Morsamor (32 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

BOOK: Morsamor
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Pasaron algunos días en esta situación. Fray Miguel estaba cada vez más enfermo y débil. Y sin embargo, lejos de ofuscarse o de anublarse, su inteligencia se sentía bañada en luz serena y clara y Fray Miguel creía o más bien estaba seguro de que iban disipándose las nieblas o rasgándose los velos que le encubrían la verdad, y de que empezaba a ver las cosas todas sin alucinación alguna que se las desfigurase y trastrocase. Era, no obstante, tan sigiloso y tan reservado que nadie, ni el mismo Padre Ambrosio, descubría los cambios que iban realizándose en el fondo de aquel alma, aunque el Padre Ambrosio visitaba a menudo a Fray Miguel y era perspicaz zahorí de los pensamientos ajenos.

Llegó por fin un momento en que Fray Miguel se encontró menos agobiado de sus males, con la mente despejada, con las piernas y los brazos más firmes para accionar y moverse y con la voz entera para poder expresar sin fatiga ni esfuerzo cuanto sentía y pensaba.

Desvelado, en las altas horas de la noche, se levantó de su mezquino lecho, se vistió precipitadamente el sayal, encendió con eslabón, yesca y pajuela, una lamparilla de hierro, salió de su celda, atravesó los claustros desiertos y sombríos, se dirigió a la puerta de la celda del Padre Ambrosio, y llamó golpeando en ella.

Había cierto reposo enérgico en el espíritu de Fray Miguel; mas, aunque parezca contradictorio, coexistía con este reposo la impaciente decisión, que no daba espera, de hablar al Padre Ambrosio, de interrogarle sobre no pocas dudas y de pedirle cuenta y explicaciones que las resolviesen.

El Padre Ambrosio se oyó llamar, reconoció la voz de Fray Miguel, no pudo resistirse al imperio con que este exigía que le oyese, se vistió el hábito y le abrió la puerta refunfuñando.

Entró en la celda Fray Miguel, colocó su lamparilla sobre la mesa, donde había papeles y libros, y la misma calavera y el mismo crucifijo que la primera vez que allí había entrado. Se sentó Fray Miguel en la silla en que también se había sentado la primera vez, y diciendo, tengo que hablarte, excitó por señas al Padre Ambrosio a que tomase asiento.

El diálogo que hubo entre ambos, y que Fray Miguel comenzó, requiere capítulo aparte.

II

—¿Qué delirio es el tuyo? —dijo el Padre Ambrosio—. Me pasma que hayas venido a verme. Si te he de hablar con franqueza, no creía yo posible que pudieses salir de tu celda, débil como estás, baldado por los dolores y velados tus ojos de densa nube que desde hace algún tiempo apenas te deja ver distintamente las cosas, sino de un modo vago y confuso y como al través de una neblina. ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué has venido hasta aquí, con paso vacilante e incierto, a tientas y sin duda apoyándote en las paredes? ¿Qué es lo que de mí pretendes todavía?

Fray Miguel contestó:

—Pretendo que seas conmigo franco y leal, como yo lo he sido contigo. Yo abrí para ti los más escondidos senos de mi alma y te mostré todos sus arcanos. Nada te oculté ni de mis pensamientos ni de mis pasiones. Mi espíritu, lleno de confianza en ti se te rindió por completo. Derecho tengo a que tú también seas franco y leal conmigo. Vengo a pedirte cuenta de tu conducta y de tus promesas. Dime toda la verdad. ¿Te has burlado de mí? ¿Me has hecho víctima de un engaño? ¿Es cierto cuanto me ha ocurrido o ha sido todo, como yo recelo, una endiablada fantasmagoría? ¿Acaso las pociones mágicas que me administraste, hundiéndome en hondo letargo, han suscitado visiones en mi cerebro, grabándose en él con el poderoso vigor y con la clara distinción de la realidad misma?

Interrogado el Padre Ambrosio tan de improviso y de manera que hacía imposible toda respuesta ambigua, permaneció en silencio y como quien duda y cavila sobre lo que le incumbe contestar y sobre la forma en que la contestación ha de ir expresada, para que implique la justificación o la disculpa al menos. Después de larga pausa, contestó al cabo el Padre Ambrosio:

—Sean cuales sean los medios que he empleado, ora se consideren realidad, ora vano prestigio, no debes tú dudar de la bondad de mis intenciones. Yo he querido sanarte a toda costa del peor de los males. Recuérdalo bien, de un orgullo satánico despechado que te hacía aborrecible hasta la misma bienaventuranza del cielo. Contra enfermedad tan horrenda, no hay remedio, por duro que sea, que pueda censurarse. Supongamos por un momento que cuanto viste, y cuanto hiciste, desde que por virtud de las pociones mágicas imaginaste despertar remozado, todo carece de ser real fuera de ti. Aun así, aunque yo haya tenido fuerza para crear en tu mente un mundo imaginario y para dártele en espectáculo y para hacer de él amplio y pasmoso teatro en que tú fueses el principal actor, bien puedes estar seguro de que he carecido de fuerza para sujetar a mi propósito tu juicio y para someter tu voluntad a la mía. Yo podré haberte ofrecido y presentado todas las ocasiones, todos los objetos, todos los premios a que podía aspirar tu codicia, en que podía hartarse tu sed de deleites y donde tu ambición y tu orgullo podían quedar satisfechos; mas para lo que yo no tuve fuerzas, ni aun teniéndolas las hubiera empleado, fue para violentar tu libre albedrío. Sueño o no, te considero responsable de todos los actos de tu extraña vida de descubridor y navegante. Si me cabe alguna duda es sobre el grado mayor o menor, sobre la intensidad de tus méritos y de tus culpas. Hay no pocos extremos hasta donde no llega mi ciencia, si bien presumo que no es tan sereno y firme el juicio en quien duerme como en quien vela, y que tu voluntad, sin ser violentada por mí, pudo ceder más fácilmente que en la vigilia a los incentivos que en sueños se le presentaron. De todos modos, aunque tu gloria hubiese sido soñada, tú has sabido mostrarte capaz de esa gloria, y aunque hayan sido soñados tus delitos, también eres responsable de ellos, aunque no en tanto grado. En sueños tiene la voluntad menos brío para resistir a la tentación que la provoca. Si no resiste y cede, entonces es menor su delito; pero esa mayor flaqueza de la voluntad, que atenúa su falta si incurre en pecado, tal vez da superior valer a toda acción buena que en sueños se realiza, porque si la voluntad, poco briosa, basta a realizarla soñando, mayor será su virtud cuando al despertar recobre todo su poder y le emplee en darle cima. La diferencia entre el éxito dichoso, ya en la realidad ya en el sueño, es que en la realidad depende en gran parte de lo que llama el vulgo caprichos de la fortuna, o sea de lo que los juiciosos y piadosos califican de inescrutables designios de Dios, a fin de que se cumpla el plan maravilloso de la historia y de que camine la humanidad hacia su término con dirección invariable y segura. Todos nos agitamos y todos contribuimos a que se cumpla dicho plan, quedando, no obstante, nuestra libertad en salvo, merced al soberano concierto prescrito desde la eternidad por la Providencia.

—Tu discurso —dijo Fray Miguel— se quiebra de puro sutil. En mi sentir son alambicados y obscuros tus conceptos. Presumo, pues, o que no entiendes o que entiendes lo contrario de lo que dices para mi consuelo, y para atenuar la crueldad de la burla que me hiciste. Es falsedad, es sofisma lo que sostienes. Si no debo condenarme porque mis crímenes han sido soñados, tampoco debo glorificarme si también han sido soñadas mis proezas. Convengo en que el mal éxito o el buen éxito final es obra de la fortuna o hablando cristianamente, de Dios mismo; pero la acción, independientemente del éxito, no vale sino en la vigilia para quien la ejecuta. En sueños, el avaro es generoso, y tal vez quien despierto no se desprende de un maravedí, para socorrer a un pordiosero, es capaz soñando de prodigar todas las riquezas de los Cresos y de los Fúcares. El cobarde puede soñar que es valiente. Hasta por lo mismo que despierto le humilla y le atormenta su incurable cobardía, en sueños se consuela creando y atribuyéndose el denuedo de que carece. En suma, yo infiero, de lo que me dices, estas desconsoladoras y amargas verdades; que te has burlado de mí; que mi segunda juventud, mis hazañas y mi gloria fueron soñadas; que mis delitos también lo fueron; y que siéndolo, quedan en duda las energías de mi ser y no merezco ahora, ni más ni menos que antes, alabanza o vituperio, galardón o castigo.

—Muy extremada manera es la de tu discurso y a mi ver es falsa, pero no quiero que discutamos, porque así no lograríamos convencernos. Baste para mi intento de convencerte de la aptitud y del poder que hay en ti, tanto para lo bueno como para lo malo, la ilimitada confianza que en mí pusiste y la constancia y el valor con que te sujetaste a mis conjuros, arrostraste pruebas tremendas y no retrocediste, lleno de terror, ante mis mágicas operaciones. Quien fue capaz de todo esto es capaz también de todas las hazañas y digno de las victorias y de los triunfos. Sólo de la fortuna, sólo de las circunstancias exteriores, y no de la virtud del alma, depende que en realidad se logren o que sólo se logren en sueños. Eres injusto al afirmar que me he burlado de ti. No; yo no me he burlado; yo quise confortarte, puse los medios para conseguirlo, y lo hubiera conseguido si no fueses tú tan descontentadizo y caviloso. Antes de que mi magia se emplease en ti, tú no habías sido héroe y además dudabas de que pudieses serlo. Ahora, aunque puedes dudar de que en realidad lo hayas sido, no puedes dudar del poder que para serlo había en tu alma.

A estas últimas palabras del Padre Ambrosio, no replicó Fray Miguel para contradecirlas ni mucho menos para manifestar que había quedado convencido y satisfecho. Su única contestación fue un sonido inarticulado que exhaló su pecho y que brotó de sus labios, de tan indefinible condición que podía dudarse de si era suspiro o refunfuño, bendición o maldición, muestra de gratitud o de queja.

Hubo una larga pausa. Los ojos casi sin vista de Fray Miguel se fijaron intensamente en el Padre Ambrosio, como si fuese el alma sin el intermedio del material aparato quien por ellos mirase y viese. A pesar de su poder mágico, y a pesar de su ánimo brioso, bajó los ojos el padre no pudiendo resistir la intensidad y el fuego de aquella mirada. El Padre, con todo, estaba sereno y tranquilo. No le remordía la conciencia. Su conducta con Fray Miguel había procedido de la intención más sana.

Sin duda Fray Miguel pensó lo mismo, después de la larga pausa y de la mirada escrutadora.

No quiso, sin embargo, hablar más. Se levantó de la silla, tomó su lámpara, pronunció un Dios te guarde, inclinando la cabeza, y se volvió a su celda sin más explicaciones, preguntas ni discursos.

III

Pasaron aún más de cinco semanas después del coloquio nocturno de que acabamos de dar cuenta. El esfuerzo violento y el consumo de vitalidad, hechos por Fray Miguel, para ir hasta la celda del Padre Ambrosio y para hablar con él lo que había hablado, produjeron terrible reacción, hundiendo a Fray Miguel en el mayor abatimiento físico. Se diría que hasta para hablar, hasta para pronunciar algunas palabras, le faltaban ya bríos. Fray Miguel estaba postrado en cama y callado como muerto.

Sólo acudían a visitarle en su celda el Padre Ambrosio, cuya reputación de excelente médico era grandísima e indiscutible, y el hermano Tiburcio que, ayudante del Padre, cuidaba de Fray Miguel, y le suministraba alimentos y medicinas.

En medio, no obstante, de aquella enfermiza inacción de su ser material y de aquel desmadejamiento y quebrante de su organismo, el pensamiento de Fray Miguel lucía con más viveza dentro de su cerebro, y como si le hubieran nacido pujantes alas, se remontaba a luminosas esferas y veía o creía ver con mayor claridad y serenidad que nunca, lo pasado, lo presente y lo futuro, fijando la mirada de águila en el radiante foco, donde lo real y lo ideal se compenetran, se confunden y son una cosa misma.

En la mente de Fray Miguel se realizó así saludable mudanza. En virtud de ella, depuso todo enojo contra el Padre Ambrosio. Lo que tal vez consideraba antes como burla, le pareció lección provechosa, rica en beatíficos resultados.

Harto bien conocía Fray Miguel la postración de su cuerpo y la proximidad de su muerte; pero, al mismo tiempo, conocía con reposado júbilo que nunca había estado su espíritu más sano, más perspicaz, ni más sereno que entonces.

En tal disposición, quiso Fray Miguel comunicar a alguien que le comprendiese los pensamientos y las ideas que en aquellos momentos supremos había en su alma. Y movido por este anhelo, con voz sumisa y débil, no en una vez sola, sino en varias veces, en diferentes visitas que el Padre Ambrosio le hizo, le fue manifestando en breves discursos su pensar y su sentir más íntimos.

Piadosamente recogió el Padre Ambrosio y puso por escrito aquellas confidencias, que ahora trasladamos aquí y que son como siguen:

—Veo con claridad, Padre Ambrosio, que la hora de mi muerte se aproxima. La veo sin desearla y también sin temerla. Rara vez la duda ha entrado en mi espíritu, y menos aún ha entrado en él una negativa convicción. Pero, aunque yo estuviese convencido de que la muerte era completa, de que para mí no había nada después, ni pena, ni gloria de que yo tuviese conciencia, ni siquiera una inconsciente prolongación de mi ser en el recuerdo de los demás hombres, la muerte no me aterraría ni me afligiría. No es que yo esté resignado. Es algo de más noble y de menos pasivo. Es que, dando yo aún inmenso precio a mi vida, la daría, la vertería toda en el seno de la naturaleza, en una efusión de amor hacia ella y hacia el ser inmenso que lo ha creado todo y que todo lo llena. Pero no, yo no dudo de mi inmortalidad individual y consciente. Yo creo en ella y ahora, cuando mis ojos, débiles y enfermos, apenas perciben la luz material, de la que huyen medrosos, luz clarísima, procedente de foco increado, penetra e inunda mi mente, ilustrándola y enseñándole la verdad. Yo fui, días ha, a tu celda con el intento de interrogarte y de disipar dudas sobre mi última vida pasada. Ahora me arrepiento y nada te pregunto porque nada quiero saber. Me es igual, me es indiferente que hayan sido realidad mi razonamiento, mis peregrinaciones y mis ulteriores crímenes y hazañas, o que todo haya sido prestigios, embustes o creaciones fantásticas formadas y sugeridas por tus elixires y linimentos y por el pasmoso poder de tus mágicas artes. En estos últimos días, desde que volví vi convento o desde que creí que había vuelto al convento, desde que me hallé más viejo y abatido que antes, casi ciego, baldado y postrado en el lecho, he cavilado y meditado mucho y siento que se ha mejorado y casi se ha transformado mi alma. Tal vez sin los últimos sucesos de mi vida, ora sean imaginarios, ora sean reales, no hubiera sobrevenido en mi ser esta transformación, esta conversión, que califico de dichosa. A ti te la debo y por ello te doy las gracias. El pensamiento, cuando no se expresa y se determina por medio de la palabra, cuando persiste hundido en las profundidades de nuestro ser, sin comunicarse y declararse a otro ser inteligente, es confuso caos, de cuya verdad o de cuya mentira, de cuya bondad o de cuya insignificancia, no estamos seguros. La plena conciencia no aparece sino con la palabra emitida y comunicada. Por eso es con Dios coeterno su Verbo. Ni el amor inefable y divino hubiera brotado nunca en la mente suprema, si de la contemplación del propio Verbo desde la eternidad no hubiera nacido. Débil trasunto, pobre semejanza de tan altos misterios hay sin duda en el fondo del alma humana. Dios, con su palabra, engendró el amor y creó el Universo. Yo, con mi palabra, si acierto a expresar con ella lo que agita mi mente de un modo confuso, engendraré también mi amor y daré consistencia a la todavía vaga creación en que este amor mío ha de satisfacerse y aquietarse, cumpliéndose así mi destino. Tales son los motivos que me impulsan hoy a dirigirme a ti y a hacerte una confesión sincera y amplia, procurando poner orden y concierto en mis ideas y expresarlas luego y presentarlas a tu inteligencia, creando yo así mi luz, mi amor y mi universo hasta donde alcancen mis limitadas y débiles facultades humanas.

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