Morsamor (25 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

BOOK: Morsamor
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—Aunque estos libros —añadía el fámulo— son sólo rudimentos y preparativos para iniciación más alta, nadie consiente por acá que se comuniquen a los europeos, cuya inteligencia carece de la sólida madurez que para comprenderlos se requiere. Sólo dentro de tres siglos y pico, podrán ser y serán traducidos, leídos y semi-comprendidos en Europa por algunas pocas almas excepcionalmente superiores.

Ya conjeturará el lector de la singular historia que vamos escribiendo, el mar de confusiones en que un espíritu tan escéptico y tan crítico, como el de Morsamor, hubo de engolfarse y hasta de anegarse al ver y al oír tan estupendas cosas.

—¿Qué diantres de personajes serán estos viejos? —se preguntaba él cavilando—. ¿Serán en realidad profundamente sabios, estarán de buena fe, llenos de vanidad y de soberbia por la comodidad y el regalo con que viven, gracias a sus envidiables inventos o habrá en ellos algo de embaucadores y de farsantes?

Así discurría Miguel de Zuheros, pero se callaba y ni al doncel sutil confiaba su discurso. De todos modos, Miguel de Zuheros sentía muy picada su curiosidad y anhelaba investigar y averiguar más de lo que ya sabía por el fámulo. Y como el señor Sankarachária era muy conversable y muy fino, procuró charlar con él, lo consiguió fácilmente y le interrogó sobre diversos puntos. De las contestaciones que obtuvo el sabio viejo, hemos podido recoger aquella parte que por ser menos profunda está más a nuestro alcance y vamos a ver si acertamos a transcribirla clara y fielmente.

—El
ocultismo
—dijo Morsamor— no acaba de justificarse a mis ojos. ¿Por qué escondéis avara y egoístamente vuestra ciencia, si vuestra ciencia es buena y puede hacer a los hombres, mejores y más dichosos?

—No transmitimos nuestra ciencia —respondió el sabio viejo— porque lo esencial de ella es intransmisible. Cada ser humano la crea en sí y para sí, sumergiéndose en el abismo de su propia alma, con intuición sólo eficaz cuando el alma está ya purificada y educada, exenta de egoísmo, libre de pasiones, apetitos y concupiscencias vulgares y apta para entrar en el santuario íntimo de la conciencia suprema, donde todo es uno, el conocer, el que conoce y lo conocido. Para adquirir esta indispensable previa aptitud, jamás basta una sola vida. Sólo puede conseguirse después de muchas
reincarnaciones
.

—¿Sabes tú —preguntó Morsamor— por cuántas has pasado ya?

—Mi
clarividencia
, en este punto, no es completa todavía —replicó el anciano—; pero entreveo y percibo en la penumbra confusa de mis recuerdos
ultranatales
que he muerto y renacido ya treinta veces en esta mansión terrenal. Y todavía sé poco y todavía para seguir estudiando tendré que morir y que renacer dos o tres veces más antes de alcanzar el
nirvana
.

—¿Y qué es el
nirvana
? —dijo Morsamor.

Declárartelo bien —contestó el viejo— implicaría dos cosas tan difíciles que rayan en lo imposible. Es la primera que si lo supiese yo, yo estaría ya en el
nirvana
y sería omnicio o digase conocedor de cuanto ha sido, es y será; del sujeto, del objeto y de la síntesis en que se enlazan e identifican, siendo todo y uno y disipándose las aparentes ilusiones que distinguen, individualizan y separan. Y es la segunda que, aun poseyendo yo tan alta bienaventuranza, no hallaría para transmitirte su concepto medio alguno de expresión en lenguaje humano, ni tampoco en la sugestión directa y pura. Por ahora, reprime tu curiosidad y aguántate sin saber lo que es el
nirvana
. Acaso, dentro de algunos siglos, cuando subas a vida más alta, trasluzcas o columbres lo que es.

Morsamor se resignó porque no había otro remedio; mas para consolarse hizo preguntas menos trascendentes.

—Aunque lo más substancial y elevado de vuestra ciencia sea intrasmisible, todavía no me explico y deploro que viváis tan aislados en este esquivo rincón del mundo, sin influir en las andanzas del humano linaje, y sin enseñar a alguien que no sea de los vuestros, ya que no lo más elemental de vuestra ciencia, el método o camino que a ella conduce.

—Tu suposición es infundada —dijo el anciano—. Nosotros distamos mucho de vivir aislados. Desde hace miles de años estamos en comunicación y tenemos trato con no pocos espíritus selectos, aun de los que han vivido y viven más lejos de aquí. Nosotros les hemos comunicado generosamente algo de lo que sabemos y podemos comunicar. Sobre todo, hemos sido dadivosos, espléndidos, con aquellos que han logrado penetrar hasta aquí y hacernos una visita. Uno de los primeros que vino a vernos desde Europa fue Pitágoras de Samos, y a nosotros se nos debe no pequeña parte de su sistema filosófico. A despecho de nuestra prudencia y de nuestra ancianidad, he de confesarte que pecamos por un exceso de galantería, y siempre que aparece en nuestra tierra alguna dama extranjera de distinción y aficionada a saber, la recibimos con finísimas atenciones y hacemos cuanto está a nuestro alcance para ilustrarla. Valgan como ejemplo la famosa Sibila Eritrea y más aun la linda hija de un honrado
lucumon
etrusco que vino acompañándola. Ella cautivó de tal suerte con su gentil presencia y con su mucha discreción a nuestros antepasados, que consiguió la dotasen de pasmosa sabiduría. Cuando volvió a Italia con su señor padre, se prendó de cierto reyezuelo de un pequeño Estado, tuvo con él frecuentes coloquios y le dio tan sanos consejos y le inspiró tan admirables leyes, que su ciudad, única en la historia, se enseñoreó de lo mejor del mundo y fundó hasta hoy el más persistente de los imperios. Ya comprenderás que hablo de Egeria, la ninfa inspiradora de Numa. Otros peregrinos se han presentado por aquí, que se han aprovechado muy mal de nuestras generosas lecciones, moviéndonos a arrepentirnos de habérselas dado. No se han servido de ellas con el desinterés y la abnegación indispensables para que den buen fruto, sino con malvado egoísmo, para engañar al prójimo y seducirle. Cuando esto ocurre, la magia blanca o
rajah yoga
que nosotros aprendemos y transmitimos, se malea y se tuerce, y convertida en
hatha yoga
o magia negra, suele hacer mil estragos como si fuese obra de los númenes infernales. Entre estos peregrinos que nos han dado chasco, te citaré a Simón el Mago, a Apolonio de Tiana, a Máximo de Efeso, consejero de Juliano el Apóstata, y por último, al encantador Merlín, a quien consideran en Europa como hijo del diablo, lo cual no hay para qué decir que es absurda mentira.

—¿Pero es menester —preguntó Morsamor— llegar a estos sitios para participar de vuestra sabiduría?

—En manera alguna —dijo Sankarachária—. Los más aprovechados e iluminados de entre nosotros, poseemos la facultad de entendernos, si queremos, con las personas que están más distantes. Nuestro cuerpo material y pesado es como la creación de nuestro cuerpo etéreo y plasmante, cuya ligereza raya casi en ubicuidad. Nosotros podemos desprender del cuerpo material y pesado dicha forma etérea, mal llamada cuerpo, recorrer con ella inmensas distancias, filtrarnos o colarnos por cualquier resquicio en la más severa clausura y conversar a todo nuestro sabor con nuestros amigos y adeptos. Así nos comunicamos y entendimos, hace ya sobre poco más o menos veintidós siglos, con el príncipe Sidarta, entrando en el hermoso palacio de Kapilavastu, donde su padre Sudhodan, rey de los sakias, le tenían encerrado. Con nuestras amonestaciones y consejos fomentamos su vocación e ilustramos su nobilísimo espíritu. Bien podemos, pues, jactarnos de haber influido en que se fundase una religión que en el día profesan más de cuatrocientos millones de seres humanos.

—¿Y habéis tratado y seguís tratando de la misma suerte a algunos sabios europeos, yendo vosotros de visita donde ellos residen?

—¿Y cómo no? —contestó Sankarachária—. Yo tengo y visito así a varios amigos de Europa. Uno de ellos, suizo de nación, médico excelente y filósofo de raro y agudísimo ingenio, está avecindado en Basilea, y es generalmente conocido con el nombre de Paracelso; otro, no menos singular, se llama Cornelio Agripa, natural de Colonia, en las orillas del Rhin; otro, que tiene más fama de brujo que los demás, y dicen que va siempre acompañado de un diablo en figura de paje, lo cual ya comprenderás que es una patraña, se llama el doctor Juan Fausto; y otro, por último, con quien estoy yo en más frecuentes y cordiales relaciones, vive ahora junto a Sevilla, en un convento en la margen del Guadalquivir, y se llama el Reverendo Padre Fray Ambrosio de Utrera.

Suspenso y como turulato se quedó Morsamor al oír en boca de Sankarachária el nombre de su benéfico amigo.

—Entonces —exclamó— sabrás quién soy yo. El Padre Ambrosio te lo habrá contado todo.

—Y vaya si me lo ha contado. Yo sabía quién tú eras, he influido en que vengas por aquí; puedo asegurar que invisiblemente te he guiado para llegar adonde no llega nadie sin nuestra venia, y encargando a mi fámulo el disimulo, le ordené que te aguardase en el soto, como, en efecto, lo hizo.

XXXII

No fue una sola vez, sino varias, las que tuvo Morsamor diálogos por el estilo con el sabio viejo. Así aclaró o creyó aclarar muchas dudas y formar idea, aproximada ya que no exacta, del país a que había llegado y de la gente que en él vivía.

Pondremos aquí, en resumen, el resultado de sus investigaciones o dígase lo que él acertó a comprender y lo que nosotros podemos expresar sin trabucarlo ni alterarlo.

Era aquel país el de los llamados
mahatmas
, rodeado de montañas tan intransitables, que los profanos no podían llegar a él. Era como unas Batuecas, no groseras y rústicas, sino cultas, elegantes y felices. Cuatro mil años, sobre poco más o menos, hacía ya que los habitantes de aquel país vivían apartados de la mayoría del humano linaje, formando una República pacífica y próspera, cuyo único gobierno era el consejo de los señores del
Cenobio
o sea de los
mahatmas
.

Sankarachária explicaba de modo harto singular el origen de aquella República. Lo que él contaba dista mucho de parecer verdadero; antes bien, lo consideramos como fábula impía y absurda, pero nos parece tan curiosa que no podemos resistir a la tentación de ponerla aquí, en breves palabras, remitiendo a los lectores que quieran saber más sobre ello a un libro escrito no hace mucho tiempo y cuyo título es
Dios y su tocayo
.

Prescindamos de la mayor o menor antigüedad de la especie humana. Dejemos a la prehistoria, ya fundada en la geología, ya valiéndose del estudio comparativo de los idiomas y de otros primitivos documentos, conceder muchos miles o pocos miles de años a la existencia del hombre en nuestro planeta. Tengamos sólo por cierto, para no disputar con el señor Sankarachária, que, antes de que apareciese la raza blanca, hubo otras razas que progresaron y se elevaron a no pocos grados de civilización. Así la raza negra, la amarilla y la raza de piel roja, cuyos individuos se llamaron atlantes y se esparcieron por el mundo cuando la Atlántida se hundió. No hablemos aquí de los proto-scitas o hiperbóreos, colonia de los atlantes que se estableció más allá de las Montañas Rifeas y que fue muy culta y floreciente. A nuestro propósito basta saber que más de dos mil y cuatrocientos años antes de la era vulgar, había dos poderosos y civilizados imperios: uno en Egipto, de atlantes y de negros mezclados, y otro en China, no menos adelantado o quizá más adelantado que el de los egipcios. En China reinaba en aquella época un Emperador llamado Iao, y hacía muy poco que, por evolución y selección, había aparecido sobre el haz de la tierra la raza blanca, que es la más perfecta de todas.

Ciertos espíritus, muy pulidos y desbastados ya, después de pasar por bastantes
reincarnaciones
, no se avinieron a
reincarnarse
en chino, ni en negro, ni en mulato. Con la fuerza plasmante que tenían en su forma etérea se condimentaron o confeccionaron cuerpos sólidos más perfectos, y de esta suerte creía el sabio viejo, cuyas ideas extractamos, que apareció la raza blanca en el mundo. En una fértil y bonita comarca del Tibet, vivió y se propagó, bajo la dependencia del ya citado Emperador de la China, a quien sus súbditos llamaban Iao y Padre Celeste. Este soberano empezó a temer que aquellos nuevos hombres se instruyesen demasiado, se ensoberbeciesen y se rebelasen. Procuró, pues, conservarlos en la ignorancia, pero ellos desobedecieron sus mandatos y aprendieron muchas cosas buenas y malas. Iao entonces envió un ejército contra ellos, que los expulsó del paraíso en que vivían. Y ellos, expulsados ya, fueron poco a poco emigrando por diversas regiones y dominando y acogotando a las razas inferiores donde quiera que llegaban. Algo, no obstante, se pervirtieron, malearon y bastardearon con el trato y convivencia de las tales razas, harto inferiores, como ya queda dicho.

Sólo una escasa minoría de la raza blanca se conservó pura y sin mezcla y subió como la espuma en virtud y en saber. Para ello, en el momento de la expulsión ordenada por Iao, tuvo la cautela de escabullirse en aquel valle recóndito, circundado de altísimos montes y de casi impenetrables desfiladeros. Tal fue el origen de la República de los
mahatmas
, según ellos mismos lo entendían y declaraban.

—¿Y cuándo saldréis de vuestro retraimiento? —preguntó Morsamor a Sankarachária.

Y Sankarachária contestó:

—Cuando la Humanidad sea capaz de comprendernos. Cuando nazca a la vida colectiva.

—Pues qué, ¿no ha nacido aún?

—Aún dista mucho de nacer. Está en germen caótico: en incubación. No nacerá a la vida colectiva hasta dentro de quince mil años.

—¿Y cómo no hacéis nada para que la incubación se apresure?

—Hacemos lo que se puede —dijo Sankarachária—. Ya te he citado a no pocas personas que recibieron antiguamente nuestra inspiración y a algunas que la reciben hoy en Europa, ávida de saber y con la curiosidad científica muy despierta. Así los mencionados Paracelso, Cornelio Agripa, Fausto y tu valedor, Fray Ambrosio de Utrera. Pero quien más ha de influir en que la incubación siga preparándose sin que salga huero lo que se incuba, ha de ser una mujer privilegiada, semi-tudesca, semi-moscovita, que el cielo no subcitará en Europa hasta dentro de unos tres siglos. Pronosticado está que esta mujer vendrá a visitarnos, nos encantusará, se apoderará de muchos de nuestros secretos, los divulgará en luminosos tratados y enseñará una ciencia que poco modestamente apellidará teosofía. No será lo que enseñe sino los prolegómenos de nuestra ciencia verdadera; pero, aun así, se pasmará el mundo de oírla y de leerla y se crearán escuelas teosóficas en todas las naciones.

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