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Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (4 page)

BOOK: ¡Muérdeme!
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Desgraciadamente, aunque el noble retriever entendía el inglés, solo hablaba perro, y el Emperador no pilló la instrucción.

—¡Botón! ¡Botón! ¡Botón! ¡Botón! —ladró Holgazán, saltando arriba y abajo ante el cochecito de policía. Rodeó el coche corriendo hasta llegar a la puerta y saltó al regazo del Emperador para enseñarle.

—Como si esto fuera a servir de algo —gruñó Lázaro sarcástico. Los golden retrievers no son una raza muy sarcástica, y se sintió algo avergonzado y, bueno, gatuno, por usar ese tono de voz—. Bueno, vale. ¡Botón! ¡Botón! ¡Botón! Ajá.

—¡Botón! ¡Botón! ¡Botón! ¿Ajá qué? —ladró Holgazán.

El retriever profirió un ladrido breve:

—Gato.

Lázaro subió el tono con un rugido grave y echó atrás las orejas, pegándolas a la cabeza.

El Emperador vio a dos de ellos, dos gatos, acercándose por la acera en su dirección. Pero no parecían naturales. La luz del cochecito de policía se reflejaba en los ojos de los gatos iluminándolos como carbones encendidos.

Se oyó un chillido y aparecieron dos más acercándose desde el otro lado de la calle. Lázaro se volvió para enfrentarse a ellos, esta vez gruñendo. Se escuchaba un coro de siseos detrás. El Emperador miró al espejo retrovisor para ver acercarse tres gatos más.

—Deprisa, Lázaro, al coche. Arriba, chico, al coche.

Lázaro giraba sobre sí mismo, intentando ver a todos los gatos a la vez, retándolos, enseñando los dientes y erizando el pelo. Pero los gatos siguieron acercándose, enseñando sus propios dientes.

—Vamos —dijo el Emperador al micrófono.

Algo aterrizó con fuerza en el techo del cochecito y Holgazán soltó un gañido. Otro golpe y el Emperador se volvió para ver un gato enorme en la parte de atrás, parado sobre las patas traseras e intentando atravesar la ventanilla a base de arañazos. El anciano cerró la puerta.

—¡Corre, Lázaro, corre!

Lázaro atrapó al primer gato entre las mandíbulas y lo sacudía furioso cuando los demás cayeron sobre él.

Steve

—Están pasando la hostia de iniquidades, Fu —dijo Abby—. Trae el sol portátil y fríe a esos gatos nosferatus antes de que se coman a todo el barrio.

Stephen Perro Fu Wong no tenía ni idea de a qué se refería su novia Abby, y no era la primera vez. De hecho, la mayor parte del tiempo no tenía ni idea de lo que le decía, pero había aprendido que si tenía paciencia, y escuchaba, y, lo que era más importante, se mostraba de acuerdo, ella se lo follaría de forma implacable, cosa que le gustaba un pelín, y a veces hasta la entendía. Usaba la misma estrategia con su abuela por parte de madre (sin lo de follar), la cual hablaba un olvidado dialecto campesino del cantonés que a oídos no iniciados sonaba como si alguien matase un pollo a golpes de banyo. Espera y se te hará la luz. Pero esta vez Abby, cuyo tono oscilaba entre lo trágicamente romántico y lo apasionadamente desdeñoso, sonaba mucho más apremiante y no le funcionaría la táctica de ser paciente. Su voz por los auriculares del Bluetooth era como un hada maligna mordiéndole los oídos.

—Estoy en medio de algo, Abby. Llegaré a casa en cuanto lo acabe.

—Ahora, Fu. Hay una manada, una bandada, o una… ¿cómo se llama a un montón de mininos?

—¿Una caja? —sugirió Fu.

—¡Tontaco!

—¿Un taco de mininos? No te entiendo. ¿Lo dices en el mismo sentido de una manada de leones o una bandada de cuervos…?

—No. ¡Tontaco! Tengo delante un montón de mininos vampiro a punto de comerse a ese Emperador y sus perros. Tienes que venir a salvarlos.

—¿Un montón? —Steve tenía dificultades para que su mente asimilara la idea. Hacía poco que había conseguido aceptar lo de que hubiera un gato vampiro, pero lo de un montón… bueno, eso era pasarse. Apenas le quedaban un par de meses para conseguir un máster en bioquímica con veintiún años. No era un tontaco—. Define un montón.

—Muchos. No puedo contarlos bien porque están atacando al golden retriever.

—¿Y cómo sabes que son mininos vampiro?

—Porque les he sacado una muestra de sangre, los he metido en esa cosa centrifugadora tuya, he preparado algunas muestras y he mirado por el microscopio la estructura de sus células sanguíneas, ¿vale?

—Pues, no, no vale —replicó. Abby se estaba saltando la clase de biología del instituto, así que ni loca habría podido preparar muestras de sangre. Y además…

—Pues claro que no, memo del culo, sé que son vampiros porque están atacando a un golden retriever y a un tarado sin techo que se esconde en el cochecito de una controladora de la hora evaporada. No es la conducta normal de un minino.

—¿Una controladora de la hora evaporada?

—La que se ha comido Chet; la chupó hasta convertirla en polvo. Ven ya, Fu, pon el rayo solar a plena potencia y pasea por aquí tu delicioso culito de ninja.

Steve tenía focos ultravioleta de alta intensidad en la capota de su Honda Civic trucado, y los había usado para freír de un fogonazo a varios vampiros, salvando así a Abby y consiguiendo por primera vez en su vida tanto tener novia como que alguien lo considerara guay.

—Ahora no puedo ir,Abby. Y no tengo los focos solares en el coche.

—Oh, por Dios cabronazo, en el callejón ha aparecido un viejecito con bastón. Está perdido. ¡Coño!

—¿Qué?

—¡Coño!

—¿Qué?

—¡Ay, coño!

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

—¡Por los putos clavos de Cristo en bicicleta!

—Tienes que ser más específica, Abby.

—No es un bastón, Fu. Es una espada.

—¿Qué?

—Ven ya, Fu. Trae el sol.

—No puedo, Abby. Tengo el coche lleno de ratas.

El Emperador

El Emperador miró horrorizado cómo los gatos saltaban al lomo de su noble capitán Lázaro. El golden retriever se sacudió con violencia, librándose de dos de sus enemigos, pero fueron sustituidos por otros dos, saltando luego tres más sobre él, casi derribándolo. Aunque no eran cazadores de manada, pues cada vez que uno iba a por su garganta, echaba a otro atacante, que arañaba en su caída tanto a presa como a depredador.

La sangre salpicó el parabrisas del cochecito de policía. Holgazán saltaba de un lado a otro dentro de la pequeña cabina, ladrando, bufando y lanzándose contra el cristal, cubriéndolo todo con baba de perro enfurecido.

—¡Corre, Lázaro, corre! —El Emperador golpeaba el cristal y luego presionaba la frente contra él como queriendo contener lágrimas de angustia y frustración—. ¡No!

No pensaba consentirlo. No se quedaría mirando mientras masacraban a su compañero. El asesinato invadió a aquel viejo, grande como una caldera, y se condensó en valor. Forcejeaba con la manija de la puerta cuando medio gato chocó contra la ventanilla lateral y se deslizó hacia abajo dejando un reguero de sangre y tripas.

La manija se partió en su mano y la arrojó al suelo del cochecito. Holgazán la atacó de inmediato, mellándose un colmillo contra el metal. A través del velo de la salpicadura de sangre, el Emperador pudo ver otra figura. Un chico, no, un hombre, pero un hombre pequeño, asiático, con calcetines y sombrero plano naranja fluorescente, cárdigan y pantalones grises ajustados que parecían haberse teletransportado directamente de los años sesenta. El hombrecito empuñaba una espada samurái y golpeaba sobre Lázaro con rápidos movimientos, pero antes de que el Emperador pudiese gritar vio que la espada ni rozaba el pelo del retriever. Con cada golpe caía un gato decapitado o partido por la mitad, ambas partes retorciéndose en el pavimento.

En los movimientos del espadachín no había giros, ni posturitas ni florituras, solo una eficiencia precisa como la de un chef cortando verduras. Cuando sus objetivos se movían, giraba y se detenía lo justo para propinar el corte, retirar la hoja y dirigirla contra el siguiente blanco.

Lázaro miró a su alrededor cuando el peso y la furia desaparecieron de encima de él y gimió algo que podría traducirse como: «¿Quéeeee?».

El espadachín era implacable: paso, corte, paso, corte. Dos gatos salieron de debajo de un Volvo para atacarlo y él se apartó con rapidez para desplazar la espada en un arco rápido hacia abajo, semejante a un golpe de golf, con el que lanzó sus cabezas de vuelta al coche, donde rebotaron para chocar contra la puerta metálica de un garaje.

—¡Detrás! —avisó el Emperador.

Pero era demasiado tarde. El ataque por abajo había distraído al espadachín. Un corpulento gato siamés saltó desde el techo de una furgoneta aparcada al otro lado de la calle y aterrizó en la espalda del hombrecito. La espada larga resultaba inútil en distancias tan cortas. El espadachín se arqueó de dolor mientras el siamés trepaba por su espalda. Giró sobre sí mismo, alzó los pies y cayó de espaldas con fuerza, pero el siamés aguantó el impacto y hundió los colmillos en su hombro. Media docena de gatos vampiro salió de debajo de los coches en dirección al forcejeante espadachín.

Lázaro, con el pelo moteado de sangre, atrapó a uno de los gatos por la cadera y mordió hasta llegar al hueso. El gato gritó y se retorció en las mandíbulas del retriever, intentando arañarle los ojos. Los demás atacaron al espadachín con garras y dientes.

El Emperador empujó con el hombro la puerta de plexiglás del cochecito de policía, pero no tenía sitio para moverse y cobrar velocidad, por lo que el cochecito entero se estremeció bajo su peso hasta ponerse sobre dos ruedas, pero la puerta siguió sin ceder. Miró horrorizado que el espadachín se retorcía bajo sus atacantes.

El Emperador oyó que la puerta de acero de una salida de incendios golpeaba contra los ladrillos y la luz se derramó sobre la acera llegando a la calle. De la puerta salió una chica flaca increíblemente pálida, con coletas azul lavanda, botas rosa de motocross, medias de rejilla rosas, una falda de plástico verde, gafas de esquiador y una chupa de cuero negro que parecía tachonada de cristales. Antes de que pudiera avisarla, la chica salió a la calle y gritó:

—¡Ya os podéis ir dando el piro, mininos hijos de puta!

Los gatos vampiro que atacaban al espadachín alzaron la mirada y sisearon, lo que traducido del gato vampiro significa: «¿Quéeeee?».

Ella corrió directa hacia el espadachín agitando los brazos como si espantara a las palomas o intentara secar una laca de uñas especialmente resistente y gritando como una loca. Los gatos volvieron su atención hacia ella, y ya se estaban agazapando, preparándose para saltar, cuando la chupa se encendió como el sol. Se oyó un chillido agónico colectivo procedente de los gatos vampiro, mientras gatos y partes de gatos echaban humo y ardían por toda la calle. Algunos gatos en llamas intentaron huir por el callejón que había al otro lado de la calle o esconderse bajo los coches, pero la chica flaca fue tras ellos, yendo de un lado hacia el otro, hasta que todos ardieron y se quemaron y quedaron reducidos primero a un burbujeante charco de pelo y porquería, y finalmente a un montón de fina ceniza.

Menos de un minuto después, la calle volvía a estar en silencio. Las luces de la chupa de la chica se apagaron. El espadachín se puso en pie y volvió a ponerse el sombrero plano. Sangraba por varias partes de la espalda y los brazos, y tenía sangre en los pantalones grises y los calcetines anaranjados, pero era imposible saber si la sangre era suya o de los gatos. Se paró ante la chica flaca y le hizo una profunda reverencia.

—Domo arigato —dijo, manteniendo la mirada en los pies de ella.

—Dozo —dijo la chica—. Tus habilidades como asesino de mininos son la hostia, si me permites decirlo.

El espadachín hizo otra reverencia, breve y ligera, y luego dio media vuelta y se alejó, metiéndose en el callejón y perdiéndose de vista.

Lázaro arañaba la puerta de plexiglás del cochecito de policía con las almohadillas de las patas, como si pudiera pulirla lo bastante para atravesarla y sacar a su amo. Abby le rascó el hocico, casi la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta de sangre, y abrió la puerta.

—Hey —dijo.

—Hey —respondió el Emperador.

Este salió del cochecito y miró a su alrededor. La calle estaba pintada de sangre a lo largo de media manzana, salpicada por montones de ceniza y algún que otro collar antipulgas chamuscado. Los coches aparcados estaban rociados de niebla roja y hasta las luces indicadoras de varias salidas de incendios estaban salpicadas de tripas. En el aire flotaba un humo acre procedente de los gatos quemados, y una ceniza gris grasienta se esparcía por las mangas y el cuello del uniforme de la controladora de aparcamiento que yacía en la acera.

—Bueno, esto no se ve todos los días —dijo el Emperador, mientras aparecía por la esquina un coche patrulla de la policía, arañando el edificio con sus luces rojas y azules.

El coche patrulla se detuvo y las puertas se abrieron de golpe. El conductor se paró tras su puerta, pistola en mano.

—¿Qué pasa aquí? —dijo, intentando no apartar la mirada del Emperador para no ver la carnicería que los rodeaba.

—Nada —dijo Abby.

4
Adiós, guarida de amor

Del diario de Abby Normal,

triunfante destructora de mininos vampiro

Lloro, lamento, peno. He esnifado el amargo rotulador rosa de la desesperación y lágrimas de rímel corren por mis mejillas como si se hubieran apalancado en mis ojos unos osos Gummi negros masticados. La vida es un oscuro abismo de dolor, y yo estoy sola, separada de mi querido y delicioso Fu.

Pero, mira, he sido la hostia contra una banda de mininos vampiro. Así es, mininos: en plural, que eran muchos. Chet, el enorme gato vampiro afeitado, ya no acecha la ciudad en solitario; se le han unido otros muchos gatos vampiro más pequeños y sin afeitar, a la mayoría de los cuales dejé fritos con mi pasada de chupa solar. Estaban atacando al chiflado del Emperador y a sus perros justo ante nuestro loft y los salvé cuando salí a la calle y le di a la luz.

Fue pura tecnocarnicería, con sangre por todas partes, y un japonés bajito con espada de samurái haciendo lo de los cuchillos Ginsu con los mininos que le atacaban.

Sé lo que estáis pensando.

Un ninja, por favor…

¡Lo sé, ODMZORRO! ¡Hay un samurái en la ciudad Sin Chupópteros!

Ni me molesté en convencer a los polis cuando llegaron.

Me soltaron: «¿Qué pasa?».

Y yo les dije: «Nada».

Y ellos: «¿Qué es todo esto?», señalando a la sangre y a las humeantes cenizas de minino y eso.

Y yo: «No sé. Preguntadle a él. Yo oí ruido y bajé a ver qué pasaba».

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