Morsamor (15 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

BOOK: Morsamor
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—En verdad que tiene sus contras el poseer tan gentiles enamoradas y tan famosas amigas como la mía y la tuya. Debemos, con todo, conformarnos y hasta convertir el inconveniente en estímulo. Voy a explicarme mejor. El marido o el amante de una mujer muy bella, sabia o ilustre, queda mil veces peor que en la obscuridad si él es un cualquiera. En la obscuridad nadie le recordaría ni le nombraría, mientras que, en el caso que supongo gozaría, o mejor dicho padecería de ridícula e indeleble fama. En todo el mundo sería conocido por su mujer o por su amiga y no le llamarían Fulano ni Mengano, sino el de Mengana o el de Fulana. No floja contrariedad es esta, pero bien puedes tú sobreponerte a la contrariedad, dando razón de quién eres por virtud de tus altos hechos, a fin de que seas célebre y ensalzado como Morsamor y no meramente conocido y mencionado por amigo de donna Olimpia. Lo propio digo de mi persona. Yo quiero hacer de suerte que no me conozcan sólo por el amigo de Teletusa, sino que me celebren por mis audaces y dichosas empresas como Tiburcio de Simahonda. No he de negarte yo, porque quiero ser franco, que nuestro propósito es difícil de realizar. Estas dos mujeres (permíteme lo vulgar de la expresión) que nos hemos echado a cuestas, son de tal magnitud y valer, que nos abruman con su peso. Y es tal el resplandor con que brillan, que ha de costarnos muchísimo resplandecer por nuestras acciones por cima del resplandor que despiden ellas con sólo manifestarse. No creas tú que Putifar fue un personaje insignificante. Yo he leído en antiguas historias y sé de buena tinta que se distinguió como hábil capitán, venciendo al Faraón del alto Egipto, acérrimo contrario del Faraón pastor a quien él servía, y domando en Chipre los filisteos, gente rubia y belicosa que habían venido del Norte, que se habían apoderado de aquella isla, y que mucho más tarde se repuso, invadió la tierra de Canaan y le dio nuevo nombre, aunque hizo en ella grandes estragos. Hay además quien asegura que Putifar era muy buen letrado, que poseía casi toda la ciencia de los egipcios, y que compuso memorias sobre las inundaciones del Nilo y sobre otros puntos no menos importantes. Pero todo esto se ha olvidado y ya nadie le recuerda ni le nombra, sino a causa o por culpa de su mujer. Sólo se habla de él cuando de ella se habla, llamándola, la mujer de Putifar, por donde él es sólo mencionado como marido. Escarmentemos pues en cabeza ajena y procuremos que nada semejante nos ocurra.

Este y otros razonamientos por el mismo estilo tenía a Morsamor sobre ascuas. Y verdaderamente era poco honroso y nada glorioso ir a la conquista de un nombre inmortal en compañía de damas tan desenfadadas y alegres, cuyas conquistas era de temer que se realizasen más pronto.

Aunque Morsamor disimulaba su disgusto, que solía rayar a veces en repugnancia, donna Olimpia, era muy avisada y no dejó de conocerle; pero donna Olimpia era muy soberbia y no se dio por entendida ni formuló la menor queja.

XIII

A bordo toda la tripulación estaba encantada de la bondadosa amenidad de donna Olimpia y más aún del regocijo de Teletusa, de sus danzas y cantares y hasta de sus frutas de sartén, hechas a veces con tal abundancia que había para que todos comieran. Ya hemos visto cómo el piloto intimó con Morsamor y formó parte de su corro, y cómo Fray Juan se holgaba de estar en él y hasta de reír y charlar con las dos aventureras, pues, aunque piadoso, era indulgente, muy conocedor de las flaquezas humanas y bastante ejercitado en la virtud de la eutropelia.

Había, no obstante, un personaje que no llevaba bien aquel alboroto, sino que estaba escandalizado de la constante huelga, si bien lo disimulaba y sufría porque era prudentísimo.

Era este personaje el administrador o comisionista encargado de las mercancías y de sus ventas, compras y cambios. Notable por su habilidad mercantil y por su experiencia y largas peregrinaciones, poseía además el talento de hablar afluentemente la lengua arábiga, lo cual le valía y había de valerle para sus tratos y negocios con los mercaderes de aquellas regiones.

El tal administrador, holandés o flamenco que en esto no están de acuerdo los autores, se llamaba Gastón Vandenpeereboom, nombre y apellido en completo desacuerdo con sus prendas personales, como si por antífrasis los llevara. En lugar de ser Gastón tenía fama de roñoso y por no gastar en nada, no hablaba nunca sino por necesidad o provecho, a fin de no gastar saliva. Y su apellido, semejante al resonar del trueno o de la artillería, también se concertaba mal con sus lacónicos y pausados discursos, pronunciados siempre en voz baja y suave. El señor Vandenpeereboom era además tan pequeñuelo y delgado, que parecía un duende. Casi no se le oía ni se le veía. Cuando no estaba haciendo cuentas estaba rezando sus devociones, por ser muy religioso y devoto. Era harto feo de cara, pero en ella, y singularmente en la viveza penetrante de sus ojillos, se revelaba su inteligencia y su astucia.

Nadie podía acusarle de que murmurase, pero harto se notaba, a pesar de su disimulo, que el señor Vandenpeereboom aguantaba con repugnancia la presencia a bordo de las dos aventureras y el jaleo continuo que allí armaban. Como quiera que fuese, y sin más novedad ni disgusto, la nave de Morsamor llegó al fin al puerto de Melinda.

La ciudad de este nombre era entonces populosa y estaba floreciente y rica. Era hijo su rey del que tan cortés y lealmente recibió a Vasco de Gama y le proporcionó piloto para llegar a Calecut con menos peligro.

Feridún se llamaba el rey nuevo, joven todavía, gallardo y muy agraciado de rostro. Tenía un hermano menor, llamado Rustán, a quien estimaba y quería tanto que casi compartía con él su trono. Y no debe extrañarse que tuviesen estos príncipes nombres propios de los antiguos persas o iranios, porque era más blancos que morenos, y pretendían descender, así como la más ilustre nobleza del reino, de gente venida del Irán. Asegurábase que la ciudad de Chiraz y el fértil territorio que la rodea habían sido la cuna de los antiguos emigrantes. Y asegurábase, por último, que estos habían abandonado la madre patria, llegando a la remota costa de África y fundando allí una colonia, expulsados por el tremendo conquistador Temugín, alias Gengis Khan, emperador de los tártaros mongoles.

Causa de la expulsión o más bien de la fuga para sustraerse a una tiránica intolerancia, había sido la refinada cultura de aquellos persas, y el modo incompleto y libre con que se llamaban mahometanos. La antigua religión de la luz increada vivía en sus almas sobrepuesta al islamismo. Zoroastro valía para ellos más que Mahoma, como anterior y superior en la serie de los profetas. Las tradiciones patrióticas sostenían y fomentaban en la mente de ellos la fe en los dogmas del
Avesta
y del
Bundehesch
, libros sagrados que tal vez ya no poseían ni conocían. La poesía maravillosa, tan floreciente en el reinado de Mahamud de Gazna el Grande, había hecho que resurgiesen aquellas ideas y aquellos sentimientos en los espíritus y en los corazones. Dicen las historias que aquel rey glorioso tuvo muy regalados y agasajados en su corte, para mayor ostentación y brillo, a más de cuatrocientos poetas: cosa que aturde y pasma, sobre todo en el día, cuando críticos tan juiciosos e ilustrados como Clarín apenas conceden que tengamos en España dos y medio. Lo cierto es que entonces se escribieron en Persia lindísimos poemas descollando sobre todos el colosal de Firdusi, titulado
Libro de los Reyes
. En él renacen y viven idealmente las glorias del Irán y sus seculares luchas, en defensa y para difusión de la luz, contra los turaníes, propugnadores de las tinieblas. El rey Mahamud gustó tanto de la obra de Firdusi que pensó en darle por ella todo el oro que pudiese sostener y llevar como carga el más gigantesco y poderoso de sus elefantes. No llegó el rey, por malquerencia y chismes de sus cortesanos, a premiar tan generosamente al poeta, pero consta que le envió a Tus, lugar de su nacimiento, donde él estaba retirado, un regalo casi equivalente, si bien fue ya tarde, porque le llevaban a enterrar cuando entraron en Tus los que dicho regalo traían.

No fue sólo la epopeya la que pervirtió la ortodoxia muslímica de los habitantes de Chiraz y de toda su comarca, sino también los cuentos y novelas que después se escribieron, los tratados de filosofía moral harto poco severa, y más que nada, la poesía lírica, consagrada a ensalzar el vino, los amores y toda clase de deleites. Mal podían avenirse con el Corán las sentencias y los versos del
Gulistán
, de Sadí y los voluptuosos madrigales de Hafiz que él titulaba
Gacelas
.

Todavía, por último, se corrompieron más las creencias y las costumbres con un misticismo que después se puso de moda, merced a muy eminentes escritores. Era el tal misticismo todo lo contrario de ascético. En lo tocante a indulgencia con pasiones y goces, echaba la zancadilla al de nuestro famoso Padre Miguel de Molinos, no siendo menester la mortificación y la penitencia para que el alma se uniese con lo infinito, sino más bien absolver en ella toda la hermosura, todo el deleite y todo el bien de las cosas creadas. El libro titulado
El habla de los pájaros
, fue precursor de esta doctrina. Y quien más la propagó e ilustró luego fue el admirable poeta y filósofo Chelaledín Rumí, autor del poema
Mesnewi
. Así se fundó una secta herética muy dada al sibaritismo y una a modo de orden religiosa de derviches, inclinadísimos a todo linaje de diversiones, músicas y danzas.

Tales sectarios fugitivos fueron los fundadores de la colonia de Melinda, donde se habían dado tan buena maña que habían atraído millares y millares de negros, formando un reino importante del que dichos negros constituían la numerosa plebe.

Cuando Vasco de Gama aportó allí veinte y tres años antes, el rey melindeño, que era muy pacífico, le recibió leal y amistosamente. El héroe portugués, ya por sí mismo, ya por medio de su alférez Nicolás Coello, había acrecentado tan buenas disposiciones, ponderando la grandeza y el poderío de Portugal y de su monarca. Gama y Coello trataron de hacer creer a los de Melinda que España era la cabeza de Europa y Portugal la cumbre de la cabeza; que el rey portugués era el primero de los reyes y que el mismo nombre de Dios era su nombre; que con su innumerable caballería imponía respeto y subyugaba a las demás naciones; que sus naves, bien artilladas, recorrían el mar a centenares; y que las rentas y tributos, que le rendían sus vasallos y los pueblos vencidos, eran tan abundantes, que, después de pagados todos los gastos, dejaban cada luna un sobrante de doscientos mil cruzados lo menos.

No se sabe hasta qué punto creerían los melindeños tan enormes exageraciones; pero, como vieron después que los portugueses enviaron al mar de la India poderosas flotas, que eran valientes y terribles, que conquistaron muchos puertos y ciudades, que asolaron no pocas provincias y que iban enseñoreándose de todo, acabaron por creer lo que al principio les habían dicho; a formar de Portugal el más elevado concepto, y a considerar como la mejor política la conservación y el acrecentamiento de la amistad portuguesa.

Esta era la opinión que prevalecía entre los de Melinda cuando la nave de Morsamor entró en su puerto.

XIV

No bien saltaron en tierra algunas personas de a bordo, visitaron la ciudad y hablaron con sus mercaderes y con otros de sus habitantes, entre los cuales no faltaba ya quien chapurrease el portugués o el italiano, corrió por todas partes la voz de que mandaba la nave recién llegada un señor de mucho fuste y campanillas, cuyo nombre era Miguel de Zuheros. Se difundió también que venían en la nave dos princesas de lo más encopetado de Europa, que iban viajando para su instrucción y recreo.

Hubo no pocos curiosos y desocupados que fueron a visitar la nave, donde Morsamor los recibió con franca cordialidad y agasajo. Y como allí viesen a donna Olimpia y a Teletusa, se maravillaron y embelesaron, dándose a propalar entre sus compatricios que en la nave europea había, no dos mujeres bonitas, sino dos
péris
o dos huríes. Donna Olimpia fue la que más agradó y sorprendió por su porte majestuoso, y más aún por la nítida blancura de su tez y por el áureo fulgor de sus cabellos rubios, prendas muy raras en aquella tierra. Así es que la consideraron y ponderaron como si fuese criatura sobrehumana y hasta la propia Parabanú, emperatriz de las hadas.

Cuando todos estos rumores llegaron a los oídos del rey y de su hermano, ambos anhelaron obsequiar a Morsamor, ver a las dos hermosas princesas y mostrar a él y a ellas el esplendor de la capital de su reino y la fértil amenidad de los huertos y cármenes que a imitación y en competencia de Chiraz había en su ruedo y en ambas orillas del Sabaki, que desemboca en la mar a corta distancia.

Pronto se concertó y dispuso una fiesta y jira campestre a la que Morsamor, Tiburcio, el piloto, Fray Juan de Santarén, las dos princesas y el señor Vandenpeereboom fueron convidados.

En bateles del país, empavesados con vistosos gallardetes y flámulas multicolores, y defendidos de los ardores del sol por elegantes toldos, los convidados fueron a tierra, donde había para las damas dos soberbios palanquines llevados por robustos negros; para Morsamor y Tiburcio, hermosos caballos árabes ricamente enjaezados; y para el piloto, el comisionista y el fraile, sendos pollinos tordos y lustrosos, con primorosas albardas, de las que pendían caireles y flecos de seda y con las cabezadas y jáquimas de seda también, alegrando los oídos el sonar de los cascabeles de plata que había en los pretales, y alegrando la vista los relucientes y airosos penachos que descollaban muy por cima de las largas y puntiagudas orejas.

Debemos advertir aquí que en Oriente no es el asno, como en nuestros países, animal plebeyo y vilipendiado, sino que, por el contrario, goza de notable crédito y suele servir de cabalgadura a las personas graves, constituidas en dignidad y que conviene que caminen con reposo y pausada prosopopeya.

Con muy brillante acompañamiento el rey y su hermano llegaron a recibir a sus huéspedes en una gran plaza que estaba cerca del muelle. Varios ulemas, magos y astrólogos del Real Consejo privado, venían también en burros; monteros y cazadores, de a pie y de a caballo, traían la jauría de podencos y lebreles; doce diestros cazadores de altanería, todos a caballo, llevaban en el antebrazo izquierdo, asidos a la lúa de becerro con las acicaladas garras, ya poderosos neblíes, traídos a mucha costa de las montañas de Elburz o de Mazenderán a orillas de mar Caspio, ya ágiles alfaneques africanos, retenidos por la pihuela para que no echasen a volar, y todos con sus capirotes de grana y con sutiles cascabelillos de oro en las nervudas patas.

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