Misterio del gato comediante (7 page)

BOOK: Misterio del gato comediante
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—¿Lo ve usted? —rugió Goon, volviéndose a Pippin, que también habíase quedado blanco como el papel—. ¿Se da cuenta? Conste que ha sido usted testigo de este atropello. Ese chico ha instigado a su perro contra mí y, cuando me defiendo, con todo el derecho a hacerlo, viene el chaval y me acomete. Puesto que ha sido usted testigo, Pippin, tome nota de los hechos. Vamos, de prisa. Hace tiempo que ando detrás de este barrabás y su perro y por fin lo he pescado. Usted lo ha visto todo, ¿no es eso, Pippin?

Fatty había tomado a «Buster» en sus brazos, y guardaba silencio, convencido de que era preferible no hablar. Sabía que Goon era un hombre estúpido e ignorante, con propensión a la crueldad, pero nunca había captado su verdadero carácter tan claramente como en la presente ocasión.

Pippin tampoco pronunció una palabra. El joven seguía apostado junto a la ventana, con expresión asustada y cohibida. Después de aguantar durante más de media hora los gritos, las reconvenciones y los insultos de Goon, ahora veíase obligado a tomar su libreta de notas para escribir en ella una serie de mentiras sobre aquel simpático perro y su amo.

—¿Ha oído usted, Pippin? —bramó Goon—. ¡Haga el favor de anotar lo que le he dicho! ¡Liquidaré a este perro! ¡Obligaré a este chico a comparecer ante el juez! ¡Me quejaré a...!

«Buster» lanzó un gruñido tan fiero, que Goon se interrumpió.

—Oiga usted, Goon —profirió, al fin, Fatty—. Si de veras va usted a hacer todo esto, estoy decidido a soltar a «Buster» para que se despache a su gusto con usted. Puesto que ha de ser castigado, lo mismo da que lo sea por fas o por nefás. Usted sabe de sobras que mi perro no le ha mordido, pero si piensa usted decir que lo ha hecho, más vale que le muerda «de verdad».

Y al tiempo que hablaba, Fatty hizo ademán de dejar al bullicioso y enfurecido «Buster» en el suelo.

Goon se calmó inmediatamente, haciendo un esfuerzo por dominarse. Luego, volviéndose a Pippin con expresión grave, repitió:

—Ya le he dicho lo que tiene que hacer. ¡Vamos! ¡Muévase! ¡No se quede ahí quieto como un pasmarote!

—No pienso escribir nada salvo la verdad —fue la sorprendente contestación de Pippin—. Dio usted un mal golpe a ese perro con el atizador y por milagro no lo ha dejado usted tullido para toda la vida. No soporto este comportamiento de nadie, ni siquiera de un oficial de policía. Me gustan los perros. Jamás «me» ha atacado ninguno. Por nada del mundo quisiera perjudicar a ese animal. Y todo cuanto hizo el muchacho fue arrebatarle a usted el atizador para evitar que volviera usted a descargarlo sobre su perro. ¡Conste que el chaval hizo muy bien! Podría usted haber matado al perro con el segundo golpe y entonces, ¿cómo hubiera quedado usted? ¡Pues en una situación muy embarazosa, señor Goon! ¿Lo ha pensado usted?

Tras este inesperado y excelente discurso, sobrevino un silencio sepulcral. Hasta «Buster» cesó de gruñir. Todos los presentes estaban sorprendidos de aquella salida del pacífico Pippin, y probablemente el propio Pippin era el más sorprendido de todos. Goon no daba crédito a sus oídos. El policía quedóse mirando a Pippin con la boca abierta y los ojos más saltones que nunca. Fatty estaba emocionado. ¡El bueno de Pippin!

Por fin, Goon recobró el habla. Con la cara colorada como un tomate, acercóse a Pippin y, agitando un grueso y sucio dedo índice bajo las narices del joven, vociferó:

—Aún no he terminado, ¿me oye? Ya he regresado y estoy al frente de Peterswood—. «Yo» me encargaré de este nuevo caso y usted estará al margen de él, absolutamente al margen. Si pensaba usted distinguirse en su resolución ante el inspector, le ha salido mal la combinación, porque voy a enviar un mal informe de usted y de su comportamiento. ¡Lo que usted quería era componérselas solo, a espaldas mías, para atraerse todo el incienso!

Pippin guardó silencio, con expresión abatida. Fatty sintió profunda compasión por él. Goon disfrutaba reprendiendo a Pippin delante de Fatty. Esto dábale una sensación de poder extremadamente agradable.

—Entrégueme usted todas las pistas —ordenó Goon—. Todas sin faltar una. ¡Ah! Me figuro que al señorito Federico Trotteville le encantaría verlas, ¿verdad? ¡Pero no las verá! ¡Nunca, jamás !

¡Pippin entregó al señor Goon todas las falsas pistas esparcidas por Fatty en el pórtico del teatro! Estaban metidas en sobres o en papel y, naturalmente, Fatty no pudo verlas, pero se las sabía de memoria. De hecho, podría haber dado a Goon toda clase de informaciones acerca de ellas. El muchacho sonrió para sus adentros. Sí. Permitiría que Goon trabajase en ellas. ¡Qué chasco se llevaría! Lo tendría bien merecido por ser tan bruto con Pippin.

—¿Ves lo que le sucede a la gente que no colabora conmigo? —dijo Goon a Fatty, con rencor—. Ahora no le permitiré intervenir en el caso, ¡ni a vosotros tampoco! Lo resolveré yo solo. Usted, Pippin, se encargará de mi trabajo de rutina durante las dos próximas semanas. Procure mantenerse al margen de todo lo demás. No necesito su ayuda. Por otra parte un mastuerzo como usted es incapaz de ayudar a un individuo como yo. No me venga a importunar con la excusa de exponerme sus estúpidas ideas. No estoy para tonterías.

Luego, tras encerrar todas las pistas en una caja, declaró:

—Ahora voy a interpelar al empresario del Pequeño Teatro. Sí, ya sé que le ha interpelado «usted» ya por su cuenta, señor sabihondo, pero no doy ni un tanto así por todo cuanto haya podido sacarle. Viniendo de usted, no puede ser nada bueno. Entretanto, haga lo que le he dicho y recuerde esto: no olvidaré su insubordinación de esta mañana a propósito de ese apestoso perro. Conste que ha sido una insubordinación por todo lo alto, como la que supone negarse a cumplir con su deber pese a la orden de un superior. ¿Entendido?

El señor Goon alejóse muy digno, dirigiéndose arrogantemente al portillo anterior de su jardín y cerrándolo tras sí con un portazo. Fatty, «Buster» y Pippin quedáronse solos en la salita. Fatty dejó a «Buster» en el suelo e, inmediatamente, el perrito corrió hacia Pippin y se puso a patearle las piernas con un impaciente gañido:

Pippin inclinóse a acariciarlo. El joven parecía tan abatido que Fatty optó por consolarle.

—«Buster» le está dando las gracias por salir en su defensa —dijo el muchacho—. Yo también se lo agradezco, señor Pippin. Ha sido usted muy bueno.

—Es un perro muy simpático —comentó Pippin—. Me gustan los perros. En mi casa tengo uno. Pero no me lo traje porque supuse que Goon no me lo habría permitido.

—Apuesto a que tiene usted de Goon el mismo concepto que yo, es decir, que todos nosotros —espetó Fatty—. Es un pedazo de bruto. Siempre ha sido igual. No tenía derecho a hablarle a usted de ese modo.

—¡Estaba tan satisfecho con mi caso! —exclamó Pippin, sentándose al tiempo que sacaba su estilográfica para escribir—. Pensaba mandar a por Goon esta mañana, pero el hombre vio la noticia en el periódico y le faltó tiempo para volver, acusándome de no haberle dicho nada. Ahora he tenido que entregarle todas mis pistas... y él se aprovechará de ellas.

Fatty consideró la situación detenidamente. ¿Y si confesara a Pippin que aquellas pistas no eran verdaderas? No. Puesto que ahora las tenía Goon, lo mejor era dejar que éste se armara un lío con ellas. Además, Fatty se dijo que a lo mejor Pippin consideraba un deber decir a Goon que eran pistas falsas caso que descubriera que lo eran, lo cual lo echaría todo a perder. Goon iría a quejarse a los padres de los chicos; entonces, muy justamente, sus padres les prohibirían intervenir en la resolución de aquel misterio; y Pippin recibiría una severa reprimenda de Goon por haber sido tan estúpido como para dejarse engañar por unas pistas de pega.

Por el contrario, sería una gran cosa que Goon se afanara tras ellas y dejase el campo libre a Fatty y los demás Pesquisidores. Pippin podría ayudarles. Sí, esta vez era la mejor solución.

—No haga el menor caso de lo que le digo el señor Goon, agente Pippin —suplicó Fatty, con gravedad—. Estoy seguro que el inspector Jenks, que es un gran amigo nuestro, no le permitiría hablarle a usted de ese modo.

—El inspector me habló de ti y tus amigos —murmuró Pippin—. Por cierto que os tiene en muy buen concepto. Me aseguró que habéis prestado una valiosa ayuda en la aclaración de toda clase de casos misteriosos.

Fatty aprovechó la ocasión para sus fines.

—Sí, es verdad. Oiga usted, Pippin... Quiero ocuparme también de este caso y probablemente lo resolveré. Me sentiría muy orgulloso si usted se prestara a ayudarnos. Sería estupendo ofrecer al inspector otro misterio correctamente resuelto. Apuesto a que estaría encantado.

Pippin miró atentamente al formalísimo Fatty. Éste era sólo un muchacho en plena adolescencia, pero tenía algo que inducía a la gente a respetarle y a confiar en sus palabras. ¿Inteligencia? Sí. ¿Carácter? Mucho. ¿Tupé? Demasiado. ¿Valor? A carretadas. Pippin lo vio claramente mientras miraba a Fatty para clasificarle. Bien, si el inspector Jenks simpatizaba con aquel muchacho y, además, le profesaba gran admiración, ¿qué le impedía a él hacer lo propio? Tanto más cuanto Fatty no parecía dispuesto a colaborar con el señor Goon. Pippin no podía menos de pensar lo estupendo que sería ayudar a aquel muchacho a descubrir el misterio. ¡Qué desilusión para el señor Goon!

—Bien... —murmuró, indeciso—. Me gustaría ayudarte, ¿pero no crees que debería informar al señor Goon de todos nuestros posibles descubrimientos?

—¡Pero, señor Pippin! —repuso Fatty—. ¿No recuerda que acaba de decirle que no quiere su ayuda y que, por tanto, debe usted abstenerse de exponerle sus estúpidas ideas, cualesquiera que «éstas» sean? ¡Si le dijera usted algo, desobedecería sus órdenes!

Pippin se dijo que el muchacho tenía razón. Sus palabras eran muy razonables. Sí, lo cierto era que, si al presente iba a contar algo al señor Goon, éste le acusaría de desobedecer órdenes. Por otra parte, probablemente tenía el deber de trabajar en el caso si podía. ¿Por ventura no había sido él el descubridor del robo?

—Os ayudaré —dijo a Fatty, con gran satisfacción por parte del muchacho—. Supongo que si el inspector os ha permitido intervenir en otros casos, no tendría inconveniente en hacer lo propio en el de ahora. Sea como fuere, me gustaría dar a Goon su merecido por varias de las barbaridades que me ha dicho hace un momento.

—Es natural —convino Fatty, sinceramente—. Y muy humano... Bien, Pippin: creo que ha llegado la hora de que ambos pongamos las cartas boca arriba. Yo le diré todo lo que sé, y usted me dirá todo lo que «sabe».

—¿Qué es lo que tú sabes? —inquirió Pippin, curiosamente.

—Pues verá usted. Yo y mis cuatro amigos estuvimos merodeando detrás del Pequeño Teatro ayer tarde, de cinco y media a siete —confesó Fatty—. Nos limitamos a curiosear, mirando los carteles, etc.

—¿De veras? —exclamó Pippin, incorporándose, interesado—. ¿Visteis algo interesante?

—Miré la ventana que da al pórtico —declaró Fatty—, y vi al gato pantomímico allí dentro, con aspecto de un enorme gato peludo. Se acercó a la ventana y se me quedó mirando, dándome el gran susto. Lo vi a la luz del farol. Más tarde, cuando volví a mirar con Larry y Pip, estaba sentado junto al fuego, fingiendo lavarse como hacen los gatos. Incluso nos agitó una pata.

Pippin le escuchaba con mucha seriedad.

—Esto es muy interesante —contestó el joven policía—. ¿Sabes una cosa? Al parecer, cuando se perpetró el robo, no había nadie en el Pequeño Teatro, ¡excepto el gato pantomímico! Goon quiere arrestarlo. Está convencido de que narcotizó al empresario y desvalijó la caja fuerte. ¿Es posible que fuera el gato?

CAPÍTULO VIII
LA VERSIÓN DE PIPPIN... Y UNA ENTREVISTA

El magín de Fatty comenzó a funcionar a una velocidad vertiginosa.

—Vamos —instó—. Ahora cuénteme usted todo lo que sepa. ¿A qué hora fue por allí, señor Pippin, y qué es lo que vio? ¿Cómo descubrió el robo? ¡Cáscaras! ¡Qué suerte tuvo de estar allí entonces!

—Pues verás —empezó Pippin—. En realidad, iba tras un par de bergantes que sorprendí la otra noche, ocultos en un arbusto.

—Pensé que a lo mejor se reunían detrás del Pequeño Teatro —prosiguió el policía—, y, por si acaso, me escondí allí. Llegué a las ocho y media, y, al echar un vistazo al interior de la habitación situada al fondo del pórtico, donde viste al gato, lo vi yo también, profundamente dormido junto al fuego. Parece raro que tuviese puesta tanto rato una piel de gato, ¿verdad?

—Sí —asintió Fatty—. Debe de ser un tipo muy raro.

—Lo «es», en efecto —declaró Pippin—. Sobre todo, mentalmente. Lo he visto esta mañana, sin su piel de gato. Es un individuo más bien bajo y delgado con una enorme cabezota. Dicen que tiene unos veinticuatro años, pero, en realidad, no se ha desarrollado como una persona mayor. Anda y se comporta como un niño. Le llaman Boysie.

—Probablemente le dejaron caer cuando era niño —comentó Fatty, recordando ciertas historias que había oído sobre el particular—. Los niños así no se desarrollan normalmente, ¿verdad? Continúe, señor Pippin. Todo esto resulta muy emocionante.

—Bien —prosiguió Pippin—. Como iba diciendo, vi al gato dormido junto al fuego, pero, cuando dieron las nueve en el reloj de la iglesia, me dije que lo mejor era esconderme ya. Para ello trepé por un agujero abierto en el tejado del pórtico y me senté en el antepecho de la ventana de la habitación de arriba, en espera de ver aparecer a los facinerosos. Entonces, oí unos gemidos.

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