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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

Morsamor (10 page)

BOOK: Morsamor
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Morsamor se dejó abrazar y abrazó también con efusión a Duarte de Mendaña, recordando el beneficio que le hizo, aunque aceptando que el bienhechor no había sido él, sino su abuelo.

—Así es mejor —dijo Tiburcio riendo y por lo bajo—. Así te triplicas y de ti mismo te forjas antepasados. Así te asemejas a cierto mercader que el Padre Ambrosio conoció en Roma, de quien contaba que se hizo retratar en escultura y en pintura, con trajes de todas las edades, hasta de aquella en que florecieron los Scipiones y los Favios. Con tan buena maña se formó larga serie de progenitores ilustres.

Como quiera que ello fuese, el reconocimiento que Duarte de Mendaña hizo de Morsamor, le sirvió de mucho, allanó dificultades, disipó recelos e hizo que el Rey le hablase y le recibiese en su corte.

V

Recibidos ya en la corte Morsamor y su doncel Tiburcio, lograron pronto ser estimados y queridos.

Las fiestas de todo género se sucedían entonces sin un momento de descanso. El Rey quería celebrar el concertado enlace de su hija la Infanta doña Beatriz con el Duque de Saboya, y anhelaba deslumbrar a los embajadores de aquel potentado, que iba a ser su yerno, con el lujo, la magnificencia y el esplendor de la capital de sus dominios. El tiempo volaba sin sentir en medio de tantos deleites. Hubo brillantes saraos, festines, cacerías y giras campestres variadas y amenas.

Tiburcio, que era muy alegre y decidor, divertía y regocijaba a las damas y tenía con ellas mucho partido. No alcanzaba tanto favor con los hombres. Tal vez le envidiaban muchos. Tal vez se dolían otros de la insolente suerte con que les ganaba el dinero cuando jugaban a los dados.

De todos modos, aunque era muy lucido el papel que Tiburcio hacía, Morsamor se adelantaba en lucimiento y obtenía aplausos mayores.

Muy celebrado fue Tiburcio por la serenidad y la destreza con que en una montería a caballo, hirió con su rejón un enorme y espumante jabalí, dejándole muerto. Pero Morsamor aún fue más aplaudido, porque, en cerrado coso, a caballo, y armado también de frágil bastón en cuya extremidad había acicalado hierro, lidió y mató bravos toros entre las entusiastas aclamaciones de caballeros y de damas.

Sin duda entonces hubo de prendarse de Morsamor doña Sol de Quiñones. Lo cierto es que él se prendó de ella, hizo gala de que la servía y vistió sus colores.

Cuando se dispuso que hubiese también algo a modo de justas, donde los caballeros luciesen su habilidad en varios ejercicios a la jineta, corriendo sortijas y tirando bohordos, Morsamor quiso tomar parte en las justas y lucir en ellas una empresa significativa de los sentimientos amorosos que doña Sol le había inspirado.

Consultado sobre el caso a Tiburcio, que de todo entendía, Tiburcio hubo de decirle que no le parecía mal su propósito, con tal de que la empresa no fuese sobrado jactanciosa, ni tampoco muy clara ni muy obscura, sino dotada de la discreción conveniente y con lema, mote o divisa de notable concisión y más bien en latín que en idioma moderno.

Tiburcio añadió luego:

—Esto de las empresas es usanza muy agradable y muy seguida en el día. No hay príncipe, ni monarca, ni valiente y enamorado caballero que no guste ahora de salir luciendo alguna empresa, ya en su sobreveste, ya en su bandera o estandarte, ya en la cimera de su yelmo. Algunas de estas empresas han sido y son muy celebradas por el tino y primor con que expresan el pensamiento, la intención o el valer de quien las usa. De aquí que varones muy doctos no han desdeñado inventarlas, sino que lo han tenido a mucha gloria. De Antonio de Nebrija, egregio maestro en Castilla de letras humanas, se cuenta que inventó la empresa del Rey D. Fernando el Católico, la cual era el nudo gordiano, desbaratado y roto por la mano y espada de Alejandro, con un letrero que decía:
Tanto monta
, o sea que es lo mismo romper que desatar. Y más tarde el Sr. Luis Marliani, Obispo de Tuy y médico y matemático insigne, inventó empresa todavía mejor, para el César Carlos V, reemplazando el eslabón de Carlos el Atrevido, Duque de Borgoña. Y fue y es la tal empresa la representación de las columnas de Hércules, con esta letra:
Plus ultra
; breves, elocuentes y sublimes palabras, que evocan en la mente de quien las lee la inmensidad del Océano, las islas y los continentes incógnitos, el nuevo mundo en suma, descubierto y dominado por la tenacidad, la osadía y la ventura de los hijos de Iberia. Empresas políticas son estas; pero también los galanes enamorados han solido inventar en ocasiones muy graciosas y gentiles empresas. Veamos si a ti se te ha ocurrido alguna que merezca elogio y que convenga a tus fines.

Morsamor contestó:

—En verdad, se me ha ocurrido una empresa, que me parece bien. Si peca por algo, es por ser sobrado clara. Pongo yo un campo dividido en quiñones o suertes, pero que nadie puede cultivar ni gozar porque le rodea una salamandra que en torno del campo se enrosca. Y en el centro hay un sol de oro cuyos rayos enamoran a la salamandra a par que la queman. Y de la boca de la salamandra sale una cinta que va hacia el sol y lleva este escrito:
En ti vivo, muero y ardo
.

Tiburcio no pudo menos de hallar la empresa sutil e ingeniosa; pero como era muy franco y decía su parecer sin rodeos y aconsejaba con toda libertad, habló a Morsamor de esta suerte:

—De perlas encuentro yo todo eso. He de permitirme, no obstante, hacer algunas observaciones, y aun de atreverme a aconsejarte y amonestarte, pues aunque novicio y más joven que tú, soy como el apoderado y representante del sapientísimo Padre Ambrosio, en cuyo nombre hablo. Declaro, pues, en su nombre, que estos enamoramientos son un tanto cuanto pueriles y pueden ser perjudiciales. ¿Has venido acaso a nueva vida por la virtud pasmosa de la ciencia para volver a las andadas e incurrir (perdóname que así las califique) en las mismas locuras y sandeces de tu vida anterior? Tú te has remozado para acometer grandes empresas que honren y glorifiquen a ti y a todo el linaje humano y no para enamorarte como un bobo de una damisela entonada y cogotuda que acabará por apartarse de sí con melindroso desprecio cuando se satisfaga y harte su amor propio de recibir adoraciones. Si yo creyese como Pitágoras que las almas transmigran y que van sucesivamente informando distintos cuerpos, lo que recelo que pasa en ti, me inclinaría a entender que de nada vale la tal transmigración para el adelanto de las almas. Aunque tuviésemos siete vidas como los gatos, haríamos en la séptima simplezas no menores que en la primera y daríamos idénticos tropiezos y caídas. Nada censuraría yo si se limitasen estos amoríos a ser un galante y fugaz pasatiempo, pero los hallo muy mal si son serios. El inaudito esfuerzo que el Padre Ambrosio hizo para remozarte, no debe tener tan mezquino resultado.

—Tu amonestación —contestó Miguel de Zuheros— es infundada y hasta perversa. Blasfemas calificando de sandio y de mezquino al amor, germen fecundo de virtudes y de grandes acciones. Acuérdate de la divina fábula de Esopo. Amor bajó del Olimpo para consolar al linaje humano. En el banquete de los dioses faltó la antigua alegría porque Amor estaba ausente. Amor volvió entonces al cielo y rara vez y muy de pasada acude al mundo, donde sus menores hermanos, hijos de las ninfas, toman su apariencia y le imitan hiriendo las almas vulgares. Pero el verdadero y celeste Amor hiere las almas escogidas, e hiriéndolas, las habilita y dispone para llevar a cabo las más altas hazañas. De este celeste Amor imagino y pretendo yo estar herido. ¿En qué contraría, en qué desluce o esteriliza semejante enamoramiento el propósito que pudo tener el Padre Ambrosio al remozarme?

—Mucho podría yo argumentar en contra —replicó Tiburcio—. Para impulso de grandes hazañas, preferiría yo en ti el amor de la gloria, el de la patria, el de todo el humano linaje, el de Dios mismo y no el de una mujer cualquiera. Tal amor tiene no poco de idolatría. Tú te le finges espiritual y alambicado, mas yo sospecho que no lo es. Yo le creo nacido del consorcio de tu vanidad mundana con cierto prurito que proviene sin duda de que al Padre Ambrosio se le fue la mano cuando compuso la poción preparatoria que te propinó antes de remozarte, vertiendo en ella en demasía cierto ingrediente: el zumo de las mandrágoras con que Lía apartaba a Jacob de Raquel y le atraía a su regazo.

—Inverosímil parece —interpuso Morsamor— que tú, siendo tan mozo, dudes de lo verdaderamente poético o más bien lo niegues, entregándote a cavilaciones diabólicas.

—¿Quién sabe? —dijo Tiburcio—. Posible es que tenga yo algo de diablo, pero, aun así, yo sería siempre un diablo muy puesto en razón y muy juicioso.

Sin enojo oyó Morsamor las amonestaciones de Tiburcio, pero no atendió a sus consejos y siguió pretendiendo y rindiendo culto a doña Sol de Quiñones.

En las justas figuró con brillantez y lució la empresa que él mismo nos ha descrito.

Hubo en palacio otra magnífica fiesta. El egregio poeta Gil Vicente había compuesto un auto alegórico y mitológico para celebrar la boda de la Infanta y desearle toda ventura en su viaje a los Estados de su esposo. El auto se representó en palacio con gran lujo y primor en los adornos y vestimentas de cuantos farsantes figuraron en él.

Nada menos que la Divina Providencia toma las convenientes medidas y lo apercibe todo para que la navegación de la recién desposada sea próspera, decorosa y grata. A este fin llama a Júpiter y le encomienda el asunto. Júpiter entonces convoca y reúne a las divinidades de los mares y de los vientos y con ellas arregla y ordena tan benignamente las cosas que la Infanta puede llegar al puerto de Villafranca, sana, salva y complacida, como llegó en efecto.

El lindo y candoroso auto de Gil Vicente se titula
Cortes de Júpiter
, y fue muy aplaudido por el noble auditorio. Pero, en medio de los aplausos, no faltaron cortesanos y damas que en voz baja hablasen de un sujeto cuya ausencia no extrañaban aunque hacían sobre ella comentarios, tal vez piadosos, tal vez malignos.

Era este sujeto el trovador Bernardín Riveiro, estimado como nuevo Macías. Nadie ignoraba su audacia, su fervoroso amor a doña Beatriz. Y no pocos creían que ella había correspondido a aquel amor con afecto tan puro como vehemente. Por cierta se daba la desesperación de Bernardín Riveiro al ver que iba a ausentarse el alto objeto de su adoración y de su culto. ¿Dónde habría ido Bernardín Riveiro a ocultar su dolor o más bien a darle en la soledad rienda suelta? Esto se preguntaban los caballeros y las damas, si bien se lo preguntaban como profundo misterio que todos sin embargo sabían. De lo que tal vez se dudaba era de si compartía doña Beatriz la pena del trovador, de si engreída con la pompa nupcial y con su triunfo, no se cuidaba de aquella pena o de si la convertía en su corazón en melancolía suave, en algo a modo de ensueño dulce, triste y vago que la brillante realidad iba desvaneciendo como se desvanece la pálida luz de las estrellas ante el alegre esplendor de la rosada aurora.

Como quiera que fuese, la Infanta doña Beatriz, acompañada de los embajadores, de su esposo y de gran comitiva de damas y de señores ilustres de la primera nobleza de Portugal, partió al fin de Lisboa para Villafranca de Niza. El Rey, su padre, y la señora Reina fueron embarcados hasta el convento de Belén para despedirla. Y de allí zarpó la magnífica armada de dieciocho bajeles, tan poderosos y bien artillados que, como dice Gil Vicente en su auto, no podían menos de hacer temblar al turco.

A poco de la partida de la Infanta doña Beatriz, la corte se fue a Cintra, deliciosa residencia de verano.

Morsamor, como gran forastero, siguió a la corte, acompañado de su doncel Tiburcio.

Aún no hermoseaban a Cintra los espléndidos bosques de camelias que le prestan hoy tan singular atractivo. En la más elevada cumbre de sus montes no resplandecía aún restaurado el castillo que llaman de la Peña, donde el maravilloso ingenio artístico del Rey D. Fernando, consorte de doña María de la Gloria, ha mostrado su inspiración y lucido su inventiva, labrando la piedra con mil primorosos caprichos y dando ser a un extraño monumento arquitectónico que más que de hombres parece vivienda de silfos y de hadas.

Cintra, no obstante, era entonces tan encantadora como en el día. Aquellos cerros, que estriban en el Atlántico y forman el promontorio más occidental de Europa, parecían tener, en edad de tanto predominio y triunfo de los portugueses, un simbólico significado; eran el trono de flores y de perenne verdura, donde había venido a sentarse el Genio de Portugal para derramar luz sobre el Mar Tenebroso, abrir nunca hollados caminos y extender su conocimiento y su dominación por los más apartados países y entre los más diversos pueblos.

Flora y Pales han prodigado sus tesoros en aquellos sitios. Arroyos de agua cristalina fecundan por donde quiera el suelo y dan grata frescura al ambiente, embalsamado por la esencia olorosa de una vegetación exuberante. Árboles lozanos y gigantescos crecen hasta en los más elevados picos, arraigan hasta en las hendiduras de las peñas y forman enramadas y verde bóveda sobre los mil senderos y veredas que cruzan los valles y que serpentean por la falda de los cerros, dibujándose como bordado de oro sobre el florido manto y sobre la mullida alfombra de hierba fresca que por todas partes se extiende.

Además del regio alcázar, ya había entonces en Cintra no pocos palacios y quintas de particulares ricos y no faltaban hospederías donde los extranjeros pudieran albergarse.

VI

Doña Sol y algunas otras damas de palacio habían acompañado a la Reina a Cintra. Natural era que hubiesen acudido allí también los galanes que a estas damas servían.

Algo me incumbe decir aquí de que me pesa por dos razones. Es la primera, que lo que yo diga como historiador verídico redunda quizá en menoscabo, aunque ligero, de la alta opinión que de doña Sol debe tenerse. Y es la segunda que no acierto a decirlo, sin grandes rodeos y perífrasis, a no valerme de términos o vocablos disonantes por su anacronismo.

Nadie ignora en el día lo que significa
coquetear
. Otro verbo novísimo se va introduciendo ya en nuestro idioma, verbo que no sé bien si expresa la misma acción del coqueteo o si tiene un leve diferente matiz, que se opone a la completa sinonimia.
Flirtear
es el verbo novísimo.

Permítaseme, pues, que, desechando mis escrúpulos morales y lingüísticos, me atreva a declarar aquí que doña Sol era muy inclinada a coquetear o a
flirtear
y que con Morsamor había coqueteado o
flirteado
mucho.

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