellos se le ocurría presentarse antes de la hora convenida. Era preferible no exponerse a que le vieran.

Con todas las pistas debidamente guardadas en su bolsillo, Pippin encaramóse al tejado a través del agujero y, buscando a tientas el antepecho de la ventana, instalóse en él. Estaba duro y frío, y para colmo era tan estrecho que resultaba extremadamente incómodo. Pippin resignóse a soportar una larga e intranquila espera.

Apenas llevaba allí unos segundos, percibió un ruido muy raro. Pippin se enderezó, aguzando los oídos. Parecía un débil gemido. ¿Pero de donde procedía? La habitación a sus espaldas estaba completamente a oscuras y, que él supiera, no había nadie fuera, por allí cerca. Por otra parte, era imposible que fuese el gato instalado ante la chimenea el autor del ruido, porque, desde allí arriba, «no» se habría oído.

El gemido llegó de nuevo a oídos del joven policía, con gran desconcierto por parte de éste. ¡Qué situación la suya! ¡Sentado en aquel estrecho antepecho, entre las sombras de la noche, en espera de que se reuniesen unos picaros allí abajo, y rodeado de gemidos por todas partes! Todo aquello no le gustaba ni pizca.

Pippin escuchó, conteniendo lo respiración. Él gemido sonó por tercera vez. ¡Procedía de «detrás de él»! ¡No cabía duda! ¡Era en la «habitación» de sus espaldas! Pippin palpó la ventana, con el propósito de abrirla. Pero estaba cerrada por dentro.

El policía recordó su linterna, y, sacándosela del cinto, la encendió y enfocó al interior de la estancia a sus espaldas. El haz de luz recorrió todos los rincones de la habitación y, por último, se posó en algo muy singular.

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