Momo (25 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Momo
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—Entonces —dijo el maestro Hora—, presta mucha atención a lo que te digo, porque estarás totalmemte sola y yo no podré ayudarte más. Ni yo ni nadie.

Momo asintió y miró al maestro Hora con gran atención.

—Has de saber —empezó— que yo nunca duermo. Si yo durmiera, se acabaría, en el mismo instante, todo el tiempo. El mundo se pararía. Pero si no hay tiempo, los hombres grises ya no pueden robar a nadie. Cierto que pueden seguir existiendo un rato, porque tienen grandes reservas de tiempo. Pero cuando éstas se hayan consumido, se disolverán en la nada.

—Pero entonces —opinó Momo—, es muy sencillo.

—Por desgracia, no es tan sencillo; por eso necesito tu ayuda, mi niña. Porque si no hay más tiempo, yo tampoco puedo volver a despertar. Con eso, el mundo se quedaría quieto y rígido por toda la eternidad. Pero tengo la facultad, Momo, de darte a ti, sólo a ti, una flor horaria. Pero sólo una, porque sólo florece una cada vez. Así que, cuando se hubiera acabado todo el tiempo del mundo, tú todavía tendrías una hora.

—Pero entonces podría despertarte —dijo Momo.

—Con eso sólo —opuso el maestro Hora—, no habríamos conseguido nada, porque las provisiones de los hombres grises son mucho mayores. En una sola hora no habrían gastado apenas nada de ellas. Todavía existirían. Los problemas que has de resolver son mucho mayores. En cuanto los hombres grises se den cuenta de que se ha acabado el tiempo —y se darán cuenta pronto, porque se quedarán sin aprovisionamiento de cigarros— levantarán el sitio y correrán hacia sus provisiones. Y tú tendrás que seguirlos hacia allí, Momo. Cuando hayas encontrado su escondite, tendrás que impedirles que puedan acceder a sus provisiones. En cuanto se acaben sus cigarros, también se acabarán ellos. Pero entonces todavía te quedará una cosa por hacer, que podría ser la más difícil. Cuando haya desaparecido el último ladrón de tiempo, tendrás que dejar en libertad todo el tiempo robado. Porque sólo si vuelve a los hombres, el mundo dejará de estar detenido y yo podré volver a despertarme. Y para todo eso no tienes más que una sola hora.

Momo miró perpleja al maestro Hora. No había contado con tal montaña de dificultades y peligros.

—Aun así, ¿quieres intentarlo? —preguntó el maestro Hora—. Es la única y última posibilidad.

Momo calló. Le parecía imposible poder hacer todo aquello.

«Voy contigo», leyó de pronto, en la coraza de Casiopea.

¡De qué le serviría la tortuga! Y, no obstante, era un rayo de esperanza para Momo. La idea de no estar del todo sola le daba valor. Cierto que era un valor sin ningún motivo razonable, pero hizo que, de pronto, pudiera decidirse.

—Lo intentaré —dijo, decidida.

El maestro Hora la miró largo rato y comenzó a sonreír.

—Muchas cosas serán más sencillas de lo que parecen ahora. Has oído la voz de las estrellas. No has de tener miedo.

Entonces se volvió a la tortuga y preguntó:

—¿Así que tú, Casiopea, quieres ir con ella?

«Claro», apareció en el caparazón. La palabra desapareció y se formó la frase: «Alguien ha de cuidar de ella».

El maestro Hora y Momo se sonrieron.

—¿También le darás una flor horaria? —preguntó Momo.

—Casiopea no la necesita —explicó el maestro Hora, mientras le rascaba la cabeza—, es un ser de fuera del tiempo. Ella lleva su tiempo en sí misma. Podría seguir arrastrándose por el mundo aun cuando todo se hubiera detenido para siempre.

—Bien —dijo Momo, en quien despertaba el deseo de la acción—, ¿qué hay que hacer ahora?

—Ahora —contestó el maestro Hora—, vamos a despedirnos.

Momo tragó saliva, para preguntar en voz baja:

—¿Es que no nos veremos más?

—Volveremos a vernos, Momo —repuso el maestro Hora—, y hasta entonces, cada hora de tu vida te traerá un saludo mío. Porque seguiremos siendo amigos, ¿no?

—Sí —dijo Momo, y asintió.

—Ahora me voy —prosiguió el maestro Hora— y no debes seguirme ni preguntarme a dónde voy. Porque mi sueño no es un sueño normal y es mejor que no estés presente. Una cosa más: en cuanto me haya ido, tienes que abrir en seguida las dos puertas, tanto la pequeña, en la que está mi nombre, como la grande, de metal verde, que conduce a la calle de Jamás. Porque en cuanto se pare el tiempo, todo se detendrá y ninguna fuerza del mundo podría abrir esas puertas. ¿Lo has entendido todo, mi niña?

—Sí —dijo Momo—, pero, ¿cómo sabré que se ha detenido el tiempo?

—No te preocupes; te darás cuenta.

El maestro Hora se levantó, y también Momo se puso en pie. Le pasó suavemente la mano por la crespa cabellera.

—Adiós, mi querida Momo —dijo—, me has dado una gran alegría al escucharme también a mí.

—Les hablaré a todos de ti —contestó Momo—, más tarde.

Y, de repente, el maestro Hora volvió a parecer inexplicablemente viejo, como aquel día en que la llevó al templo dorado, viejo como una roca o como un árbol secular.

Se volvió y salió rápidamente de la habitación formada por las paredes posteriores de los relojes. Momo oyó sus pasos, cada vez más lejos, hasta que ya no se pudieron distinguir del tictac de los muchos relojes. Acaso se había hundido en ese tictac.

Momo levantó a Casiopea y la apretó contra su cuerpo. Había empezado, irrevocablemente, su mayor aventura.

La persecución
de los perseguidores

L
o primero que hizo Momo fue abrir la pequeña puerta interior, en la que estaba el nombre del maestro Hora. Después recorrió deprisa el pasillo con las estatuas de piedra y abrió también la gran puerta exterior de metal verde. Tuvo que emplear todas sus fuerzas, porque era muy pesada.

Cuando hubo acabado volvió a la sala de los incontables relojes y esperó, con Casiopea en los brazos, lo que ocurriría.

Y entonces ocurrió.

Hubo de repente una sacudida que no hizo temblar el espacio, sino el tiempo; digamos un temblor de tiempo. No hay palabras para explicar cómo se sentía. Este suceso se vio acompañado de un sonido como no lo había oído nunca ningún hombre. Era como un suspiro que surgía de la profundidad de los siglos.

Y todo había pasado.

En el mismo instante se detuvo el múltiple repicar de los incontables relojes. Los péndulos oscilantes se detuvieron donde estaban en aquel momento. No se movía nada. Y se extendió un silencio tan absoluto como no lo había habido nunca antes en el mundo. Se había detenido el tiempo.

Y Momo se dio cuenta de que llevaba en la mano una flor horaria maravillosa, muy grande. No había notado cuándo había llegado a su mano esa flor. Simplemente estaba ahí como si siempre hubiera estado.

Con cuidado, Momo dio un paso. Efectivamente, podía moverse con la misma facilidad de siempre. Sobre la mesita estaban todavía los restos del desayuno. Momo se sentó sobre uno de los sillones tapizados, pero los almohadones eran ahora duros como el mármol y ya no cedían. En su taza quedaba todavía un sorbo de chocolate, pero no se podía mover la tacita. Momo quiso hundir el dedo en el líquido, pero estaba duro como el vidrio. Lo mismo ocurría con la miel. Incluso las migas que había sobre el plato eran totalmente inamovibles. Nada, ni la más minúscula pequeñez podía cambiarse ya, ahora que ni había tiempo. Casiopea pataleó y Momo la miró.

«¡Pierdes el tiempo!», ponía en el caparazón.

¡Y tanto! Momo se enderezó. Atravesó la sala, pasó por la puertecita, siguió por el pasillo y espió por el gran portal, para echarse atrás en seguida. Su corazón empezó a latir más de prisa. ¡Los ladrones de tiempo no se iban! Al contrario, venían a través de la calle de Jamás, en la que también había dejado de correr el tiempo al revés, hacia la casa de Ninguna Parte. Esto no lo habían previsto.

Momo corrió hacia atrás a la gran sala y se escondió, con Casiopea en brazos, detrás de un gran reloj.

—¡Empezamos bien! —murmuró.

Entonces oyó resonar fuera, en el pasillo, los pasos de los hombres grises. Uno tras otro se arrastraron a través de la puertecilla hasta que hubo en la sala todo un grupo. Miraron a su alrededor.

—Impresionante —dijo uno de ellos—. Así que esta es nuestra nueva casa.

—La niña Momo ha abierto la puerta —dijo otra voz cenicienta—, lo he visto exactamente. Una niña razonable. Me gustaría saber cómo se las ha arreglado para persuadir al viejo.

Y una tercera voz, muy semejante, contestó:

—En mi opinión, habrá cedido el propio
Alguien
. Porque el que no exista la aspiración del tiempo en la calle de Jamás sólo puede significar que él mismo la ha detenido. Se habrá dado cuenta de que tiene que someterse a nosotros. Ahora lo arreglaremos. ¿Dónde estará metido?

Los hombres grises miraron alrededor, buscando, cuando, de pronto, dijo uno de ellos, con una voz más cenicienta aún, si cabe:

—Algo falla, señores. ¡Los relojes! Miren los relojes. Están todos parados. Incluso este reloj de arena.

—Los habrá parado —dijo otro, inseguro.

—No se puede parar un reloj de arena —dijo el primero—. Y, sin embargo, mírenlo señores, la arena se ha detenido en medio de la caída. Ni se puede mover el reloj. ¿Qué significa eso?

Todavía hablaba, cuando se oyeron pasos por el pasillo, y otro hombre gris se introdujo penosamente por la puertecita, gesticulando salvajemente.

—Acaban de llegar noticias de nuestros agentes de la ciudad. Se han detenido sus coches. Todo está parado. Es imposible sacar de ningún hombre ni la más pequeña cantidad de tiempo. Se ha desmoronado todo nuestro servicio de aprovisionamiento. ¡Ya no hay tiempo! ¡Hora ha detenido el tiempo!

Durante un instante reinó un silencio sepulcral. Entonces, uno preguntó:

—¿Qué dice? ¿Que se ha desmoronado el servicio de aprovisionamiento? ¿Y qué será de nosotros cuando se hayan consumido los cigarros que llevamos?

—Usted sabe perfectamente qué será de nosotros —gritó otro—. ¡Es una catástrofe, señores!

Y de repente, todos empezaron a gritar a la vez:

—¡Hora quiere destruirnos!

—¡Tenemos que levantar en seguida el asedio!

—Tenemos que llegar a nuestros almacenes de tiempo.

—¿Sin coche? ¡No llegaremos a tiempo!

—¡Sólo tengo cigarros para veintisiete minutos!

—¡Y yo para cuarenta y ocho!

—¡Déme!

—¿Está loco?

—¡Sálvese quien pueda!

Todos habían corrido hacia la puertecita y pretendían salir al mismo tiempo. Desde su escondrijo, Momo podía ver cómo, en su pánico todos se golpeaban, tiraban y empujaban y se embrollaban en una pelea terrible. Todos querían salir antes que los demás y peleaban por su vida gris. Se tiraban los sombreros de la cabeza, se arrancaban de la boca, mutuamente, los pequeños cigarros. A quien esto le ocurría parecía perder, al momento, toda su fuerza. Se quedaba con las manos extendidas, una expresión llorosa y aterrorizada en la cara, se volvía transparente y desaparecía. No quedaba nada de él, ni siquiera el bombín.

Al final no quedaron más que tres hombres grises en la sala, que consiguieron ir saliendo, uno tras otro.

Momo, con la tortuga en un brazo y la flor horaria en la otra mano, los siguió. Ahora todo dependía de que no perdiera de vista a los hombres grises.

Cuando salió del gran portal vio que los ladrones de tiempo ya habían corrido hasta el extremo de la calle de Jamás. Allí estaban, en medio de nubes de humo, otros grupos de hombres grises, que discutían con gestos airados. Cuando vieron correr a los que salían de la casa de Ninguna Parte, también empezaron a correr, otros se sumaron a los que huían y, al poco rato, todo el ejército se hallaba en una retirada a la desbandada. Una caravana casi interminable de hombres grises corría hacia el centro de la ciudad a través del misterioso barrio de sueños con sus casas blancas como la nieve y las sombras que caían en distintas direcciones. A causa de la desaparición del tiempo, también había desaparecido aquí la curiosa inversión de prisa y lentitud. La comitiva de hombres grises pasó al lado del monumento del huevo y llegó hasta donde estaban aquellas casas de vecindad grises, tristes, en las que moraba la gente que vivía al borde del tiempo. Pero también aquí todo estaba rígido.

Momo seguía a una distancia prudencial detrás de los últimos rezagados. Así comenzó una persecución al revés a través de la gran ciudad, una persecución en la que un grupo enorme de hombres grises huía y una niña con una flor en una mano y una tortuga en la otra los perseguía.

¡Pero qué aspecto tan misterioso tenía la gran ciudad! En la calzada, los coches estaban parados uno al lado del otro; detrás del volante, los conductores estaban inmóviles, con las manos en el cambio de marchas o en la bocina (uno tenía un dedo en la sien y miraba muy enfadado a su vecino); los ciclistas tenían un brazo levantado, como señal de que iban a girar; y en las aceras, todos los peatones, hombres, mujeres, niños, perros y gatos, totalmente inmóviles, incluso los gases de los tubos de escape.

En los cruces estaban los guardias de tráfico, con los silbatos en la boca, detenidos mientras hacían señales. Una bandada de palomas flotaba en el aire encima de una plaza. En lo alto había un avión que parecía pintado en el cielo. El agua de las fuentes parecía hielo. Las hojas que caían de los árboles se mantenían inmóviles a medio camino. Y un perrito, que precisamente levantaba la pata junto a un farol, parecía disecado.

Por esa ciudad, muerta como una fotografía, corrían los hombres grises. Y Momo detrás, siempre cuidando que no la vieran. Pero aquéllos ya no prestaban atención a nada, porque, de todos modos, su huida resultaba cada vez más difícil y agotadora.

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