Por esa época ya no vivía cerca del viejo anfiteatro, sino en otro barrio, donde vivía toda la gente rica y famosa. Había alquilado una gran casa moderna, situada en medio de un gran parque. Tampoco se llamaba Gigi, sino Girolamo.
Claro que hacía tiempo que había dejado de inventar, como antes, historias nuevas. Ya no tenía tiempo.
Empezó a ser parco en el gasto de sus ocurrencias. De una sola de ellas ahora hacía, a veces, cinco historias diferentes.
Y cuando eso ya no bastó para satisfacer a la demanda siempre creciente, un día hizo algo que nunca debería haber hecho: contó uno de los cuentos que era exclusivamente de Momo.
Aquella historia fue devorada con la misma urgencia que todas las otras y olvidada con la misma rapidez. Se le exigían más historias. Gigi estaba tan aturdido por esa velocidad que, una tras otra, dejó escapar todas las historias que habían estado destinadas únicamente a Momo. Y cuando hubo contado la última sintió, de repente, que estaba vacío y hueco y que no podía inventar nada más.
Llevado por el miedo de que el éxito pudiera abandonarlo, empezó a contar de nuevo todos sus cuentos, sólo que con otros nombres y algunos cambios. Lo sorprendente fue que nadie pareció darse cuenta. Por lo menos no influyó en la demanda.
Gigi se agarró a ello como un náufrago a una plancha de madera. Porque ahora era rico y famoso y, ¿acaso no era eso lo que había soñado toda su vida?
Pero a veces, de noche, bajo su colcha de seda, en la cama, sentía nostalgia de su otra vida, cuando podía estar junto con Momo y el viejo Beppo y los niños y cuando realmente había sabido contar cuentos.
Pero no había ningún camino de retorno, porque Momo seguía sin aparecer. Al principio, Gigi había hecho algunos intentos serios de encontrarla, pero más tarde ya ni había tenido tiempo para ello. Ahora tenía tres secretarias eficientes que hacían los contratos por él, a las que dictaba sus historias, que le hacían la publicidad y regulaban sus citas. Ya no le quedó ningún momento para buscar a Momo.
Quedaba poco del viejo Gigi. Pero un día hizo de tripas corazón y decidió tomar conciencia de sí mismo. Ahora era alguien, se decía, cuya voz tenía peso y al que escuchaban millones. Quién, sino él, podía decirles la verdad a los hombres. Él les hablaría de los hombres grises. Y de paso les diría que ésta no era una historia inventada y que pedía a todos sus oyentes que le ayudaran a buscar a Momo.
Había tomado esa decisión una de las noches en que echaba de menos a sus amigos. Cuando llegó el amanecer, ya estaba sentado ante su gran escritorio para tomar notas sobre su plan. Pero antes de haber escrito la primera palabra, sonó el teléfono. Levantó el auricular, escuchó, y quedó rígido de terror.
Le hablaba una voz curiosamente átona, se podría decir cenicienta, y al mismo tiempo sintió que le invadía un frío terrible que le congelaba hasta la médula.
—¡Déjalo estar! —dijo la voz—. Te lo aconsejamos por tu bien.
—¿Quién está ahí?
—Lo sabes muy bien —contestó la voz—. No hace falta que nos presentemos. Si bien es cierto que todavía no has tenido el placer de conocernos, nos perteneces desde hace tiempo. No digas que no lo sabías.
—¿Qué queréis de mí?
—Eso que te has propuesto no nos gusta nada. Sé buen chico y déjalo estar, ¿eh?
Gigi reunió todo su valor.
—No —dijo—, no lo dejo. Ya no soy el pequeño Gigi Cicerone, el desconocido. Ahora soy un gran hombre. ¡Veremos si podéis conmigo!
La voz rió sin alegría y, de pronto, comenzaron a castañetearle los dientes a Gigi.
—Tú no eres nadie —dijo la voz—. Nosotros te hemos hecho. Tú eres un muñeco de goma. Nosotros te hemos hinchado. Pero si nos molestas, te haremos deshinchar. ¿Acaso crees en serio que lo que eres ahora lo debes a tu insignificante talento?
—Sí, lo creo —contestó Gigi, ronco.
—Pobre, pequeño Gigi —dijo la voz—. Eres y seguirás siendo un iluso. Antes eras el príncipe Girolamo disfrazado de pobre Gigi. ¿Y qué eres ahora? El pobre Gigi disfrazado de príncipe Girolamo. Aun así, deberías estarnos agradecido, porque al fin y al cabo, hemos sido nosotros los que hemos hecho realidad todos tus sueños.
—¡Eso no es verdad! —replicó Gigi——. ¡Es mentira!
—¡Por mis tiempos! —contestó la voz, volviendo a reír sin alegría—. Precisamente tú quieres venirnos a nosotros con la verdad. Antes gastabas tantas palabras sobre lo que es y no es la verdad. Pobre Gigi, no sacarás nada bueno si tratas de remitirte a la verdad. Te has hecho famoso con nuestra ayuda por tus embustes. No eres ninguna autoridad en cuanto a la verdad. Por eso, ¡déjalo estar!
—¿Qué habéis hecho con Momo? —murmuró Gigi.
—No te rompas tu cabecita por eso. A ella no puedes ayudarla ya, y menos si empiezas a contar ese cuento acerca de nosotros. Lo único que conseguirás es que tu éxito se vaya tan rápidamente como vino. Claro que eso has de decidirlo por ti mismo. Nosotros no queremos impedirte que juegues a ser el héroe, si tanto te importa. Pero no puedes esperar que sigamos protegiéndote si tú eres tan desagradecido. ¿Acaso no es mucho más agradable ser rico y famoso?
—Sí —reconoció Gigi, con voz ahogada.
—¡Lo ves! A nosotros nos dejas fuera del juego. Mejor que le cuentes a la gente lo que quiere oír.
—¿Cómo he de hacerlo, ahora que lo sé todo?
—Te voy a dar un consejo: No te tomes tan en serio a ti mismo. En el fondo, tú no importas. Visto así, bien puedes continuar como hasta ahora.
—Sí —dijo Gigi, mirando fijamente ante sí—, visto así…
Se interrumpió la comunicación, y Gigi colgó el teléfono. Cayó sobre la superficie de su gran escritorio y ocultó la cara entre los brazos. Un sollozo sordo le agitó.
A partir de ese día, Gigi había perdido todo el respeto por sí mismo. Renunció a su plan y siguió como hasta entonces, pero se sentía un estafador. Y lo era. Antes, su fantasía le había llevado por caminos alados, y él la había seguido. Pero ahora mentía.
Se convirtió en el payaso, en el pelele de su público, y lo sabía. Comenzó a odiar su actividad. Y así, sus cuentos se volvían cada vez más estúpidos o sentimentaloides. Pero eso no dañaba su éxito; al contrario, se decía que era un nuevo estilo y muchos trataban de imitarlo. Se convirtió en la gran moda. Pero a Gigi no le causaba alegría. Ahora sabía a quién se lo debía. No había ganado nada. Lo había perdido todo.
Pero seguía corriendo con el coche de una cita a otra, volaba en los aviones más rápidos y dictaba ininterrumpidamente, estuviera donde estuviera, sus viejas historias, con ropajes nuevos, a sus secretarias. Según todos los periódicos, era «sorprendentemente fructífero».
Así, Gigi el soñador se había convertido en Girolamo el embustero.
A los hombres grises les había resultado mucho más difícil con Beppo Barrendero.
Desde aquella noche en que Momo desapareció, estaba sentado, siempre que su trabajo se lo permitía, en el viejo anfiteatro y esperaba. Su preocupación e intranquilidad crecía de día en día. Cuando por fin no pudo aguantar más, decidió ir, a pesar de todas las justificadas objeciones de Gigi, a la policía.
«Es mejor», se decía, «que vuelvan a meter a Momo en uno de esos hospicios con rejas en las ventanas, a que la tengan prisionera los hombres grises. Si es que todavía vive. Ya se ha escapado una vez de uno de esos hospicios, y podría hacerlo de nuevo. Acaso yo pueda ocuparme de que no la metan. Pero primero hay que encontrarla».
Se fue, pues, a la comisaría más cercana, que estaba al extremo de la ciudad. Todavía estuvo un rato ante la puerta, dando vueltas a su sombrero entre las manos, pero al final se decidió y entró.
—¿Qué desea? —le preguntó un policía que estaba ocupado en rellenar un impreso largo y difícil.
Beppo necesitó un rato antes de comenzar:
—Tiene que haber pasado algo terrible.
—¿Ah, sí? —preguntó el policía, mientras seguía escribiendo—. ¿De qué se trata?
—Se trata —contestó Beppo— de nuestra Momo.
—¿Un niño?
—Una niña pequeña.
—¿Es suya esa niña?
—No —contestó Beppo, trastornado—, quiero decir sí, pero no soy el padre.
—No, quiero decir sí —repitió, irritado, el policía—. ¿De quién es esa niña? ¿Quiénes son sus padres?
—No lo sabe nadie —contestó Beppo.
—¿Dónde está registrada esa niña?
—¿Registrada? —preguntó Beppo—. Supongo que entre nosotros. Todos la conocemos.
—Así que no está registrada —contestó el policía con un suspiro—. ¿Sabe que eso está prohibido? ¡A dónde iríamos a parar! ¿Dónde vive la niña?
—En su casa —dijo Beppo—, quiero decir, en el anfiteatro. Pero ya no vive allí. Ha desaparecido.
—¡Un momento! —dijo el policía—. Si lo entiendo bien, vivía hasta ahora en las ruinas de allá afuera una pequeña niña que se llama… ¿cómo decía que se llama?
—Momo —contestó Beppo.
El policía empezó a apuntarlo todo.
—… que se llama Momo. Momo, ¿y qué más? ¡El nombre completo, por favor!
—Momo y nada más —dijo Beppo.
El policía se rascó la barbilla y miró apesadumbrado a Beppo.
—Eso no puede ser, señor mío. Yo quiero ayudarle, pero así no se puede formular una denuncia. Dígame, primero, cómo se llama usted.
—Beppo.
—¿Qué más?
—Beppo Barrendero.
—Quiero saber el apellido, no la profesión.
—Es ambas cosas —explicó Beppo, paciente.
El policía dejó caer la pluma y enterró la cara en las manos.
—¡Dios santo! —murmuró desesperado—. ¡Por qué tenía que estar de servicio precisamente yo!
Se enderezó, echó los hombros hacia atrás, sonrió animoso al viejo y dijo, con la suavidad de un enfermero:
—Podemos tomar los datos personales más tarde. Cuénteme ahora, por orden, qué ocurrió.
—¿Todo? —preguntó Beppo, dudoso.
—Todo lo que importa —contestó el policía—. Si bien no tengo tiempo, antes del mediodía tengo que rellenar toda esa montaña de impresos, y ya no puedo más, tómese su tiempo y cuénteme qué le ocurre.
Se echó atrás en su asiento con la expresión de un mártir al que estuvieran asando a la parrilla. El viejo Beppo comenzó a contar, a su modo lento, toda la historia, empezando por la aparición de Momo y su cualidad extraordinaria, hasta los hombres grises del vertedero, a los que él mismo había espiado.
—Y esa misma noche —concluyó— desapareció Momo.
El policía le miró, pesaroso, largo rato.
—Dicho de otro modo —dijo por fin—, que había una vez una niña muy inverosímil, cuya existencia no se puede demostrar, que ha sido raptada por una especie de fantasmas, que, como todo el mundo sabe, no existen, hacia quién sabe dónde. Pero ni siquiera eso es seguro. ¿Y de eso se ha de ocupar la policía?
—Sí, por favor —dijo Beppo.
El policía se inclinó hacia adelante y dijo, con rudeza:
—¡Écheme el aliento!
Beppo no entendió el por qué de esa orden, se encogió de hombros, pero le echó el aliento al policía.
Éste olisqueó y dijo:
—Está claro que no está borracho.
—No —dijo Beppo, rojo de vergüenza—, no lo he estado nunca.
—Entonces, ¿por qué me cuenta todas esas insensateces? —preguntó el policía—. ¿Se cree que la policía es tan estúpida como para creerse todos esos cuentos?
—Sí —dijo Beppo, cándido.
Ahí se acabó la paciencia del policía. Saltó de su silla y pegó un puñetazo en la mesa:
—¡Ya basta! —gritó, rojo de ira—. ¡Lárguese inmediatamente si no quiere que le encierre por insultos a la fuerza pública!
—Perdón —dijo Beppo, asustado—, quería decir otra cosa. Quería decir que…
—¡Fuera! —chilló el policía.
Beppo se volvió y salió.
Durante los días siguientes apareció en las diversas comisarías. Las escenas que tenían lugar en ellas apenas se diferenciaban de la primera. Se le echaba, se le enviaba amablemente a casa o se le consolaba, para librarse de él. Pero, una vez, Beppo cayó en manos de un jefe de policía que tenía menos sentido del humor que sus compañeros. Sin un gesto, se hizo relatar toda la historia, para decir fríamente:
—Este viejo está loco. Habrá que comprobar que no sea un loco peligroso. Llévenlo a la celda.
En la celda, Beppo tuvo que esperar medio día hasta que dos policías le metieron en un coche. Le llevaron, a través de toda la ciudad, hasta un gran edificio blanco con barrotes en las ventanas. Pero no era una prisión ni nada parecido, según pensaba Beppo al principio, sino un hospital para enfermedades nerviosas.
Aquí se le revisó a fondo. El médico y los enfermeros eran amables con él, no se reían de él ni se enfadaban, incluso parecían interesarse por su historia, porque tenía que contarla una y otra vez. Aunque nunca le contradijeran, Beppo nunca tuvo la sensación de que le creyeran. No sabía lo que querían de él, pero no le dejaban marchar.
Cada vez que preguntaba cuándo le dejarían marchar, se le decía:
—Pronto. Pero todavía le necesitamos. Debe entenderlo. Las investigaciones no están terminadas todavía, pero avanzamos.
Y Beppo, que creía que las investigaciones eran por el paradero de Momo, se cargaba de paciencia.
Se le había señalado una cama en un gran dormitorio donde también dormían muchos otros pacientes. Una noche despertó y vio a la luz de la tenue iluminación nocturna que había alguien al lado de su cama. Primero sólo vio el pequeño punto luminoso de un cigarro encendido, pero después distinguió el bombín y la cartera. Comprendió que se trataba de alguno de los hombres grises, sintió frío hasta en los huesos y quiso pedir auxilio.
—¡Silencio! —dijo en la oscuridad la voz cenicienta—. Tengo la misión de hacerle una oferta. Escúcheme y no conteste hasta que yo se lo diga. Habrá podido darse cuenta, un poco, de hasta dónde llega nuestro poder. Depende de usted el que tenga que darse más cuenta todavía. Es cierto que no nos puede dañar lo más mínimo al contar esta historia que va contando, pero no nos gusta. Claro que tiene toda la razón al pensar que nosotros tenemos presa a Momo. Pero no se haga ilusiones de que jamás se la encuentre. Eso no ocurrirá jamás. Y con sus esfuerzos no le hace la situación más fácil a ella. Cada uno de sus intentos, mi querido amigo, lo ha de pagar ella. Así que, en el futuro, piense bien lo que hace y dice.
El hombre gris sopló algunos anillos de humo y observó con satisfacción el efecto que su discurso hacía en el viejo Beppo.