Tardó un instante en percibir que los dos hombres aún estaban allí, pisándoles los talones. Ambos vestían trajes de color gris claro e impecables camisas y corbatas, pese al calor de la tarde. Se les hubiera podido tomar fácilmente por dos hombres de negocios que regresaban a sus despachos. Pero la experta mirada de Bond descubrió en ellos una excesiva precisión. Estaba seguro de que había entrado en acción otro equipo, el cual se encontraría seguramente por aquella zona. Salieron de la estación de Jordan y giraron a la derecha para adentrarse en la ruidosa Nathan Road, en dirección al puerto. Con rostro sonriente, Bond le comunicó a Ebbie que les seguían.
—Actúa con naturalidad —le dijo—. Párate a mirar los escaparates de las tiendas. Camina despacio. Al final de esta calle, llegaremos al Hotel Península. Cuando lleguemos allí intentaremos despistarles.
Las aceras estaban abarrotadas de peatones, más chinos e indios que europeos. Nathan Road parecía el punto de reunión de las culturas orientales. Unas banderas de llamativos colores colgaban sobre la calle. Las modernas vitrinas de los escaparates se apretujaban unas contra otras, pero, por encima de ellas, aún se podían ver los viejos edificios de los años veinte y treinta. Los rótulos de neón y de papel trataban de llamar la atención de la gente en las esquinas, mientras la omnipresente comida producía una amalgama de olores indescifrables. Había muchos establecimientos dedicados a la fotografía y a la electrónica, lo cual les ofreció a Bond y Ebbie la oportunidad de detenerse a cada paso como si compararan los precios mientras observaban a sus vigilantes.
Bond los había bautizado mentalmente con los nombres de Ying y Yang. Su habilidad demostraba bien a las claras que estaban perfectamente entrenados. Pese a lo cual, antes de cinco minutos, Bond creyó identificar a un equipo frente a ellos. Un chico y una chica de unos dieciocho o diecinueve años parecían profundamente enfrascados en una conversación, pero, cada vez que Bond y Ebbie se detenían, ellos, lo hacían también. El joven llevaba la camisa fuera de los vaqueros, lo suficiente para ocultar un arma. Ying y Yang, con sus trajes grises confeccionados a la medida, tenían múltiples lugares donde ocultar las armas. De pronto, a Bond se le ocurrió pensar que a lo mejor eran un escuadrón de ejecución. ¿Acaso no habían liquidado a Swift? No, se dijo. Chernov hubiera deseado estar presente al final. Tenía que haber un testigo del Centro de Moscú. Llegaron al Hotel Península y entraron por una de las puertas laterales que daba acceso a una galería comercial; Bond recordó que alguien le había dicho que aquella zona del hotel había sido un club de oficiales en el período subsiguiente a la segunda guerra mundial. Se preguntó cuántos espectros de comandantes borrachos albergarían aquellas opulentas galerías.
Mientras se volvían para subir la escalinata que conducía al vestíbulo principal, vieron entrar a Ying y a Yang. Los jóvenes habrían entrado, sin duda, por la puerta principal para, de este modo, completar el cerco.
—Adelántate —le ordenó Bond a Ebbie, entregándole la bolsa de bandolera—. Vete con el arsenal al lavabo. Estaré en el vestíbulo en cuanto haya resuelto este asunto.
Por fin se le ofrecía la ocasión de poner a prueba la lealtad de Ebbie. Bond la miró sonriendo, sacó la cajetilla de cigarrillos, se colocó uno entre los labios y empezó a darse palmadas en los bolsillos, buscando el encendedor. Ying y Yang se desconcertaron al ver que se detenía, pero de ninguna manera podían huir de su presa, por lo cual siguieron adelante sin mirar a Bond hasta que éste les cerró el paso y les preguntó en inglés si tenían fuego.
De cerca, parecían gemelos; tenían el cabello negro como el ébano, las caras redondas y los crueles ojos oscuros. Por un instante, los chinos se detuvieron y Ying musitó algo mientras levantaba una mano para introducirla en el interior de su chaqueta desabrochada. Cuando tenía la mano a la altura de la solapa, Bond le agarró la muñeca, la retorció con fuerza y tiró de ella hacia abajo mientras levantaba rápidamente la rodilla derecha. Casi pudo sentir el dolor del hombre cuando su rodilla le golpeó la ingle; pero el jadeo sí pudo oírlo con toda claridad. Casi antes de que éste se produjera, Bond ya había obligado al hombre a girar sobre sí mismo, empujándole hacia Yang en cuyo rostro se estrelló su cráneo. El golpe fue tan fuerte que se oyó un crujido y Bond notó que el cuerpo de Ying se aflojaba entre sus manos.
Antes de que nadie saliera de las tiendas de la galería, Ying y Yang quedaron amontonados en el suelo, semiinconscientes. Ying mantenía el cuerpo doblado a causa del dolor en la cabeza y en la ingle, mientras que a Yang parecía que le hubieran aplastado la cara con un pedazo de hormigón: le salía sangre de la nariz rota y, probablemente, se había partido el pómulo. Bond pidió a gritos que alguien avisara a la policía.
—¡Esos hombres han intentado robarme! —gritó mientras se acercaba la gente, en medio de un guirigay de chino e inglés.
Se inclinó e introdujo una mano en el interior de la chaqueta de cada hombre. Como ya lo esperaba, iban armados con pesados revólveres de 38 mm.
—¡Miren! —gritó—. Que alguien llame a la policía. Estos hombres son unos delincuentes.
Los gritos de indignación que escuchaba a su alrededor le indicaron a Bond que la gente estaba de su parte. Con mucho disimulo, empezó a retirarse, arrojó al suelo una de las armas, se metió la otra en el cinto, ocultándola bajo la chaqueta Oscar Jacobson, y empezó a subir la escalera.
—Allá abajo —les dijo a los guardias de seguridad que bajaban en aquel momento y con quienes casi estuvo a punto de chocar—. Un par de ladrones han intentado robar a mi amigo.
Ebbie le esperaba junto a la entrada, en un rincón del espacioso salón dorado donde los camareros corrían por entre las mesas sirviendo el último té de la tarde, supervisados por un jefe de cabello plateado. En lo alto de un lujoso estrado, una orquesta de cuatro miembros interpretaba selecciones de comedias musicales nuevas y antiguas. Sobre todo, antiguas.
Bond tomó la bolsa de bandolera y le comunicó a Ebbie que tenían que actuar con rapidez. Se dirigió a la entrada principal y miró a su alrededor en busca de la pareja identificada como el equipo de apoyo. Pero no vio rastro de ellos ni en el vestíbulo ni fuera, en el patio de entrada. Atravesaron la calle cuando el denso tráfico se lo permitió y se dirigieron a la zona portuaria, llena de edificios en construcción. Bond seguía buscando incesantemente al otro equipo.
—A lo mejor, los hemos despistado —dijo, apretándole un brazo a Ebbie—. Ven, sigamos por la izquierda. Lo menos que podemos hacer es buscarnos un hotel decente por unas horas. El Regent está por aquí. Es un enorme bloque de ladrillo, pero me han dicho que rivaliza seriamente con el Mandarín.
La vista del Regent quedaba bloqueada por los andamiajes de las obras, pero, una vez los hubieron dejado atrás, apareció el hotel con su calzada elevada y su patio de entrada lleno de Rolls-Royces y Cadillacs. Sin embargo, no fue sólo eso lo que vieron. En cuanto doblaron la esquina, se toparon directamente con el chico y la chica.
Bond asió la culata del revólver, y estaba a punto de extraer el arma cuando el joven le dirigió la palabra. No llevaba nada en las manos, pero la chica le protegía sin ninguna duda.
—¿Míster Bond? —inquirió el joven.
—Sí —contestó Bond, retrocediendo en previsión de un posible ataque.
—No se alarme, señor. Míster Swift dijo que, si algo le ocurriera, yo debería entregarle esto a usted —la mano se acercó pausadamente a un bolsillo del que el joven sacó un sobre—. Seguramente se habrá enterado del grave accidente que ha sufrido míster Swift esta tarde. Me llamo Han. Richard Han. Trabajaba para míster Swift. Ya está todo arreglado. Supongo que ya se habrá librado de los dos rufianes que le seguían. Oímos mucho jaleo…
—Sí —dijo Bond, cauteloso.
—Bueno, pues. Habrá un Walla Walla en la Ocean Terminal a las diez cuarenta y cinco. Yo estaré allí para despedirles. A las diez cuarenta y cinco en la Ocean Terminal. ¿De acuerdo?
Bond asintió mientras los jóvenes se tomaban de la mano y daban media vuelta.
—¿Qué es un Walla Walla? —preguntó Ebbie más tarde mientras descansaban en la cama de una habitación situada en un piso alto del Regent.
—Es un sampán motorizado —contestó Bond—. Algunos dicen que se llama Walla Walla por el ruido que hacen los motores. Otros, que se llama así porque el primer propietario de una embarcación de esta clase era un tipo de Washington.
—Eres muy inteligente —dijo Ebbie, acurrucándose al lado de Bond—. ¿Cómo lo haces para aprender todas estas cosas, James?
—A través de la guía oficial de Hong Kong. Me la leí de cabo a rabo mientras tú te pasabas el rato en el cuarto de baño.
No tuvieron dificultades en encontrar habitación en el Regent. Bond exhibió su tarjeta Platimun del American Express a nombre de Boldman, y dijo que el precio no sería problema. Nadie se extrañó de que no llevara equipaje, aunque Bond explicó que, más tarde, se lo enviarían desde el aeropuerto. Mostró la bolsa de bandolera que llevaba colgada al hombro, pero no permitió que nadie se la subiera a la habitación.
Tras pedir al servicio de habitaciones una sencilla cena europea de tres platos para dos, Bond abrió el sobre. En su interior había una hoja de papel con un breve mensaje y un mapa de la isla de Cheung Chau.
En caso de que algo ocurra, le he entregado esto a un joven colega. Richard Han le prestará todo el apoyo que pueda. He organizado el transporte a Cheung Chau. La mujer le dejará en el puerto situado al oeste de la isla. Le interesa una villa de color blanco que se encuentra casi enfrente del Hotel Warwick, en el lado oriental, a diez minutos a pie del estrecho istmo. Tome la calle que discurre en medio de las casas a la derecha del embarcadero del transbordador. La villa está muy bien situada en lo alto del lado norte de la bahía de Tung Wan, y da a una hermosa franja de agua y arena. Huelga decir que el Warwick se encuentra en el lado sur. Que yo sepa, no hay dispositivos de alarma, pero el lugar está siempre muy bien vigilado cuando alguien se aloja allí. Tiene por lo menos un teléfono y el número local es el 720302. Recuerde los nueve que resultaron muertos en Cambridge y el incendio de la isla de Canvey. Si lo consigue, yo no estaré allí para desearle suerte, pero la tendrá de todos modos.
SWIFT
Bond no tuvo más remedio que aceptar la nota, el mapa y la persona de Richard Han como auténticas. Por lo menos, había encontrado un medio de trasladarse a Cheung Chau y de localizar la casa. Antes de que les subieran la cena, Bond se fue al cuarto de baño para examinar las armas y el equipo que contenía la bolsa de lona. Decidió armar a Ebbie con unos de los revólveres de 38 mm. Él se quedaría el del mismo tipo que les había arrebatado a Ying y Yang. El resto podría llevarlo en la bolsa. Una vez localizada la villa, sabía lo que tenía que hacer. Con un hombre como Chernov no podía uno correr ulteriores riesgos. Regresó al dormitorio, comió con buen apetito, esperó a que Ebbie utilizara primero el cuarto de baño y luego se quitó la ropa y se tomó una ducha. No tenían ninguna muda de ropa, pero, por lo menos, se habían refrescado y estaban limpios. Bond se secó vigorosamente con la toalla, y se tendió en la cama. A pesar de su cansancio, Ebbie hizo gala de una innegable inventiva que encantó a Bond. Tras echar un sueñecito, el agente volvió a repasar los puntos esenciales de aquella noche.
—¿Lo has comprendido? —le preguntó a Ebbie al término de la instrucción—. Te quedarás donde te diga hasta que yo vuelva. Después, improvisaremos —añadió, dándole un beso suave en cada oreja.
Se vistieron y se armaron. Bond observó complacido que Ebbie manejaba el revólver y las municiones de repuesto con visible maestría.
Salieron del hotel poco después de las diez. A las diez cuarenta y cinco en punto, Richard Han se reunió con ellos junto a la gran galería comercial llamada Ocean Terminal, cerca del muelle de los transbordadores Star. Se alejó con ellos de los muelles principales y bajó por un camino al puerto donde les esperaba la vieja desdentada con su sampán.
—¿Sabe adónde tiene que llevarnos? —preguntó Bond.
Han asintió.
—Y no debe darle dinero —dijo—. Ya ha cobrado lo suficiente. La travesía durará casi tres horas. Lo siento, con el transbordador se tarda sólo una, pero así es mejor.
En realidad, tardaron casi cuatro; en el transcurso del viaje la mujer no les dirigió ni una sola vez la palabra, y se mantuvo tranquilamente sentada junto a la caña del timón.
Eran casi las tres de la madrugada cuando Bond y Ebbie desembarcaron en la isla de Cheung Chau, situada a doce kilómetros al oeste de Hong Kong. El sampán se balanceó y cabeceó mucho en alta mar, pero, cuando se acercaban al puerto, la anciana apagó el motor y utilizó un remo para alcanzar en silencio la orilla situada entre los juncos y los sampanes, algunos de ellos amarrados juntos y otros fondeados en el embarcadero. Por fin llegaron al muro del puerto y la mujer les susurró algo que no entendieron, pero que interpretaron como una invitación a desembarcar. Juntos se encaramaron a la ancha franja de hormigón que bordeaba el agua, y Bond levantó un brazo para despedirse de la mujer.
La isla, tal como Bond ya había observado en el mapa, tenía efectivamente la forma de unas pesas de gimnasia, siendo el extremo sur mucho más ancho que el norte, del cual estaba separado por una corta extensión de tierra de menos de ochocientos metros de anchura.
Los ojos de ambos ya se habían acostumbrado a la oscuridad mucho antes de desembarcar, y Bond pudo distinguir los edificios que tenía delante. Tomando a Ebbie de una mano, se cercioró de que tuviera el revólver a punto y la guió hacia un oscuro hueco que descendía hacia una estrecha calleja. Al acercarse, pudieron ver la silueta de una cabina telefónica de cristal que Bond decidió utilizar una vez hubieran efectuado un reconocimiento de la villa.
—Tú te quedas aquí —le dijo Bond a la joven—. No te muevas y procura que nadie te vea —añadió en voz baja—. Volveré antes de una hora.
En la oscuridad, Ebbie asintió en silencio. Demostraba tener mucho más temple de lo que Bond suponía. Tras estrechar su mano, Bond empezó a subir por la empinada callejuela. Se sentía como acorralado por las casas que formaban los costados de aquella quebrada. Unos doscientos metros más allá, la calleja se estrechaba todavía más. Había un árbol a la derecha y Bond intuyó la presencia de alguien. Se detuvo y sólo reanudó la marcha cuando vio que era un viejo chino tendido boca arriba, roncando como un bendito bajo el árbol.