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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

Morsamor (9 page)

BOOK: Morsamor
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—¿Cómo había yo de olvidarme de García de Resende? —respondió el interrogado—. Yo no podía olvidar a uno de mis mejores amigos, cuyo Cancionero además, regalado por él, hace mi delicia y me vale, leyéndole, para conservar y perfeccionar en mi alma la lengua portuguesa, que fue la primera que hablé.

—Pero a todo esto —exclamó el Rey con impaciencia y encarándose con el anciano— tú no acabas de decirme quién eres.

—Perdona mi tardanza, señor.

Y añadió luego, echándose a los pies del Rey:

—Yo soy el hijo de un leal criado de tu heroico antecesor Alfonso V el Africano. Yo soy Judas Abravanel, más conocido hoy en el mundo con el nombre de León Hebreo.

Apenas Judas Abravanel hubo pronunciado estas palabras, muchos de la comitiva, y particularmente las damas, le cercaron para contemplarle y aplaudirle. Sus discretísimos
Diálogos de amor
eran muy admirados en la corte. La Reina, la Infanta doña Beatriz y otras muy sabias señoras se deleitaban leyendo en italiano aquellas tan sublimes filosofías. Todas, pues, se dieron el parabién de que León Hebreo no hubiera sido gravemente ofendido.

El Rey, no sin meditar para mejor ocasión algo en desagravio y obsequio de León Hebreo, hizo que, por lo pronto, dos de su guardia de a pie le acompañasen y le escoltasen hasta su posada.

Aunque Damián de Goes había dicho al Rey los nombres de los dos aventureros castellanos que habían tomado la defensa del ilustre filósofo israelita, el Rey, por distracción fingida o verdadera, y acaso por estar depriesa, no les dirigió la palabra y aparentó no fijar la atención en ellos. Conocedor de las más notables alcurnias y casas de la nobleza castellana, los apellidos de Zuheros y de Simahonda sonaron mal y sordamente en sus oídos.

Harto contrariado se sintió de esto Morsamor. No valía la pena de remozarse y de aparecer otra vez en el mundo como resucitando o resurgiendo a nueva vida para que le desdeñasen y le hiciesen tan poquísimo caso como en la vida antigua. Un reniego, apenas articulado, brotó de sus labios. Morsamor, no obstante, se repuso y disimuló su enojo, pero Tiburcio no dejó de notarlo y le dijo en voz baja:

—No pierdas paciencia, y ya verás cómo pronto te es propicia la fortuna.

En efecto, o por benevolencia, o porque los dos aventureros le eran simpáticos, o para mitigar el desdén o descuido del Rey, Damián de Goes estuvo afabilísimo con ellos y los movió a seguirle a la iglesia del Carmen, en pos de la comitiva del Rey.

Contrariado y triste se mostraba Damián de Goes, que era muy humano y benigno, de la feroz conducta que había tenido la plebe lisbonense con Judas Abravanel. Esto retrajo a su memoria la horrible matanza de judíos que pocos años antes, siendo él todavía muchacho, había hecho la plebe de Lisboa, fanatizada y enfurecida por algunos frailes y secundada por marineros de diversos países de cuantos barcos estaban anclados en el Tajo. Tres días duraron el saqueo y la matanza. Más de quinientos judíos murieron quemados, y degollados cerca de dos mil. El hedor de la carne chamuscada, de los cadáveres insepultos y de la sangre corrompida infectaba el aire. El Rey Don Manuel el Dichoso se hallaba entonces en Évora. Cuando volvió a su capital castigó, severamente justo, tan cruel infamia, haciendo ahorcar a varios de los amotinados y a dos o tres de los frailes instigadores. Los judíos portugueses, y no pocos de los expulsados de Castilla que en Portugal se habían refugiado, con mayor recelo del rencor de la plebe que confianza en el escarmiento que pudo causar el castigo, no osaban desde entonces aparecer en público en días de fiesta y solemnidad religiosa. Lamentable imprudencia había sido la de León Hebreo.

Pensando casi en alta voz, y según iban subiendo a la iglesia del Carmen, el futuro historiador del Rey Don Manuel, más excitado por el amor de la humanidad que por el amor de la patria, deploraba y condenaba la ferocidad de sus compatriotas contemporáneos así contra los judíos en Portugal como allá en la India contra las diversas gentes, musulmanas y gentiles, que iban venciendo y sujetando.

Nuestro Tiburcio, que iba al lado de Damián de Goes, procuró consolarle diciendo de esta manera:

—No os apesadumbréis tanto, mi buen señor, por lo tremendos y feroces que suelen mostrarse en el día los hombres de esta península, engreídos por sus triunfos y por su predominio en la tierra. Al cabo, no sin piadoso designio, entiendo yo que ha dispuesto la Providencia que sean las naciones de Aragón, Portugal y Castilla las que prevalezcan y descuellen en esta edad, todavía algo bárbara y de costumbres poco suaves. El sentimiento y la creencia de la fraternidad y de la igualdad humanas están más hondamente arraigados y grabados en el corazón y en la mente de los pueblos del Mediodía de Europa que en el corazón y en la mente de los pueblos del Norte. No hay castellano, ni portugués, que se juzgue de una raza superior; que deje de tener por hermanos suyos a los demás hombres; pero a veces la codicia rompe este lazo fraternal, y por robar se mata, y a veces una caridad mal entendida mueve al creyente celoso a infligir duras penas temporales con el intento y buen propósito de sacar del poder del diablo y de libertar de las penas eternas a los que están dados al diablo y son sus esclavos. Confieso que lo dicho tiene inconvenientes enormes, pero aún sería incomparablemente peor si fuese un pueblo más soberbio quien hoy predominara. Dentro de dos o tres siglos, cuando el corazón humano se ablande mucho con la cultura, acaso sean los pueblos del Norte los que predominen sin los horrores y estragos que hoy causaría su predominio. En el engreimiento del triunfo, tendrían por evidente que eran una raza superior y nos exterminarían a todos sus prójimos no creyéndonos tales. Dentro de dos o tres siglos, según ya he dicho, la culta filantropía no consentirá tan horrible caso. Lo más que podrá ocurrir, será que con su desdén orgulloso abatan y hundan en la abyección a los pueblos de que se enseñoreen, y que tal vez, predicándoles y enseñándoles doctrinas religiosas contrarias a la fe católica, sin el esplendor artístico y sin la pompa de sus ritos y con un concepto tremendo y duro de la justicia divina, no templada por la misericordia, entristezcan y desesperen a sus catecúmenos y los hagan morir de aburrimiento. Así presumirán ellos que, sin crueldad, van despejando de razas inferiores la superficie de nuestro planeta para que se extienda por toda ella, crezca y se multiplique la raza superior a que pertenecen.

La extraña teoría de Tiburcio no convenció a Damián de Goes, pero le hizo reír; y si no la halló verdadera, la halló chistosa.

Morsamor, distraído y taciturno, no prestó atención a lo que Tiburcio decía.

Así llegaron a la puerta de la iglesia del Carmen, y, encomendando sus caballos a sendos palafreneros de la Casa Real, que los tuvieron de la brida, entraron en la iglesia, donde se hallaban ya el Rey y todo su séquito.

IV

Poco tiempo permaneció Morsamor en la iglesia. Pronto salió de ella acompañado de Tiburcio que le seguía como su sombra.

—Yo no podía estar allí —dijo Morsamor—. Aquel ambiente me sofocaba. Me consideré reo del sacrilegio más espantoso. Fraile perjuro a sus votos imaginé que me arrojaban del santuario aquellos mismos tres ángeles poderosos que armados de azotes y montados en fantásticos corceles, arrojaron del templo de Jerusalén, para que no le profanase, al impío Heliodoro, ministro del rey de Siria.

—Mucho exageras tu pecado y el castigo que merece —contestó Tiburcio—. Te atormentas en demasía. Es muy excepcional tu situación. Tú debes ser también excepcionalmente juzgado. Tu vida de ahora es vida nueva por completo. Tu remozamiento casi es resurrección. Desecha remordimientos vanos. No te tengas por la misma persona que hizo sus votos en el convento de Sevilla. Cree más bien que eres el hijo de aquel fraile, que te engendró antes de entrar en la regla, y hasta que eres el nieto de aquel otro aventurero Morsamor que andaba por el mundo en el reinado de Enrique IV de Castilla.

Morsamor replicó:

—Quiero suponer que tienes razón en lo que dices. Me serenaré; me aquietaré creyéndome otro del que era. Algo hay, no obstante, que me amarga y emponzoña esta nueva vida y me persuade de que soy el mismo: el desdén, el menosprecio con que todos me miran. Con rapidez ha pasado por mi alma, pero dejando en ella doloroso rastro como si fuese metal derretido, un abominable pensamiento. Si yo me hubiese lanzado de súbito sobre ese rey presuntuoso que me desdeñaba, y le hubiese dado violenta muerte, de súbito también hubiera salido yo de la insignificante obscuridad en que me veo y las diez mil voces de la Fama hubieran llevado mi nombre por el mundo todo.

—Menester es —interpuso Tiburcio— que deseches esa ridícula y constante preocupación de que no te hacen caso. El tenerla ha sido hasta hoy causa principal de que no te le hagan. Tal preocupación proviene de sobra de vanidad y de falta de orgullo. Quien anhela que le hagan caso es quien no está seguro de su propio valer. Ora duda de él y quiere que los extraños confirmen y acrediten que le tiene; ora en el fondo de su atribulada conciencia se ve ruin, necio y para poco, y aspira sin embargo, a imponerse, engañando al mundo. Al orgulloso, al que hace alta estimación de sí propio, poco o nada le preocupa la estimación de los demás. Si no le estiman es porque no le comprenden. Y si le estiman, todo el caso que hagan de él no aumentará en un escrúpulo, en un átomo, la importancia que él se atribuye. En lo antiguo, entre los gentiles, era muy frecuente esa preocupación que tú tienes ahora. Sin duda por el afán de lucirse y de inmortalizarse, así como Eróstrato incendió el templo de Diana en Efeso, hubo muchos que, sintiéndose ruines, amaron la celebridad más que la vida, y no por amor a la libertad y a la patria, sino por amor de la vanagloria, dieron muerte a sendos reyes o tiranos. El gran satírico de Roma lo consigna en sus versos:
Pocos son los tiranos y los reyes que descienden al infierno con muerte sosegada y pacífica y sin violencia ni sangre
. La religión de Cristo ha mitigado este furor de celebridad. Acaso llegue un día en que las creencias sean menos firmes, y entonces movidos los miserables por la sed de nombradía, volverán a intentar o a perpetrar crímenes que los levanten sobre los demás hombres, aunque sea en el patíbulo. Tiene de bueno la humildad cristiana, que es de todo punto contraria a la vanidad aviniéndose con el orgullo recto y sano. Después de exclamar, con el muy elocuente Obispo de Hipona: ¡
Gran cosa es el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios
!, ¿quién ha de preocuparse de que en esta baja tierra le hagan o no le hagan caso? Si ha de consistir nuestra aspiración en
ser perfectos como nuestro Padre que está en el cielo
, ¿qué añaden a la suma de lo perfectible las vulgares alabanzas y los honores mundanos? El buen imitador de Cristo se muestra sin duda muy humilde, pero es con relación al Dios que ama y adora. Postrado ante su Dios es despreciable pecador, es vil gusano, pero esa misma humillación le encumbra luego. El humilde Francisco de Asís sube al cielo, y, si hemos de dar fe a la revelación que tuvieron sus hijos espirituales, fue a sentarse en el esplendoroso y elevadísimo trono que dejó allí vacante Lucifer después de su rebeldía. Y no dilato más mi razonamiento. Básteme concluir aconsejándote que no hagas el menor caso de que te hagan o de que no te hagan caso. La estimación se la da uno mismo sin necesidad de que se la dé nadie. Otras son las mil cosas materiales e inmateriales que están fuera de nosotros y que fuera de nosotros es menester buscar y hallar. Como ejemplo de las inmateriales pongo el amor. Ya encontrarás tú quien te ame. Como ejemplo de las materiales, casi como cifra y compendio de todas ellas, pongo el dinero, y ese le tenemos en abundancia, gracias a la espléndida munificencia del Padre Ambrosio. Alégrate pues, y ten pecho ancho. Ya el Padre Ambrosio, en su previsora sabiduría, habrá dispuesto los sucesos de tal manera que pronto te atiendan, no como fin, pues basta que te atiendas tú, sino como medio de realizar otros fines.

Aquí llegaba Tiburcio en su singular perorata, cuando salió de la iglesia un viejo venerable, ricamente vestido, como muy principal hidalgo que era. Y parándose delante de Morsamor y mirándole de hito en hito con jubilosa sorpresa, le dijo:

—Sois, señor, el vivo retrato, no sé si de vuestro padre o de vuestro abuelo, a quien conocí y traté hará ya medio siglo, pero cuya imagen está grabada en mi memoria con rasgos indelebles. Le debí primero franca, leal y cariñosa amistad y después, la vida. Yo me llamo Duarte y soy hijo del heroico Pedro de Mendaña, quien después de la batalla de Toro se mantuvo tanto tiempo en el castillo de Castronuño, contra todo el poder de Castilla. Un valeroso aventurero de aquella nación, cuyo nombre era como el vuestro Miguel de Zuheros, y cuyo sobrenombre de guerra era también Morsamor, fue en aquel castillo mi constante compañero de armas. Audaces correrías hicimos a menudo en el país enemigo. Talamos sus panes, saqueamos alquerías y granjas y volvimos no pocas veces a nuestra fortaleza cargados de botín riquísimo. En una de estas excursiones, que no olvidaré nunca, nos cercó gran golpe de villanos armados y de gente guerrera a caballo. Allí me derribaron del mío, asaz mal herido, y allí hubiera muerto yo, si Morsamor no me defiende con extraordinario brío. Él pudo rechazar por algunos instantes a los que nos cercaban, ponerme con increíble ligereza a las ancas de su corcel, y huir conmigo a todo escape entre un diluvio de flechas y de balas. Así pudimos refugiarnos en el castillo de Castronuño. Poco tiempo después desalojó mi padre el castillo en virtud de muy honrada y ventajosa capitulación. Siete mil florines cobró mi padre del castellano por el favor que le hizo de abandonar la fortaleza y de volverse a su patria. Entonces nos separamos de Morsamor que se quedó en Castilla. Como yo le debo tanto, jamás he podido olvidarle, aunque no volví a verle ni a saber de él después. Ya en aquella época era él, sin duda, de mayor edad que tú ahora. Precoces arrugas surcaban su rostro, y en sus cabellos y en su barba, negros como la endrina, blanqueaban bastantes hilos de plata. Morsamor era más joven, pero aparentaba tener más de cuarenta años. Tú resplandeces ahora en juventud lozana. Acaso no hayas cumplido aún los veinticinco. Entiendo, pues, que no eres el hijo, sino el nieto de mi salvador y amigo de tu mismo nombre. Permíteme que reanude contigo los lazos de aquella amistad, que te pague la deuda de mi gratitud y que estrechamente te abrace.

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