Read Misterio en la villa incendiada Online
Authors: Enid Blyton
—En efecto —aseguró la señora Minns—. Y conste que el nombre le sienta a maravilla por lo sucio y lo desaliñado que va. No sé qué clase de mujer debe ser su ama de llaves. No se preocupa en absoluto de su aspecto personal. Le manda por esos mundos con tomates en los calcetines, sietes en la ropa y un sombrero que pide a voces una buena cepillada. Según dicen, es un anciano caballero muy instruido, que sabe más de libros antiguos y de toda clase de cosas que ninguna otra persona del reino.
—¿Por qué se peleó con el señor Hick? —preguntó Pip.
—¡Cualquiera sabe! —gruñó la señora Minns—. Siempre andan discutiendo. Los dos saben mucho, pero no están de acuerdo en lo que saben. El caso es que el viejo señor Smellie sale siempre de esta casa refunfuñando y dando tales portazos que mis cacerolas casi saltan de los fogones. Pero de eso que dice Lily no os creáis una palabra. ¡Estoy segura de que ese hombre no sabría encender una hoguera! Sin duda fue ese resentido del señor Peeks el que incendió la villa, deseoso de vengarse del señor Hick. ¡Tened en cuenta lo que os digo!
—Pues yo no opino lo mismo —protestó Lily, que parecía dispuesta a defender al ayuda de cámara—. Es un joven muy bueno y muy simpático. No tiene usted derecho a decir esas cosas, señora Minns.
—¡Alto ahí, muchacha! —soltó la cocinera, enojándose por momentos—. ¡Si te figuras que puedes hablar en ese tono a tus superiores, te equivocas! ¡Mira que decirme a mí que no tengo derecho a decir esto, lo otro y lo de más allá! ¡Antes de propasarte conmigo con esas bravatas tienes que aprender a barrer el suelo como es debido, quitar el polvo de encima de los cuadros y ver las telarañas que tienes ante tus propias narices!
—Yo no me he propasado —disculpóse la pobre Lily—. Todo cuanto he dicho es...
—¡No empieces otra vez! —ordenó la señora Minns, aporreando la mesa con el rodillo como si estuviese golpeando la cabeza de la infeliz muchacha con él—. Lo que has de hacer es ir a buscarme la manteca, si es que tienes idea de dónde la pusiste ayer. ¿Y basta de reconvenciones, eh? ¡Márchate!
A los niños no les interesaba saber los defectos de Lily, ni dónde había puesto la manteca. Lo que les interesaba saber eran detalles de las personas con quienes había discutido el señor Hick, y, por tanto, susceptibles de guardarle algún rencor. Al parecer, tanto el señor Peeks como el señor Smellie tenían motivos para estar resentidos con él. Además, quedaba el vagabundo.
—¿Se enfadó el señor Hick con el vagabundo cuando le sorprendió robando huevos? —inquirió Pip.
—¿Que si se enfadó? —exclamó la señora Minns satisfecha de poder charlar sin tasa—. ¡Las voces que daban podían oírse por toda la casa y el jardín! Recuerdo que pensé para mis adentros: «¡Ya está el amo disparado otra vez! ¡Lástima que no malgaste parte de su genio con esa perezosa de Lily!»
Lily salió de la despensa con expresión huraña. Los niños no pudieron menos de compadecerla. Al ver que la muchacha dejaba la mantequera sobre la mesa con estrépito, la señora Minns preguntó:
—¿Hay necesidad de romper la vasija? Conste que hoy te estás portando muy mal, pésimamente. ¡Ahora, ve a fregar la escalera trasera, señorita! ¡Eso te mantendrá ocupada un rato!
Lily desapareció rápidamente de la habitación con un rechinante cubo.
—Háblenos usted del vagabundo —instó Pip— ¿A qué hora le vio el señor Hick robando huevos?
—Fue por la mañana —respondió la señora Minns, trabajando fuertemente la masa con el rodillo—. El viejo vino aquí primero, mendigando pan con carne, y yo le despaché. Supongo que entonces se deslizó por el jardín, en dirección al gallinero, y el señor le vio allí dentro desde la ventana de la villa. Inmediatamente, el señor Hick bajó a ahuyentarle, diciendo que llamaría a la policía. Ante esa perspectiva, el viejo vagabundo pasó volando ante la puerta de la cocina, como si le persiguiesen cien perros.
—A lo mejor fue «él» quien incendió la villa —sugirió Pip.
Pero la señora Minns no podía consentir que nadie atribuyese el hecho a otra persona distinta del señor Peeks.
—Era un pillo redomado. Por las noches, cuando todo el mundo dormía, bajaba a la cocina a robar empanadas, bollos o cuanto se le antojaba de la despensa. Y, a mi modo de ver, el que hace eso es también perfectamente capaz de pegar fuego a una villa.
Pip recordó con un profundo sentimiento de culpabilidad, que, una vez, sintiéndose terriblemente hambriento, bajó a la despensa del colegio a comerse unas galletas. Al propio tiempo, preguntóse si no sería también capaz de incendiar una villa, pero llegó a la conclusión de que jamás podría cometer semejante desaguisado.
De improviso, procedente de algún rincón de la casa, llegó el rumor de una furiosa retahíla de palabras. La señora Minns levantó la cabeza para escuchar.
—Es el señor —declaró con un ademán de asentimiento—. ¿Qué diablos debe ocurrirle ahora?
Súbitamente, «Dulcinea», la gran gata blanca y negra, irrumpió en la cocina, con el pelaje erizado y el rabo como un plumero. La señora Minns lanzó un espantoso grito de dolor.
—¡Oh, «Dulcinea»! ¿Has vuelto a interponerte en su camino? ¡Pobre cordera, pobrecilla!
La pobre «cordera» escondióse debajo de la mesa, resollando. Los tres gatitos de la cesta se enderezaron, alarmados, respirando también afanosamente. El señor Hick apareció en la cocina, hecho un basilisco.
—Señora Minns —gruñó el señor Hick—. ¡He pisado la impertinente cola, de esa horrible gatucha suya, ¿Cuántas veces he de repetirle que la tenga a raya? Cualquier día la ahogaré.
—¡Señor! —protestó la señora Minns, soltando el rodillo con estrépito—. ¡El día que ahogue usted a mi gata, me marcharé!
El señor Hick miró a la cocinera como si quisiera ahogarla a ella también.
—No comprendo por qué se empeña usted en tener ese repugnante y asqueroso animal —masculló—. ¡Atiza! ¡Lo que faltaba! ¿Qué hacen esos gatitos en esa cesta?
—Esperar a ser lo bastante creciditos para instalarse en las excelentes casas que les he buscado —respondió la señora Minns, levantando la voz.
Entonces, el señor Hick descubrió a los dos niños. Al verlos, semejó tan contrariado como a la vista de los gatitos.
—¿Qué hacen aquí estos chicos? —preguntó secamente—. ¡Debería usted procurar mantener su cocina libre de críos fastidiosos y de despreciables gatas y gatitos, señora Minns! ¡Dígales que se vayan!
Y tras depositar sobre la mesa el plato y la taza vacía que llevaba consigo el hombre desapareció por la puerta. La señora Minns asomóse a mirarle, con mirada incendiaria.
—¡Con qué gusto pegaría fuego a su preciosa villa si estuviese aún en pie! —le gritó la cocinera, cuando ésta comprendió que el señor Hick ya no podía oírla.
«Dulcinea» restregóse a su falda, ronroneando sonoramente.
—¿Te ha pisado ese desalmado? —preguntóle su dueña cariñosamente, inclinándose a acariciarla—. ¿Ha insultado a tus preciosos gatitos? ¡No le hagas caso, «Dulcinea»!
—Creo que será mejor que nos vayamos —dijo Daisy, temiendo que el señor Hick oyese los comentarios de la señora Minns y se pusiese más rabioso todavía—. Gracias por todo cuanto nos ha contado, señora Minns. Ha sido muy interesante.
La mujer estaba encantada. Tanto es así que les obsequió con un bollo de jengibre a cada uno. Tras darle las gracias, Pip y Daisy se alejaron, ebrios de excitación.
—Nos hemos enterado de tantas cosas que va a resultar difícil atar cabos —profirió Pip—. Parece ser que son tres las personas sospechosas de haber cometido el delito. ¡Es más, si esa es la forma en que suele comportarse el señor Hick, no me sorprendería que hubiese por lo menos veinte personas dispuestas a darle su merecido por algo!
Los cuatro muchachos se reunieron en la vieja glorieta, presos de gran excitación. Bets y «Buster» no estaban de vuelta todavía, pero sus compañeros no tuvieron paciencia para aguardarles, deseosos de exponer las novedades.
—¡Hemos visto al chófer! —empezó Larry—. Se llama Tomás. Nos contó muchas cosas acerca del ayuda de cámara llamado Peeks. ¡Fue despedido el día del incendio por ponerse los trajes de su amo!
—Estoy seguro de que fue él el autor de la fechoría —comentó Fatty, ávidamente—. Debemos averiguar más detalles sobre él. Vive en el pueblo vecino.
—¡Sí, pero escuchad! —intervino Daisy—. ¡También podría haber sido el viejo señor Smellie!
—¿«Quién»? —interrogaron Larry y Fatty, pasmados de asombro—. ¿El señor Smellie?
—Sí —afirmó Daisy con un cloqueo—. Tampoco nosotros creímos que se trataba de un verdadero nombre cuando lo oímos, pero así es, en efecto.
—¡El señor Hiccup y el señor Smellie! —exclamó Fatty inesperadamente—. ¡Valiente par!
—Daisy y Pip no saben lo del señor Hick con su taza —observó Larry, riéndose por lo bajo.
Él mismo se lo contó a los aludidos. Éstos celebraron la ocurrencia con risas.
—«En realidad» la cosa no es graciosa, pero nos lo «parece» —comentó Daisy—. A veces, en el colegio nos morimos de risa por una cosa así, pero en seguida pasa el efecto y ya no me parece divertida. Pero hablemos del señor Smellie y de la disputa que sostuvo con el señor Hiccup.
Acto seguido, la muchacha explicó a Larry y a Fatty todo lo que la señora Minns había contado. Después Pip habló del viejo vagabundo sorprendido en el gallinero, robando huevos. Y, por último, Daisy refirió la escena del señor Hick entrando en la cocina y armando un escándalo a la señora Minns por dejar a su gata pasearse por la casa.
—Se tiraron los trastos a la cabeza —concluyó Daisy—, y la señora Minns gritó al señor Hick que de buena gana pegaría fuego a su villa si no se hubiese anticipado alguien en aquel cometido.
—¡Caracoles! —exclamó Larry, sorprendido—. Según eso, la propia la señora Minns podría haber sido la autora del hecho. Si hoy se sentía con ánimos de hacerlo, ¿qué tendría de particular que hubiese tenido la misma idea dos días atrás? Le sobraban ocasiones.
—Según eso —declaró Fatty solemnemente—, contamos ya con cuatro sospechosos. Es decir que tenemos motivos suficientes para sospechar de cuatro personas como presuntas autoras del incendio de la villa, a saber: el viejo vagabundo, el señor Smellie, el señor Peeks, y la señora Minns. No se puede negar que «prosperamos».
—¿Tú crees? —masculló Larry—. Yo no estoy tan seguro. Con eso de encontrar cada vez más sospechosos, la cosa se complica por momentos. No tengo idea de cómo nos las compondremos para descubrir al verdadero culpable.
—Ante todo, debemos averiguar las idas y venidas de los cuatro sospechosos —aconsejó Fatty, juiciosamente—. Por ejemplo, si averiguamos que ese tal señor Smellie pasó la noche de anteayer a cincuenta millas de distancia de este lugar, podemos descartarlo. Y si descubrimos que Horacio Peeks estuvo toda la noche en casa con su madre, podremos hacer otro tanto con él. Y así sucesivamente.
—Lo que sin duda averiguaremos es que esas cuatro personas andaban enredando por las inmediaciones del lugar —gruñó Pip, malhumorado—. Además, ¿cómo lo haremos para seguir la pista a ese viejo vagabundo? Ya sabéis lo que ocurre con los vagabundos: andan millas y millas, y nadie sabe de dónde vienen ni adonde van.
—Sí —reconoció Daisy—. Lo del vagabundo va a resultar difícil. Muy difícil. No podemos recorrer todo el país en su busca. Y, aunque lo encontráramos, resultaría difícil preguntarle, de buenas a primeras, si fue él el que pegó fuego a la villa.
—No tendríamos necesidad de hacer tal cosa, boba —repuso Larry—. ¿Olvidas nuestras pistas?
—¿A qué te refieres? —interrogó Daisy.
—Pues que lo único que deberíamos averiguar es la medida de sus zapatos; si éstos tienen suelas de goma con dibujos entrecruzados, y si el hombre lleva un traje de franela gris —respondió Larry.
—No lleva un traje de franela gris —replicó Fatty—. Ya dije que llevaba una gabardina vieja.
Los demás guardaron silencio unos instantes. Por último, Daisy comentó:
—De todos modos, podría ser que llevase una chaqueta de franela gris debajo y que se hubiese quitado un momento la gabardina.
Sus compañeros consideraron muy remota esta posibilidad, pero no se les ocurrió nada mejor.
—¡Ya habrá tiempo de hacer cábalas sobre gabardinas y chaquetas de franela gris cuando encontremos al vagabundo! —refunfuñó Pip—. ¡Eso va a ser un problema!
—¡Escuchad! —profirió Fatty bruscamente—. ¡Me parece que oigo ladrar al viejo «Buster»! Apuesto a que es Bets, de regreso de su paseo. Sí... está llamando a «Buster». ¡Pues no tenemos pocas noticias que darle!
Percibiéronse los rápidas pasos de Bets en la calzada y luego en el sendero del jardín que conducía a la glorieta. Los cuatro muchachos mayores asomáronse a la puerta para darle la bienvenida. «Buster» precipitóse hacia ellos, ladrando locamente.
—¡Bets! —gritó Larry—. ¡Tenemos muchas noticias que comunicarte!
—¡Si supieras qué emocionante ha sido todo! —agregó Daisy.
Pero Bets no les escuchaba. Tenía los ojos brillantes y las mejillas arreboladas de correr, y mostrábase tan excitada, que apenas podía hablar.
—¡Pip! ¡Larry! ¡Tengo una «pasta»! ¡Tengo una!
—¿Cómo dices? —exclamaron los otros cuatro, todos a una.
—¡He encontrado al vagabundo! —jadeó la niña—. ¡Es la «pasta» más importante que hemos descubierto!
—En realidad, ese hombre no es una pista, sino un sospechoso —corrigió Larry.
Pero los demás le interrumpieron.
—¡Bets! —exclamó Pip acaloradamente—. ¿Estás segura de que has encontrado al vagabundo? ¡Cáspita! ¡Y pensar que eso nos parecía poco menos que imposible!
—¿Dónde está? —inquirió Fatty, dispuesto a salir en su busca inmediatamente.
—¿Cómo sabes que es el vagabundo? —dijo Daisy.
—Porque lleva una vieja y sucia gabardina y un sombrero del año de Maricastaña con un agujero en la copa —explicó Bets—. Exactamente como dijo Fatty.
—Efectivamente —corroboró el gordito—. El sombrero tenía un agujero en la copa. ¿Dónde está ese individuo, Bets?
—Pues veréis —empezó Bets, sentándose sobre el césped para descansar de su corrida—. Como sabéis, fui a dar un paseo con «Buster». Por cierto que es un perro encantador; se interesa por todo lo que ve. Así, pues, fuimos los dos calle abajo y seguimos por la orilla del río, hasta llegar a un campo lleno de ovejas y corderos, con un almiar en las inmediaciones.