Read Misterio en la villa incendiada Online
Authors: Enid Blyton
—¿Eh? —rugió el señor Goon, hinchándose como una rana enfurecida, en tanto sus saltones ojos azules salíansele materialmente de las órbitas—. ¿Qué queréis que os diga si constantemente os encuentro en mi camino? Sois una verdadera plaga. Ahora escuchadme unos instantes.
No hubo más remedio que escuchar al señor Goon. Los cinco niños soportaron la reprimenda, sofocados y encolerizados, en tanto Bets no cesaba de sollozar. El único que no parecía preocuparse era «Buster», ocupado en husmear alegremente al Ahuyentador, pese a que éste trataba de alejarle de cuando en cuando.
El Ahuyentador les soltó un discurso salpicado de reconvenciones, acusándoles de «entrometidos» de «inoportunos» y de «entorpecedores de la Ley». El policía puso fin al sermón con una amenaza.
—Como vuelva a interponerse en mi camino alguno de vosotros, o el señor Hick formule una nueva queja, os advierto que Lo Pasaréis Muy Mal. Sí, señores, pero que «muy mal». De modo que procurad no meteros en lo que no os importa. En cuanto a vosotros, señorito Laurence y señorita Daisy, y tú, señorito Frederick, sabed que vuestros «padres» lo sabrán también. Recordad lo que voy a deciros: Os arrepentiréis de haber entorpecido la labor de la Ley.
—No hemos hecho tal cosa —protestó Pip desesperadamente—. Nos hemos limitado a colaborar.
—¡Basta! —ordenó el señor Goon, majestuosamente—. No quiero oír ni una palabra más. Los niños no pueden colaborar en estas cosas. Lo único que consiguen es acarrearse disgustos, Disgustos Muy Serios.
Y, tras pronunciar estas palabras, el señor Goon alejóse con la madre de Pip, haciendo gala de su corpulenta figura realzada por un impermeable uniforme azul marino.
En cuanto desapareció el policía, se echaron todos como fieras sobre la pobre Bets.
—¡Estúpida! —rugió Pip—. ¿A quién se le ocurre ir a charlarlo todo al viejo Hiccup?
—La verdad es que lo has echado todo a perder, Bets —reconvino Daisy.
—Esto es el fin de los Pesquisidores —se lamentó Larry tristemente—. Esas son las consecuencias de tener una chiquilla entre nosotros. Ahora ya no hay nada que hacer.
Bets sollozaba con tanto sentimiento, que Fatty se compadeció de ella, y, aunque sentía tanta contrariedad como los demás por el derrumbamiento de todos sus planes y esperanzas, la rodeó con un brazo y le dijo cariñosamente.
—No llores, Bets. Todos nos equivocamos alguna vez. Hay que reconocer que tú y «Buster» demostrasteis mucho talento rastreando aquellas huellas. ¡Daría cualquier cosa por saber cuál de los dos llevaba esos zapatos, si Peeks o Smellie!
La madre de Pip reapareció con expresión severa.
—Supongo que estáis avergonzados de vosotros mismos —declaró—. Ahora quiero que vayáis todos a ver al señor Hick a pedirle disculpas por entrometeros en sus asuntos. Como es natural, está muy enfadado al saber que habéis andado merodeando día tras día por su jardín.
—No hace ningún daño —repuso Pip.
—Eso no tiene nada que ver —objetó su madre—. Los niños «no podéis» entrar en casas o fincas particulares sin permiso de sus dueños. De modo que haced lo que os mando inmediatamente: id todos a pedir perdón al señor Hick.
Los chicos echaron a andar por la calzada, seguidos de «Buster». Todos ellos ostentaban una expresión huraña y contrariada, ante la perspectiva de tener que pedir disculpas a una persona a quien detestaban. Además, todos consideraban imperdonable por parte del señor Hick haber traicionado a Bets de aquel modo, siendo así que había prometido solemnemente no hacerlo.
—Es un mal sujeto —gruñó Larry ante la general aprobación.
—Me tiene sin cuidado «quién» incendió su estudio —declaró Fatty—. Al contrario: me alegro de que se lo quemaran con sus preciosos papeles dentro.
—No deberías decir esas cosas —reconvino Daisy, aun cuando en aquellos momentos, participaba de aquella opinión unánime.
Al llegar a la casa, llamaron al timbre. Bets les mostró las huellas y todos las contemplaron con interés. Bets tenía razón. Las pisadas eran exactamente iguales a las reproducidas en el dibujo de Fatty. ¡Lástima haber renunciado a la búsqueda de un malhechor en el momento en que estaban a punto de encontrarle!
La señora Minns abrió la puerta, sorprendida al ver al pequeño grupo de visitantes. «Dulcinea», que iba en pos de su dueña, huyó con el rabo enarbolado apenas vio a «Buster».
—¿Hace usted el favor de decir al señor Hiccup... quiero decir al señor Hick... que deseamos verle? —rogó Larry.
La sorpresa de la señora Minns fue en aumento, pero antes de que la mujer pudiera responder, una voz procedente del despacho preguntó:
—¿Quién es, señora Minns?
—Cinco niños y un perro, señor —respondió la señora Minns—. Dicen que desean verle a usted.
Sobrevino un silencio. Por fin la voz del señor Hick ordenó:
—Hágales pasar.
Muy solemnemente, los chicos y «Buster» entraron en el despacho. El señor Hick se hallaba sentado en un gran sillón, con las piernas cruzadas y su copete de cabello erizado.
—¿A qué habéis venido? —inquirió.
—Mi madre nos ha ordenado que le presentásemos nuestras excusas, señor Hick —explicó Pip.
Y todos a una, corearon en tono lastimero:
—¡Discúlpenos usted, señor Hick!
—¡Hum! —masculló el señor Hick suavizando la expresión—. ¡Ya estáis disculpados!
—Dijo usted que no se lo contaría a nadie —espetó Bets—. Ha faltado usted a su promesa.
Pero como el señor Hick no consideraba un deber cumplir las promesas hechas a los niños, no se sintió culpable ni pidió ninguna excusa. En el momento en que se disponía a decir algo pasaron varios aeroplanos por encima del jardín, volando a poca altura. El ruido le sobresaltó. «Buster» gruñó y Larry se precipitó a la ventana. El muchacho tenía mucha habilidad en reconocer cualquier modelo de avión.
—¡Son los «Tempests» otra vez! —exclamó—. Sólo los he visto dos veces por aquí. ¡Fijaos en sus curiosas aletas posteriores!
—Hace dos o tres días pasaron por aquí —dijo el señor Hick con interés—. Les vi perfectamente. Iban siete. ¿Son siete hoy también?
Larry los contó. Todos los chicos acudieron a mirar por la ventana... todos... excepto Fatty. El gordito no miraba por la ventana. Miraba al señor Hick con expresión de completo aturdimiento. Tras abrir la boca para hablar, volvió a cerrarla firmemente, sin cesar de contemplar fijamente al señor Hick, pensativo.
Los «Tempests» pasaron de nuevo a bastante altura, con un sordo murmullo.
—Salgamos a verlos —propuso Larry—. Los veremos mejor desde fuera. Adiós, señor Hick.
—Adiós —murmuró el señor Hick muy serio y digno—. Y no volváis a meteros en cosas que no os importan. Probablemente fue Horacio Peeks el que incendió mi estudio. La policía no tardará en demostrarlo. Esta mañana, cuando vino a verme, llevaba zapatos con suela de goma, cuyas huellas son, a buen seguro, las que se aprecian en ambas direcciones de la calzada.
—¡Oh! —exclamaron los niños, pensando, compadecidos, en la pobre Lily y en el disgusto que por dicha causa se llevaría.
Fatty seguía silencioso, mirando de nuevo al señor Hick con expresión curiosa.
Todos salieron al jardín. Pero los «Tempests» habían desaparecido ya, dejando tras sí una imperceptible vibración.
—Bien, ya está —suspiró Larry con alivio—. ¡Qué mal rato he pasado teniendo que pedir disculpas a ese despreciable individuo! Supongo que, en fin de cuentas, el que incendió la villa fue realmente Peeks.
Fatty permaneció muy silencioso mientras caminaban todos calle abajo en dirección al río, con intención de dar un corto paseo antes de cenar. Por último, Bets, observando la expresión de Fatty, le preguntó:
—¿Qué ocurre? ¿Te duelen los golpes?
—No —repuso Fatty—. Ni siquiera me acordaba de ellos. Estaba pensando en algo extraordinariamente raro.
—¿En qué? —preguntaron los otros, interesados.
Fatty se detuvo y, señalando al cielo, murmuró:
—¿Recordáis esos aeroplanos que hemos visto?
Sus compañeros asintieron.
—Pues bien —prosiguió Fatty—. Eran «Tempests», y sólo han volado por aquí en dos ocasiones: una vez, hoy, y otra la tarde del día en que fue incendiada la villa.
—¿Y qué? —interrogó Larry impacientándose—. ¿Qué tiene eso de particular?
—Atended —insistió Fatty—, cuando hablamos de esos «Tempests», ¿qué dijo el señor Hick? Dijo que los había visto cuando pasaron por aquí dos o tres días atrás... y que los había contado en número de siete. Lo cual es enteramente exacto.
—¿Adonde quieres ir a parar? —inquirió Pip frunciendo el ceño.
—A algo muy curioso —respondió Fatty misteriosamente—. ¿Dónde estaba el señor Hick la tarde del incendio?
—¡En el tren de Londres! —profirió Larry.
—En ese caso, ¿cómo es posible que viese y contase los «Tempests» que volaron por aquí? —masculló Fatty.
Sobrevino un profundo silencio, en cuyo curso todos reflexionaron algo desconcertados.
—Tienes razón —exclamó Larry al fin—. ¡«Es» muy raro! Esos aviones sólo han pasado dos veces por aquí. Todo el mundo ha hablado de ellos. Y si Hiccup los vio aquella tarde... ¡eso significa que andaba «por aquí»!
—No obstante, su chófer fue a buscarle a la estación y le vio bajar del tren de Londres —replicó Daisy—. Lo que no me explico es que viese los aviones si de veras estaba en el tren, porque a aquella hora éste apenas acababa de salir de Londres.
—De todo lo cual se deduce —intervino Fatty con voz triunfante—, amigos Pesquisidores, que nos las habemos con un nuevo sospechoso. ¡El propio el señor Hick!
—¡Oooh! —exclamó Bets, sorprendida—. Pero ¿cómo es posible que incendiase su propia villa?
—Tiene una explicación —respondió Fatty—: lo hizo para cobrar el seguro de sus valiosos documentos. Me figuro que vendió los papeles y luego pegó fuego al estudio para fingir que se habían quemado y cobrar más dinero. ¡Caracoles! ¿Cabría esa posibilidad?
—No se lo digamos a nadie —propuso Daisy.
—¡A nadie en absoluto! —convino Larry—. ¿Qué os parece que hagamos?
—Debemos averiguar cómo subió el señor Hick al tren de Londres aquella noche —decidió Fatty—. Mirad ahí: cerca está la vía. El tren de Londres pasa siempre por aquí, y ahora está uno al llegar. Veamos lo que sucede.
Los chicos se encaramaron a la valla junto a la vía, y permanecieron allí, aguardando. A poco, columbraron una nube de humo en lontananza. El tren se acercaba. Venía roncando, pero al llegar a determinado punto de la vía aminoró la marcha hasta que finalmente se detuvo.
—Siempre se para ahí —comentó Bets—. Me he fijado en ese detalle. Quizá toma agua o algo por el estilo.
La distancia no permitía dilucidarlo. A poco, el tren volvió a arrancar y pasó, resoplando, junto a los cinco niños. Al verlo llegar, «Buster» corrió a esconderse detrás de un arbusto, atemorizado por el ruido.
Tanto Fatty como Larry se aplicaron de nuevo a cavilar. Por último, Fatty aventuró:
—Escuchad. ¿Creéis que es posible que por la noche alguien espere al tren aquí y se meta en un vagón vacío? Después en la estación de Peterswood, si tiene un billete kilométrico, nadie se entera de que no ha hecho todo el trayecto desde Londres.
—¡Creo que estás en lo cierto, Fatty! —exclamó Larry—. Me lo has quitado de la boca. Es muy posible que Hiccup hiciera lo mismo, esto es, simular la ida a Londres, volver a ocultarse en la zanja, dejando huellas tras sí: incendiar la villa, dirigirse a la vía del tren, aguardar allí hasta que el tren se detuviese, como acostumbra; subir a un vagón vacío, amparado en la oscuridad, y luego apearse en la estación más fresco que una lechuga, sabedor de que allí le aguardaba el chófer con el coche.
Cuanto más lo pensaban, más convencidos estaban los niños de la posible artimaña del señor Hick, al que consideraban capaz de todo.
—Al fin y al cabo —comentó Bets—, a un hombre que falta a sus promesas le creo capaz de «cualquier» cosa, lo que se dice de «cualquier» cosa.
—¿Qué hace «Buster»? —exclamó Fatty al oír unos excitados gruñidos del perrito, procedentes del grupo de árboles que tenían a sus espaldas—. ¡«Buster»! ¡«Buster»! ¿Qué sucede? ¿Has encontrado un conejo?
«Buster» reapareció arrastrando algo negro y lodoso.
—¿Qué «lleva»? —murmuró Bets.
Todos posaron la vista en el extraño objeto.
—¡Es un zapato viejo! —profirió Daisy riendo—. ¿Qué haces con ese zapato, «Buster»?
El perrito se acercó a Bets, y depositando el zapato a sus pies, levantó los ojos a ella sin cesar de menear el rabo, como si quisiera decirle algo. Entonces Bets, tomando el zapato, le dio media vuelta y exclamó:
—¡«Mirad»! ¡Por fin tenemos el verdadero zapato! ¡El que marcó las huellas!
Poco faltó para que los demás se cayeran de la valla con la excitación. Bets tenía toda la razón. ¡Era el «zapato!»
—«Buster» siguió las pisadas y recordaba su olor, y al husmear el zapato escondido ahí, lo ha reconocido por el olfato —explicó Bets—. ¡Por eso «me» lo ha traído! Seguimos las huellas juntos, ¿recordáis? ¡Ah, y ahora comprendo por qué anduvo husmeando con tanta insistencia los zapatos del señor Hick mientras yo hablaba con él! ¡Claro! ¡Olfateaba el mismo olor!
—¡Eres un perro listísimo! —ensalzó Fatty, acariciando a «Buster»—. ¿Dónde está el otro zapato, amigo? Anda, ¡búscalo, búscalo!