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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

Morsamor (8 page)

BOOK: Morsamor
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Al notar Miguel de Zuheros lo mucho que sabía su doncel, en apariencia con tan poca edad que apenas le apuntaba el bozo, se daba a sospechar si sería más viejo que él y si estaría como él remozado o si de cualquiera otra suerte habría vivido largas y sospechosas vidas anteriores. Miguel de Zuheros, sin embargo, no persistía en cavilar sobre estas cosas cuando notaba la sencillez y la naturalidad con que Tiburcio, sin hacer gala de su ciencia, la mostraba si era menester, y afirmaba haberla adquirido por medios y caminos, no raros y reprobados, si no lícitos y vulgares.

En aquella ocasión Tiburcio dio pruebas de lo bien que se enteraba de todo, señalando a su señor los más conspicuos caballeros y las más garridas damas, que en aquella procesión se parecían, y diciendo sus nombres, sus cualidades y su historia.

Nadie llamó tanto la atención de Miguel de Zuheros, como una dama muy hermosa y muy joven que iba cerca de la Reina.

—Esa es —dijo Tiburcio— la señora doña Sol de Quiñones, íntima amiga y favorita de la Reina, y nieta de aquel famoso y enamorado D. Suero que sostuvo el Paso honroso en el puente de Órbigo. Ya ves que es muy bella. Su beldad, no obstante, queda eclipsada por su discreción, por su talento, por sus virtudes y por la ingenua candidez de su carácter. Cuantos la tratan se prendan de ella y se hacen lenguas en su elogio.

Al contemplar tanta pompa y hermosura, Miguel de Zuheros sentía viva impaciencia de darse a conocer y de ser presentado en la corte. Pensando en cómo lo conseguiría de la manera para él más favorable, vio pasar la comitiva toda.

Aún salía mucha más gente del templo, y nuestros dos aventureros permanecieron parados para verla salir.

Ya de los últimos, apareció un pequeño grupo que montó a caballo a la puerta del templo y que pasó muy cerca de Miguel de Zuheros, excitando su curiosidad. Tiburcio la satisfizo diciéndole:

—Esos dos galanes, que van como cautivos al lado de las damas, son Pedro Carvallo y Ramón de Acevedo, valientes soldados de fortuna ambos, que han vuelto de la India con más oro que pesan. La graciosa morenita, que ríe a carcajadas y se zarandea y se mueve come si estuviera hecha de rabillos de lagartijas, es la muy ponderada ninfa gaditana, conocida ya en gran parte del mundo, con el extraño apodo que su compañera le ha dado. La llaman Teletusa la Culebrosa, en conmemoración de la Teletusa antigua y clásica, a quien celebra Marcial en uno de sus epigramas por lo bien que bailaba, repiqueteaba las castañuelas y hacía otros primores. La principal figura del grupo, y por serlo la he dejado para lo último, es nada menos que donna Olimpia de Belfiore, una de las más artísticas, hermosas, sabias y elocuentes mujeres, que ha producido Italia en nuestros días, en que renacen, más allí que en otras regiones, la antigua cultura greco-romana y las ciencias y artes de amor, de paz y de guerra. Atraída donna Olimpia por la trascendente fama del esplendor y de la riqueza de esta capital, ha venido a ella, hará dos semanas, en compañía de su amiga y en cierto modo discípula, la de Cádiz, a quien ha dado el nombre que ya te he dicho de Teletusa. Porque es de saber, que la tal donna Olimpia, lejos de ser una hembra adocenada, tiene portentoso ingenio y despunta por su mucha doctrina. En Italia la celebran de
mirabilmente colta
. Sabe latín como Nebrija; sabe también algo de griego; ha leído los poetas e historiadores antiguos y clásicos y los de su patria, y entiende tanto de cuanto hay que entender, que pasa por un Pico de la Mirándola o por un Fernando de Córdoba, con faldas.

A este punto de su perorata llegaba Tiburcio, cuando donna Olimpia y los que le acompañaban pasaron casi tocando con Miguel de Zuheros, el cual pudo ver bien y de frente a la dama. Estrella de amor le pereció y de primera magnitud y deslumbrante brillo. Sus cabellos relucían como oro candente, suponiéndose que se los adobaba y doraba con cierta loción cosmética de muy pocos conocida, y usada también por la famosa Lucrecia Borgia, Duquesa de Ferrara. Tanto hubo de ser así que no faltó en aquel tiempo quien asegurase, que el precioso rizo que tenía Pietro Bembo en el principio de su ejemplar de Lucrecio, donde está la invocación a Venus, rizo que se conserva aún en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, no era de la Duquesa de Ferrara, sino de la tal donna Olimpia. Sea de esto lo que se quiera, lo que nos importa añadir aquí es que el aspecto, ademán y entono de donna Olimpia estaban llenos de reposada majestad. De sus años no sabemos qué decir. Como las deidades mitológicas, como los seres inmortales, su edad era problemática; era casi un misterio. Se diría, no obstante, que aquel astro culminaba entonces en el meridiano de su belleza y de su gloria. Sobre la hacanea torda en que iba y sentada sobre blandos cojines en elegantísimo sillón o jamugas, semejaba una emperatriz en su trono.

Al encararse con Miguel de Zuheros, mirándole de frente, le hizo bajar los ojos deslumbrado por la viveza de aquel mirar y por la fuerza magnética de aquellos ojos verdes o glaucos como los de Minerva, Medea y Circe, y que podrían compararse a dos esmeraldas ardiendo en llamas.

Donna Olimpia era alta y bien formada, pero, más que esbelta, amplia y exuberante sin perder la gracia y el hechizo, como las ninfas y diosas que pintaba Tiziano Vecelli.

Cuando pasaron los del grupo, Tiburcio prosiguió su arenga diciendo:

—Esta donna Olimpia es un prodigio singular. Se ignora la edad que tiene. Quizá sea como la hechicera Arleta, que se disfrazaba de moza y enamoraba y seducía a todos los hombres. Su hermosura, sustancial o aparente, no se puede negar. Tiziano, no hace mucho tiempo, se complació en retratarla en un cuadro delicioso. Ella está figurando a Venus, con la ligereza de ropas que tal figuración requiere, pero en su soberbia cabeza lleva el morrión penachudo, y a sus pies tiene por tierra la truculenta espada de Marte. Por dichas prendas, que le ha entregado el Dios de la guerra que está allí contemplándola en éxtasis, le entrega ella un travieso amorcito, que tiene cogido por las alas y que ha sacado de una jaula, donde quedan aún presos otros varios hermanos suyos. Paréceme, señor Miguel, que no os disgustaría que os regalase o vendiese donna Olimpia alguno de los mencionados hermanos.

Interpelado así bruscamente, contestó Miguel de Zuheros:

—Déjate de eso ahora. En asuntos más graves debemos ocuparnos y más gloriosas empresas nos conviene acometer. Dime, sin embargo, pues no te niego que soy curioso, algo más que sepas de donna Olimpia.

—Poco más puedo contarte. Si hemos de creer lo que ella refiere, no ha habido, en lo que va de siglo, mujer más victoriosa. A sus pies han estado príncipes y duques, guerreros invictos, acaudalados mercaderes y laureados poetas como Ludovico Ariosto, Fracastoro, el Aretino, Sannazaro y muchos más cuyos nombres no acuden a mi memoria. En cierta farsa o representación alegórica, en el palacio de Alejandro VI, hizo una vez la figura de la Justicia, con la balanza en su fiel, pesando méritos y repartiendo premios según a cada uno le tocaba. Se cuenta, por último, que donna Olimpia, allá en su primera mocedad, se lució una vez en la academia platónica de Florencia, pronunciando un sublime discurso sobre el amor, que oyó Marcilio Ficino, ya viejo, y quedó embelesado de oírle.

—Vamos, vamos, no me cuentes más de esa mujer. Basta con lo que has dicho para comprender que es la más desvergonzada de las aventureras.

Terminada aquella conversación, Miguel de Zuheros y su doncel soltaron las riendas a sus caballos, y a buen trote, y buscando rodeos para no tropezar con la muchedumbre que atajaba el paso, se dirigieron a la Plaza del Rocío, para ver de nuevo la procesión o pompa regia, que debía pasar por allí. En seguida, según estaba anunciado, la procesión subiría a iglesia del Carmen, edificada sobre un cerro, que domina dicha plaza, y donde se ven y persisten aún sus ruinas, después del terremoto horrible que la destruyó en 1755.

En la iglesia del Carmen se venera una imagen de la Virgen de los Dolores, de quien era el Rey muy devoto y a quien iba a presentar rica ofrenda y a dar fervorosas gracias por los recientes triunfos que las armas portuguesas habían alcanzado en Ceilán
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y en otras islas más remotas.

III

La procesión iba con tanta pausa, que Miguel de Zuheros y Tiburcio no tuvieron que apresurarse para llegar a la Plaza del Rocío antes de que la procesión llegara.

Poca gente había aún en dicha plaza, en uno de cuyos ángulos se pararon nuestros aventureros. Todo en torno estaba sosegado. El escaso público hablaba en voz baja y hacía poco ruido, pero de súbito todo cambió de aspecto, levantándose allí cerca furioso tumulto. La gente se agolpaba a donde el tumulto había empezado: unas personas para tomar parte en él y por curiosidad otras. Un anciano de venerable aspecto, de blanca y luenga barba, vestido de negro a la italiana, y acompañado sólo de otro de menos edad, que parecía ser su familiar o secretario, estaba rodeado de hombres y mujeres del pueblo, de esclavos negros y de muchachuelos vagabundos, que en ademán hostil le insultaban y amenazaban a gritos, llamándole marrano, enemigo de Cristo y perro judío.

Sin provocar más la furia del populacho, y sin tratar tampoco de huir, el anciano miraba con serenidad y calma a los que le ofendían, manifestando en sus miradas, no indignación, sino dulce y resignada tristeza.

Aquel grave modo de sufrir la injuria, así como el valor pasivo de que el anciano daba pruebas, contuvieron por algunos momentos la furia del populacho. Los gritos no obstante de perro judío y de marrano, que los más desaliñados y maleantes no se cansaban de repetir, sobreexcitaron las malas pasiones. Todavía quedaba alrededor del denostado, un claro o vacío no pequeño; pero el círculo se iba estrechando, y era de temer, era casi seguro, que pronto las ofensas de palabra iban a convertirse en rudas ofensas de hecho. Ya algunos pilletes y mujercillas habían disparado contra el anciano desperdicios de berzas y frutas, y alguien también había escupido sobre él, aunque sin tocarle.

Un mulato, el más insolente de la chusma, avanzó hacia el anciano con la mano levantada como para darle en el rostro. El anciano permaneció impasible e inmóvil, apoyado en la larga bengala que le servía de báculo; pero su secretario o familiar, más joven y robusto, perdió paciencia, se interpuso, hizo cara al mulato y le sacudió tan fuerte puñetazo, que lo derribó por tierra.

La ira popular rompió entonces todo freno. Hombres, mujeres y chiquillos cayeron sobre los dos, al parecer forasteros y judíos, y sin duda los hubieran despedazado, si no acuden muy a tiempo Miguel de Zuheros y Tiburcio, abriéndose paso por entre la alborotada y amontonada muchedumbre y sacudiendo golpes sobre ella, con las espadas desnudas, aunque procurando que fuese de plano, para no causar heridas ni muertes.

Sorprendida y asustada la turba por aquella súbita e imprevista intervención, retrocedió no poco, dejando despejado un largo trecho en torno de los forasteros inermes, delante de los cuales se pusieron prontos a defenderlos los otros dos forasteros a caballo.

El populacho, no obstante, pasado su primer asombro, arremetió contra Miguel de Zuheros y Tiburcio, yendo algunos de los que acometían armados de garrotes y de puñales.

Sangrienta hubiera sido aquella pendencia, y tal vez de éxito fatal para nuestros dos héroes, si de repente no hubieran recibido el socorro de un gallardo mozo, más joven en apariencia que Tiburcio, a caballo también, elegante y ricamente vestido, y con el escudo de las armas reales bordado en la sobreveste, manifestando así que era mozo fidalgo o menino de la cámara del Rey.

Su nombre corrió entonces de boca en boca entre la plebe. Era el simpático Damián de Goes, que privaba mucho con el soberano.

Por lo pronto tuvo esto a raya a la multitud, pero no faltó quien la irritase, y empezó entre los tres caballeros por una parte, y siete u ocho fidalgos que estaban a pie y vinieron a auxiliarlos, y por otra parte la desarrapada muchedumbre, una muy reñida escaramuza, que hubiera terminado en tragedia, si por dicha no hubiesen amortiguado la cólera de todos, parándolos atónitos y respetuosos el resonar de los clarines y el estruendo jubiloso de las aclamaciones que anunciaban la entrada en la plaza del Rey y de su comitiva.

Aunque la lucha cesó, no cesó tan a tiempo que el Rey no se enterase de ella. Y mandados por él, se adelantaron algunos soldados de su guardia, rompieron por medio de la apiñada multitud y llegaron al centro mismo donde se hallaban los que dieron ocasión al alboroto.

Damián de Goes, haciéndose seguir de Miguel de Zuheros, de Tiburcio y de los dos forasteros desconocidos, llegó donde estaba el Rey y le refirió todo el suceso.

Dirigiéndose el Rey al anciano desconocido, le preguntó:

—¿Y tú quién eres y de dónde sales, viniendo a perturbar la alegría y la paz de Lisboa en ocasión tan solemne?

Con serenidad y desenfado respetuoso y en correcta y elegante lengua portuguesa, el anciano contestó al Rey:

—Yo señor, he nacido en Lisboa. Aquí he pasado los mejores años de mi vida. Las
saudades
de mi ciudad natal y (¿por qué he de negárselo a Vuestra Alteza?) negocios importantes de mi casa me han hecho volver a Portugal, que abandoné muy niño, cuando ya estoy viejo, aunque más abrumado por los pesares que por los años. Pensaba yo permanecer en Portugal muy poco tiempo, y no recelaba que nadie me reconociese, descubriendo y divulgando mi nombre, mi religión y mi casta, tan aborrecida hoy en España toda. Por desgracia no ha sido así. Interesados enemigos míos me han reconocido, han hecho correr la voz entre el vulgo de que soy israelita y han causado el atropello de que yo hubiera sido víctima, si estos nobles caballeros no me socorren.

—¿Y cuáles son tu condición y tu nombre? —preguntó el Rey.

Temeroso de que no le diesen crédito, vaciló en declararlos el anciano.

García de Resende, que acompañaba al Rey y no estaba muy lejos, se acercó entonces y dijo:

—Bien puede Vuestra Alteza estar satisfecho de que este anciano haya quedado libre de toda injuria. No sólo es portugués, sino uno de aquellos portugueses que dan más gloria a Portugal en esta nuestra edad para Portugal tan gloriosa.

Y dirigiéndose luego al anciano y alargándole la diestra para estrechar amistosamente la suya, añadió el ínclito trovador:

—¿Te has olvidado acaso de mí y del amistoso lazo con que nos unimos en Roma y de las largas pláticas que allí teníamos, cuando estuve yo como Secretario de la pomposa Embajada de Tristán de Acuña?

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