Misterio en la villa incendiada (10 page)

BOOK: Misterio en la villa incendiada
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—¿Podríamos tomar un vaso de agua? —inquirió Daisy.

—Entra a buscarla —respondió la voz.

Daisy empujó la puerta. Al punto vio a una anciana de cara desapacible, planchando una camisa.

—Ahí está el agua —dijo la mujer, indicando con un ademán de cabeza un grifo instalado sobre un fregadero—. Las tazas están detrás, en el anaquel.

Mientras Daisy abría el grifo, entraron los dos muchachos.

—Buenas tardes —dijeron cortésmente—. Muchas gracias por permitirnos tomar un poco de agua —agregó Larry—. Hemos pedaleado un buen trecho y estamos acaloradísimos.

La anciana lo miró con aprobación. Larry era un muchacho muy apuesto y hacía gala de exquisitos modales cuando quería.

—¿De dónde venís? —preguntó la mujer manipulando su plancha.

—De Peterswood —contestó Larry—. Supongo que no conoce usted ese pueblo, ¿verdad?

—Pues, sí, lo conozco —repuso la anciana—. Mi hijo servía allí, en casa de un tal señor Hick.

—¡Oh, qué casualidad! —exclamó Daisy, tomando un sorbo de agua—. La otra noche estuvimos en el jardín del señor Hick, cuando se declaró el incendio.

—¿Qué incendio? —murmuró la vieja, alarmada—. No estaba enterada de eso. Me figuro que no fue en la casa del señor Hick.

—No —replicó Pip—. En la villa que hace las veces de estudio. No hubo desgracias personales. Es raro que su hijo no se lo haya dicho... ¿Acaso no lo vio?

—¿Cuándo ocurrió ese incendio? —inquirió la anciana.

Pip la puso en antecedentes. La señora Peeks cesó de planchar, y, tras reflexionar unos instantes, declaró:

—Total, que fue el día que Horacio vino a casa. Por eso no estaba enterado de nada. Sostuvo una disputa con el señor Hick y fue despedido. Llegó aquí a primera hora de la tarde, dándome el gran susto.

—En este caso, es natural que no se enterase del incendio —coligió Pip—. Supongo que estuvo toda la tarde con usted, ¿verdad?

—Pues no —repuso la señora Peeks—, no estuvo aquí. Después de tomar el té, salió con su bicicleta y no volví a verle hasta que anocheció. No le pregunté a dónde había ido. No soy de las que andan todo el día fisgoneando las idas y venidas de los demás. Supongo que fue al casino a jugar a las flechas. Nuestro Horacio es un gran tirador de flechas.

Los chicos cambiaron una mirada. ¡De modo que Horacio desapareció después del té y no regresó hasta la noche! Esto resultaba muy sospechoso. ¡«Sospechosísimo»! ¿Dónde estaba el joven criado aquella noche? ¡Habría sido tan sencillo volver a Peterswood en la bicicleta, esconderse en la zanja, incendiar la villa, y luego regresar, sin ser visto, en la oscuridad!

Larry se preguntó qué clase de zapatos llevaría Horacio. Echando una mirada circular a la cocina, vio un par de zapatos en un rincón, en espera de una buena cepilladura. Eran, más o menos, del tamaño de la huella, pero no tenían las suelas de goma. Tal vez Peeks llevaba los otros puestos en aquel momento. Todos deseaban que el joven hiciese acto de presencia.

—Tengo que ir a hinchar mi neumático delantero —dijo Larry, levantándose—. En seguida estaré listo.

Pero aunque dejó a los otros dos un margen de cinco minutos y pico para hablar, no hubo forma de averiguar nada más. Tras despedirse de la señora Peeks, Daisy y Pip acudieron a reunirse con Larry.

—No hemos averiguado nada más —susurró Pip—. ¡Hola! ¿Quién es éste? ¿No es Horacio?

Un joven delgaducho franqueó el portillo. Sobre su frente pendía un mechón de pelo. Su rostro se caracterizaba por una pequeña barbilla y unos ojos azules bastante saltones, como los del señor Goon. Pero lo que en él llamaba verdaderamente la atención era que... ¡Llevaba una americana de franela gris!

Los tres muchachos advirtieron el detalle inmediatamente. A Daisy se le aceleró el ritmo del corazón. ¿Habrían hallado, al fin, la persona que buscaban?

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Horacio Peeks.

—Hemos entrado a pedir un vaso de agua —explicó Larry, preguntándose cómo se las arreglaría para comprobar disimuladamente si la americana gris de Horacio ostentaba algún desgarrón.

—Y hemos averiguado que venimos del mismo pueblo donde vivió usted hace poco —intervino Daisy muy oportunamente—. Nosotros vivimos en Peterswood. No está muy lejos.

—Allí trabajaba yo —corroboró Horacio—. ¿Conocéis a ese viejo cascarrabias llamado señor Hick? Trabajé a su servicio, pero nunca nada le parecía bien. ¡Qué calamidad de viejo!

—Tampoco a nosotros nos es muy simpático —convino Pip—. ¿Sabe usted que hubo un incendio en su finca el día que usted se marchó?

—¿Cómo sabéis qué día me marché? —preguntó el señor Peeks, estupefacto.

—Muy sencillo —respondió Pip—. Al hablar del incendio a su madre, ésta nos ha dicho que, sin duda, la cosa ocurrió el día que se marchó usted, porque usted no sabía ni una palabra del asunto.

—Bien —gruñó Horacio—, todo cuanto se me ocurre decir es que ese tacaño, sórdido y avinagrado señor Hick merecía que se le quemase toda la finca. ¡Me gustaría haberlo visto!

Los niños le miraron, tratando de dilucidar si fingía o no.

—¿Así, no estaba allí? —inquirió Daisy, con voz inocente.

—¿A ti qué te importa dónde estaba? —espetó Peeks contrariado.

Y, volviéndose a Larry, que en aquel momento procedía a dar la vuelta a su alrededor para comprobar si había algún desgarrón en su americana de franela gris, le gritó:

—¿Y tú qué haces? ¡Cesa ya de husmear como un perro a mi alrededor!

—Lleva usted una mancha en la americana —justificóse Larry con la primera excusa que se le ocurrió—. Voy a quitársela.

Pero, al sacarse el pañuelo, ¡arrastró con él la carta que Lily habíale confiado para entregarla a Horacio Peeks! Para colmo, la misiva cayó al suelo con la dirección boca arriba. Al inclinarse a cogerla, Horacio se quedó mirándola, pasmado de asombro, al ver su propio nombre en el sobre.

—¿Qué es esto? —farfulló, volviéndose a Larry.

—¡Oh, es para usted! —respondió el muchacho, furioso contra sí mismo por su torpeza—. Lily nos rogó que la echásemos al correo, pero teniendo que venir aquí, decidimos entregársela personalmente.

Como Horacio Peeks parecía dispuesto a formular ciertas preguntas embarazosas, Larry llegó a la conclusión de que lo mejor que podían hacer era marcharse.

—Bien, adiós —murmuró, llevándose la bicicleta al portillo—. Ya me encargaré de decirle a Lily que ha recibido usted su carta.

Cuando, tras montar en sus respectivas bicicletas, los tres muchachos procedían a alejarse, oyeron a sus espaldas la voz de Horacio gritándoles.

—¡Eh, chicos! ¡Volved aquí un instante!

Pero los chicos no hicieron caso. Sentíanse absolutamente desconcertados. Tras pedalear cosa de una milla y media, Larry se apeó de su bicicleta y fue a sentarse junto a un portillo.

—¡Venid acá! —gritó a los otros—. Es preciso que cambiemos impresiones.

Todos se sentaron en hilera, con expresión muy grave y varonil.

—No tengo perdón por haber dejado caer aquella carta del bolsillo tan tontamente —murmuró Larry, avergonzado de sí mismo—. De todos modos tal vez fue mejor así. Me figuro que las cartas deben ser entregadas a sus destinatarios, ¿no os parece? ¿Creéis que Horacio fue el autor del incendio?

—Las apariencias lo condenan —contestó Daisy pensativa—. Aquel mismo día riñó con el señor Hick, y su madre no sabe dónde se encontraba aquella noche. ¿Te fijaste si llevaba zapatos con suela de goma, Larry? ¿Viste si su americana de franela gris tenía algún desgarrón?

—No pude ver las suelas de sus zapatos —repuso Larry—, pero sí puedo asegurar que su americana estaba intacta. Sea como fuere, después de leer esa carta, el hombre se pondrá en guardia y ya no habrá nada que hacer.

Los muchachos siguieron conversando unos minutos, indecisos respecto al partido a tomar con Peeks. Por último, decidieron de momento olvidarlo y dedicarse a averiguar qué clase de individuo era el señor Smellie. El enigma parecía circunscribirse a Horacio Peeks y el señor Smellie.

Tras montar de nuevo en sus bicicletas, reanudaron la marcha. Cesando de pedalear, se deslizaron por una ladera seguida de un recodo... y allí Larry chocó violentamente con otro ciclista. Ambos se vinieron abajo.

Larry se incorporó y, al dirigir una mirada de disculpa al hombre caído en la carretera, vio con horror que era el viejo Ahuyentador.

—¿Qué? —rugió el señor Goon en tono amenazador—. ¿Otra vez vosotros?

Larry se puso en pie precipitadamente. Los otros dos aguardaban un poco más allá, riéndose.

—¿Qué haces ahora? —aulló el señor Goon al ver que Larry enderezaba su bicicleta, disponiéndose a montar otra vez.

—¡Pues largarme! —gritó Larry—. ¿No lo ve usted? ¡Largarme inmediatamente!

Y los tres muchachos continuaron el descenso de la ladera entre risas, deteniéndose de cuando en cuando para comprobar si el viejo Ahuyentador había proseguido la marcha con el intento de interrogar a Horacio Peeks. Sin embargo, no tenían por qué preocuparse. Gracias a la carta de Lily, Horacio estaría ahora sobre aviso, y por ende, el señor Goon no podría sacarle gran cosa.

CAPÍTULO XI
EL VAGABUNDO REAPARECE

A las siete, los tres niños remontaron la calzada de Pip. Por entonces, Bets estaba ya preocupada porque se acercaba la hora de acostarse y se sentía incapaz de hacerlo, sin antes saber las noticias aportadas por Larry, Daisy y Pip, al término de su excursión.

Ni que decir tiene que la pequeña dio un brinco de alegría al oír los timbres de sus bicicletas, al tiempo que éstas ascendían raudamente por la calzada. Hacía una tarde tan hermosa que Fatty, ella y «Buster» seguían aún en el jardín. Fatty había vuelto a examinar sus magulladuras, comprobando con satisfacción que, al presente, ostentaban un maravilloso tono púrpura. Aun cuando le dolían, no podía menos de sentirse orgullosísimo de ellas.

—¿Qué noticias traéis? —gritó Bets, en tanto se acercaban los tres viajeros.

—¡Un montón! —respondió Larry—. ¡Un momento! ¡Dejadnos recoger nuestras bicicletas!

A poco se hallaban todos sentados en la glorieta, con inclusión de «Buster», comentando los acontecimientos. A Fatty por poco se le salieron los ojos de las órbitas al oír que Larry había dejado caer involuntariamente la carta de Lily a los pies de Horacio Peeks.

—Pero el Ahuyentador está sobre la pista —intervino Pip—. Le hemos encontrado a nuestro regreso. Al dar la vuelta a un recodo, Larry le ha derribado de su bicicleta. Sin duda, ese hombre es más listo de lo que nos imaginamos. Nosotros le llevamos la delantera, pero él va atando cabos.

—Bien —decidió Fatty—. Lo que interesa es que mañana sin falta nos dediquemos al señor Smellie. Bets y yo hemos averiguado sus señas.

—¡Buena faena! —celebró Larry—. ¿Dónde vive?

—Su domicilio está en la guía telefónica —explicó Bets—. Ha sido muy fácil encontrarlo porque en ella sólo figura un señor Smellie. Vive en la Villa del Sauce, en la Jeffreys Lane.

—¿Cómo? —exclamó Larry, sorprendido—. Esto está justamente en la parte trasera de nuestro jardín. Nunca supe quién vivía allí, porque jamás hemos visto a nadie en el jardín, a no ser una señora anciana.

—Probablemente se trata de la señorita Miggle, el ama de llaves —coligió Fatty.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Daisy con sorpresa.

—Porque Bets y yo hemos sido unos excelentes pesquisidores en el día de hoy —declaró Fatty, sonriendo—. Preguntamos a vuestro jardinero dónde estaba la Villa del Sauce y él nos dio razón en seguida, pues su hermano trabaja allí. Además, nos habló de la señorita Miggle y de las batallas que debe librar para que el viejo señor Smellie vaya limpio, coma a la hora y se acuerde de ponerse la gabardina cuando llueve.

—¿Qué le pasa a ese hombre? —preguntó Larry— ¿Está loco, chiflado o algo por el estilo?

—¡Oh, no! —replicó Bets—. Nada de eso. Es algo acabado en «ólogo». Se dedica al estudio de papeles y documentos antiquísimos, y sabe más que nadie acerca de ellos. Lo único que le interesa en el mundo son los manuscritos antiguos. El jardinero afirma que posee algunos muy valiosos.

—Bien —decidió Daisy, con la esperanza de llevar a cabo nuevas «indagaciones», como las denominaba Bets—. Aprovechando que vive tan cerca de nosotros, tal vez Larry y yo podríamos interrogarle mañana. Opino que estamos haciendo grandes progresos en el arte de interrogar a la gente. Apuesto cualquier cosa a que lo hacemos mejor que el viejo Ahuyentado. Cualquier sospechoso comprendería al punto las intenciones del señor Goon y extremaría las precauciones. En cambio, la gente no tiene inconveniente en hablar sin reserva a unos chicos como nosotros.

Entonces Larry, sacando sus notas de detrás de la tabla desprendida de la glorieta, empezó a escribir en ellas, diciendo:

—Debemos añadir unos pocos pormenores.

Por su parte, Pip abrió la fosforera, deseoso de comprobar si el pedacito de franela gris se parecía al género de la americana gris de Horacio Peeks. Era, en efecto, muy semejante al mismo.

—Con todo —observó Pip—, Larry no vio ningún desgarrón en la prenda, ni yo vi tampoco ninguno en sus pantalones, pese a lo mucho que me fijé en ellos.

Los muchachos contemplaron la franela gris. Tras meterla de nuevo en la caja, Pip desplegó el hermoso dibujo de Fatty de las huellas, sonriendo al recordar el rabo, las orejas y las manos a que tan solemnemente habíanse referido él y Larry cuando admiraron el dibujo por primera vez.

—Es un dibujo más que pasable, ¿no os parece? —comentó Pip.

Fatty se puso muy hueco, pero en esta ocasión tuvo la prudencia de no pronunciar una palabra.

—Me aprenderé de memoria esas marcas entrecruzadas —agregó Pip—. Así, si alguna vez tropiezo con ellas, al punto las reconoceré.

—Yo también me las aprenderé —espetó Bets, contemplando detenidamente el dibujo.

A poco, la pequeña tuvo la absoluta certeza de que si algún día descubría en el barro una huella con aquellas características, la reconocería inmediatamente.

—Ya he terminado mis notas —anunció Larry—. De hecho, nuestras pistas no nos han sacado de ningún apuro. Lo que debemos averiguar es si Peeks lleva zapatos con suela de goma y no olvidarnos de efectuar la misma averiguación con respecto al señor Smellie.

—Pero a lo mejor no los llevan puestos —objetó Fatty—. Podría ser que los hubiesen metido en el armario o guardado en su dormitorio.

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