Al cabo de veinte minutos, Bond y Ebbie ya se encontraban en las desangeladas dependencias del control de pasaportes. Unos escrupulosos funcionarios chinos les examinaron los documentos. En cuanto descendieron del aparato, Bond trató de descubrir si alguien les vigilaba, pero, en medio de aquel mar de rostros europeos, chinos y euroasiáticos, cualquier persona podía ser un vigilante.
Un voluminoso chino vestido con pantalones y camisa blanca sostenía un letrero en el que se podía leer Sr. BOLDMAN. Bond y Ebbie se adelantaron.
—Yo soy míster Boldman.
—Ah, muy bien. Le llevaré al Hotel Mandarín —el chino esbozó una sonrisa que dejó al descubierto varios dientes de funcionamiento autónomo, casi todos con fundas de oro—. Coche aquí. Dentro, por favor, si no le importa. Me llamo David —añadió, acompañándoles a un automóvil, cuya portezuela se apresuró a abrir.
—Gracias, David —dijo Ebbie amablemente.
En cuanto el vehículo se puso en marcha, Bond se volvió a mirar a través de la ventanilla trasera para comprobar que no les siguiera nadie. Le fue imposible hacerlo porque los automóviles abandonaban constantemente las calzadas de la zona de llegadas y casi todos daban la impresión de acabar de recoger a los pasajeros. Lo que él buscaba era un vehículo de aspecto anodino con dos personas sentadas delante. Se detuvo a tiempo… Eso era lo que hubiera tenido que buscar en Europa. En Asia, las cosas eran distintas. Recordó lo que, una vez, le dijo un colaborador chino: «Los que te vigilan son quienes menos te figuras. Al este de Suez, todos te miran con el mayor descaro y no hay forma de identificarlos».
No hubo ninguna señal positiva cuando entraron en el túnel que atravesaba el puerto y por el que circulaba una lenta, pero ordenada procesión de automóviles, camiones tanto antiguos como modernos y aquellos vehículos de carga tan amados por los habitantes de Hong Kong, algunos de ellos con sus sucios toldos adornados con caracteres chinos.
Hoy en día, basta con regresar a Hong Kong tras una ausencia de pocas semanas para ver los cambios. Bond llevaba dos años sin visitar el Territorio y vio unas diferencias enormes cuando llegaron a Connaught Road. A su derecha se elevaba el impresionante Connaught Centre con sus cientos de ventanas tipo portilla que le conferían el aspecto de haber sido diseñado por un óptico; y, detrás de él, las triples torres de cristal ya casi terminadas de Exchange Square. El tráfico aún era tan intenso como el calor del ambiente, mientras que las aceras y los futuristas puentes tendidos sobre las calles principales se hallaban abarrotados de personas que corrían presurosas a sus quehaceres. A la izquierda, Bond pudo ver, a través de Chater Square, el nuevo e impresionante edificio del Banco de Hong Kong y Shangai, semejante a una construcción de mecano sobre cuatro altos cilindros.
Al fin, se detuvieron frente a la entrada principal del Hotel Mandarín, cuyo aspecto resultaba casi insignificante en comparación con la opulencia de los rascacielos que lo rodeaban. La impresión se desvanecía en cuanto uno cruzaba la entrada y penetraba en el vestíbulo adornado con arañas de cristal, mármol y ónix italianos, y exquisitos grabados de madera dorada.
—Eso es fantástico, James —exclamó Ebbie, boquiabierta de asombro.
Mientras la acompañaba hacia el chino vestido de negro de la recepción, Bond la vio mirar de soslayo el mostrador del conserje.
—¿Qué ocurre? —le preguntó en voz baja.
—Swift —contestó la joven en un susurro—. Está aquí. Acabo de verle.
—¿Dónde?
Ya casi habían llegado al mostrador principal de recepción.
—Allí —contestó Ebbie, señalando con la cabeza el otro extremo del vestíbulo—. Estaba allí. Eso es muy típico de él. Siempre ha sido un… ¿Cómo lo llamáis vosotros? ¿Un fuego fatuo?
Bond asintió. Era un buen nombre para Swift, pensó, mientras rellenaba los impresos del registro. Swift siempre había sido un fuego fatuo; un alma atormentada entre el cielo y el infierno que siempre arrastraba a la gente a su destrucción. Su experiencia en el manejo de los agentes había provocado la caída de muchos representantes de los servicios de espionaje enemigos.
Bond analizó de nuevo las contradicciones y ocultos secretos de
Pastel de Crema
. M le encomendó un trabajo que, por su delicadeza, no podía ser una operación oficial. Y, sin embargo, tenía ciertos aspectos oficiales. Volvió a tomar cuerpo en su mente la convicción de que él estaba metido en aquel asunto porque alguien de
Pastel de Crema
era un agente doble. Podía ser cualquiera de ellos. ¿Heather? ¿Maxim Smolin que ya era doble? ¿Jungla Baisley? ¿Susanne Dietrich? ¿La propia Ebbie? Maldita sea, pensó mientras firmaba la tarjeta del registro, ¿por qué había cometido la imprudencia de llevarse a Ebbie a Hong Kong? De acuerdo con todas las normas, la hubiera tenido que dejar en lugar seguro y, sin embargo, no lo pensó dos veces y la llevó consigo. ¿Lo habría hecho por intuición o por el creciente afecto que la chica le inspiraba? ¿Hasta qué punto podía ser insensato un hombre que se dejaba arrastrar por sus emociones? Aunque, bien mirado, él no se había dejado arrastrar por nada. La chica se la habían endilgado, por así decirlo, otras personas. Y ahora, para complicar la cosa, Swift había aparecido. ¿Y si Swift fuera la clave? Lo dudaba.
—Si el señor y la señora Boldman quieren acompañarme.
Bond se dio cuenta de que el subdirector del hotel estaba repitiendo su cortés invitación.
—Perdón. No faltaba más.
Despertó de sus meditaciones y, tomando a Ebbie del brazo, siguió al hombre que llevaba sus documentos y la llave de la habitación. Se dirigieron al otro extremo del vestíbulo, pasando por delante del mostrador del conserje, y giraron a la izquierda donde estaban los ascensores.
—Si vuelves a verlo, dímelo —musitó Bond.
Ebbie asintió en silencio.
A su alrededor, el hotel funcionaba con disciplinada soltura y eficiencia. Los botones, enfundados en chaquetillas doradas, se movían velozmente de un lado para otro sonriendo de un modo estereotipado; uno de ellos, tocado con una especie de casquete que le distinguía de los demás, atravesó el vestíbulo sosteniendo un letrero bordeado de cascabeles en el que se indicaba que estaba buscando a una tal señora de David Davies. Un matrimonio norteamericano discutía en voz baja junto a los ascensores:
—Pero, bueno, ¿tú qué quieres? Estamos en un hotel. ¿Quieres que nos vayamos a otro?
El ascensor les llevó casi sin sentir a una espaciosa y ventilada habitación del piso veintiuno, con un balcón que daba a los miles de ojos del Connaught Centre y a una considerable parte del puerto. Los transbordadores, juncos motorizados y sampanes navegaban sin temor entre los buques de mayor calado.
El subdirector inspeccionó la habitación para asegurarse de que todo estuviera a punto, hasta que llegó el botones llevando el equipaje y preguntó si querían que lo deshiciera, invitación que ellos declinaron amablemente.
Una vez solos, Bond le preguntó a Ebbie:
—¿Estás segura de que era Swift?
—Completamente. Estoy extraordinariamente cansada. Pero era Swift.
Ebbie abrió el balcón e inmediatamente penetró en la estancia el ensordecedor ruido del tráfico de Hong Kong, pese a encontrarse en el piso veintiuno. Bond salió con ella al balcón y se vio azotado por una ráfaga de calor. El aire era húmedo y olía a sal, a especias, a polvo, a pescado y a carne de cerdo. Abajo, el tráfico discurría sin cesar. El agua del puerto brillaba bajo la bruma matinal, mientras a las blancas estelas que dejaban las hélices se unía ahora el largo reguero color crema de un aerodeslizador que navegaba hacia el oeste. Tres barcazas cargadas de contenedores creaban cenagosas olas en la proa al ser remolcadas a uno de los puertos de contenedores más grandes del mundo.
A la izquierda, el Connaught Centre y el gigantesco edificio de Exchange Square dominaban todo el paisaje urbano. El complejo estaba unido a la acera del Hotel Mandarín por medio de un elegante paso tubular. En primer plano, a la derecha, se extendía ante ellos la mundialmente famosa vista de Kow-loon, Hong Kong, el Puerto Perfumado. Un par de helicópteros empezaron a descender y, mientras uno de ellos permanecía en suspenso en el aire, el otro tomó tierra en el embarcadero de Fenwick, situado a la derecha. El conjunto de edificios, embarcaciones, vehículos y helicópteros poseía un aire marcadamente futurista. Y, sin embargo, mientras lo contemplaba, Bond, comprendió de repente que la escurridiza familiaridad que siempre había experimentado en Hong Kong procedía del pasado, de la película
Metrópolis
de Fritz Lang, un clásico filmado nada menos que en los años veinte
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.
—Vamos —dijo, rozando un brazo de Ebbie—, tenemos cosas que hacer.
—¿Tenemos que salir? —preguntó Ebbie, ensimismada ante aquella perspectiva.
—Ponte algo sencillo —dijo Bond mientras ella corría a la maleta sin darse cuenta de que era una broma—. Unos pantalones vaqueros y una camiseta irán de primera —añadió.
Después se dirigió al teléfono de la mesilla de noche y echó mano de su memoria de datos telefónicos que siempre llevaba en la cabeza. En Asia, también tenía contactos fuera de los normales cauces del Servicio. Tomó el microteléfono y marcó los números. Contestaron al cuarto timbrazo.
—
Weyyy?
—¿El señor Chang? —preguntó Bond.
—¿De parte de quién?
La voz era ronca y casi áspera.
—Un viejo amigo. Un amigo llamado Depredador.
—¡Bienvenido, viejo amigo! ¿Dígame en qué puedo ayudarle?
—Necesito verle.
—Pues venga. Estoy donde siempre. ¿Va a venir ahora?
—Dentro de unos quince minutos, si no le importa —contestó Bond, sonriendo—. Vendré acompañado de una preciosa dama.
—Los tiempos nunca cambian. Mi gente tiene un proverbio que dice: «
Cuando un hombre visita a un amigo con una mujer, raras veces vuelve solo
».
—Muy profundo. ¿Es un proverbio antiguo?
—Tiene unos treinta segundos. Me lo acabo de inventar. Venga pronto.
En otro lugar del Distrito Central de Hong Kong, Dedo Gordo Chang colgó el teléfono y miró al hombre que se encontraba de pie a su lado.
—Va a venir ahora, tal como usted vaticinó; le acompaña una hermosa mujer aunque, si es europea, no acierto a comprender que pueda ser hermosa. ¿Quiere que haga algo especial con él?
—Haga lo que le pida —contestó el otro, hablando en frío tono calculador—. Yo estaré cerca. Es esencial que pueda hablar con él en privado.
Dedo Gordo Chang sonrió e inclinó la cabeza como si fuera un muñeco con un resorte en el cuello.
Dedo Gordo Chang era conocido por este nombre a causa de una deformidad que tenía en la mano derecha: el pulgar era casi tan largo y el doble de grueso que el dedo índice. Los enemigos decían que le había crecido así de tanto contar las crecidas sumas de dinero que pasaban por sus manos, procedentes de sus múltiples y variados negocios. Cuando se trataba de asuntos de dinero, se le podía encontrar generalmente en una casucha de dos habitaciones situada en una de las empinadas callejuelas que arrancaban de Queen's Road.
Bajaron en ascensor hasta el entresuelo y atravesaron la suntuosa galería de tiendas del hotel. Bond acompañó a Ebbie por las pintorescas calles. A través de un paso elevado desde el que se podían ver los tranvías de vistosos colores que llenaban Des Voeux Road, entraron en el lujoso Prince's Building. A través de otro paso, llegaron a Gloucester House y al Landrnark, una de las más espléndidas galerías comerciales del Distrito Central. Abajo, junto a la gran fuente circular, un conjunto de jazz interpretaba la composición
Do you know what it means to miss New Orleans?
Bond sonrió al escuchar la dulce melodía. Bajaron a la planta baja, tan sólo se detuvieron un momento para que Bond hiciera una rápida compra —una bolsa de bandolera con una correa muy larga— antes de salir a Queen's Road por la puerta de Pedder Street.
Tardaron un cuarto de hora en llegar a la guarida de Dedo Gordo Chang. La puerta estaba abierta y Chang se hallaba sentado detrás de una mesa en una pequeña habitación oscura que olía a sudor y a comida rancia, mezclados con el aroma de unos pebetes perfumados que ardían ante un pequeño relicario.
—Ah, mi viejo amigo —el obeso chinito dejó al descubierto unos dientes ennegrecidos—. Muchos años desde que su sombra cruzó mi miserable puerta. Por favor, entre en mi choza.
Bond observó que Ebbie arrugaba la nariz.
—Olvida, honorable Chang, que conozco su verdadero hogar, el cual es tan lujoso como el palacio del emperador. Por consiguiente, soy yo quien se avergüenza de acudir a su despacho.
Con una mano, Chang, señaló dos sillas muy incómodas y no demasiado limpias.
—Bienvenida, hermosa dama —dijo, mirando a Ebbie y sonriendo—. Bienvenidos los dos. Siéntense. ¿Puedo ofrecerles una taza de té?
—Es usted muy amable. No nos merecemos este trato tan señorial.
Chang batió palmas, y en el acto apareció una niña vestida con un pijama negro. Chang le dio unas rápidas instrucciones y la chiquilla hizo una reverencia y se retiró.
—Mi segunda hija de mi tercera esposa —explicó Chang—. Es una holgazana y una inútil, pero, por sentido del deber y por bondad, le permito hacer pequeños recados. La vida es muy difícil, vaya si lo es.
—Venimos para hablar de negocios —expuso Bond.
—Todo el mundo quiere hacer negocios —dijo Chang, mirándole de soslayo—. Pero, a mí, raras veces me resultan rentables, teniendo que mantener a tanta gente y con estas mujeres chismosas y estos hijos que siempre me piden más de lo que les puedo dar.
—Su vida debe de ser muy dura, honorable Chang —dijo Bond, mirándole gravemente.
Dedo Gordo Chang exhaló un prolongado suspiro. La niña reapareció con una bandeja en la que había unos cuencos y una tetera. La colocó delante de Chang y, obedeciendo sus órdenes, llenó los cuencos con una expresión de profundo cansancio en el rostro.
—Su amabilidad sobrepasa nuestras miserables necesidades —dijo Bond, sonriendo mientras golpeaba dos veces la superficie de la mesa con los dedos para expresarle a la niña su gratitud antes de tomar un sorbo del amargo brebaje.
Confiaba en que Ebbie se lo bebiera sin pestañear.
—Me alegro mucho de verle, míster Bond. ¿En qué puedo servirle a usted y a esta deliciosa dama?