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Authors: Charlaine Harris

Muerto Para El Mundo (22 page)

BOOK: Muerto Para El Mundo
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Oía a Hallow. Estaba cantando, en voz baja y amenazadora. En realidad, estaba echando un conjuro. Podía ser emocionante y, en otras circunstancias, habría incitado mi curiosidad: un conjuro mágico y una bruja de verdad. Pero lo que tenía era miedo, y ganas de largarme de allí. La oscuridad parecía estar aumentando.

—Huelo a alguien —dijo Mark Stonebrook.

"Fee, fie, foe, fum".

—¿Qué? ¿Aquí y ahora? —Hallow interrumpió su canto, estaba casi sin aliento.

Me puse a temblar.

—Sí. —Su voz sonó más profunda, casi un gruñido.

—Transfórmate —le ordenó ella. Escuché un sonido que ya había oído con anterioridad, aunque no lograba ubicarlo en mi memoria. Era una especie de sonido flatulento. Pegajoso. Como remover con una cuchara un líquido espeso con objetos duros en su interior, tal vez cacahuetes o caramelos. O trocitos de hueso.

Entonces escuché un aullido real. No era humano. Mark se había transformado y no era luna llena. Aquello sí que era poder. La noche parecía haberse llenado de vida. Parecía estar resoplando, ladrando. Había movimientos diminutos en torno a nosotros.

Vaya guardiana estaba yo hecha. Había permitido que Eric me llevara hasta allí. Estábamos a punto de ser descubiertos por una bruja, mujer lobo, consumidora de sangre de vampiro y vete a saber qué más, y ni siquiera llevaba conmigo el rifle de Jason. Abracé a Eric como queriendo disculparme por el aprieto en que lo había metido.

—Lo siento —musité. Pero entonces noté algo rozándonos, algo grande y peludo. Los aullidos lobunos de Mark, sin embargo, sonaban a varios metros del árbol. Me mordí el labio con fuerza para no gritar también.

Escuché con atención hasta asegurarme de que allí había más de dos animales. Habría dado lo que fuese por una linterna. Oí un ladrido breve y agudo a unos diez metros de distancia de nosotros. ¿Otro lobo? ¿Un perro normal y corriente, en el lugar inadecuado y en el momento inoportuno?

De pronto, Eric me soltó. Hacía tan sólo un momento estaba presionándome contra el árbol, y ahora sentía el aire frío de la cabeza a los pies (y eso que me sujetaba a sus muñecas). Extendí los brazos, tratando de descubrir dónde se había metido, y no palpé nada de nada. ¿Se habría ido para investigar qué sucedía? ¿Habría decidido sumarse a la fiesta?

Aunque mis manos no encontraron ningún vampiro, sí noté algo grande y caliente presionando mis piernas. Utilicé los dedos para explorar al animal. Toqué mucho pelo, un par de orejas erectas, un morro largo, una lengua caliente. Intenté moverme, alejarme del árbol, pero el perro (¿el lobo?) no me dejaba. Aun siendo más pequeño que yo y pesando menos, ejercía tanta presión contra mí que me resultaba imposible moverme. Cuando presté atención a los sonidos que se oían en la oscuridad —gruñidos y ladridos en abundancia—, decidí que me alegraba de estar como estaba. Me arrodillé y pasé un brazo por la espalda del can. Me lamió la cara.

Escuché entonces un coro de aullidos, un sonido misterioso rompiendo el frío de la noche. Se me puso la carne de gallina, hundí la cara en el cuello peludo de mi compañero y me puse a rezar. De pronto, sobresaliendo por encima de todos los sonidos, oí un grito de dolor y una serie de ladridos.

Oí el motor de un coche poniéndose en marcha y vi las luces de los faros dibujando unos conos en la oscuridad. Mi lado del árbol quedaba fuera del alcance de la luz, pero vi que estaba acurrucada junto a un perro, no un lobo. Las luces se movieron entonces y el coche echó marcha atrás, levantando la gravilla del camino de acceso a casa de Bill. Hubo un momento de pausa, imaginé que provocado por el cambio de marcha, y a continuación el coche salió haciendo rechinar los neumáticos y lo oí bajando la colina a toda velocidad hasta el cruce con Hummingbird Road. Entonces se escuchó un fuerte ruido sordo y un chillido que llevó a mi corazón a latir aún con más fuerza. Era el sonido del dolor de un perro atropellado por un coche.

—¡Oh, Dios mío! —dije, y me agarré con fuerza a mi peludo amigo. Pensé en qué podía hacer para ayudar ahora que al parecer los brujos se habían marchado.

Me incorporé y eché a correr hacia la puerta de la casa de Bill antes de que el perro pudiera detenerme. Mientras corría, busqué las llaves en mi bolsillo. Cuando Eric me había cogido en brazos en el porche, las llevaba en la mano y las había guardado en el bolsillo de mi abrigo, donde un pañuelo había amortiguado su sonido. Palpé la cerradura, conté las llaves hasta que llegué a la de Bill —era la tercera del llavero— y abrí la puerta de la casa. Busqué el interruptor de la luz exterior, la encendí y de repente, todo se iluminó.

Aquello estaba lleno de lobos.

Estaba muy asustada. Había imaginado que los dos brujos se habían largado en el coche. Pero ¿y si resultaba que uno de ellos estaba entre aquellos lobos? Y ¿dónde estaba mi vampiro?

La pregunta quedó respondida casi de inmediato. Eric aterrizó en el jardín con un ruido sordo.

—Los he seguido hasta la carretera, pero allí ya empezaron a ir a demasiada velocidad para mí —dijo, sonriéndome como si hubiera estado jugando.

Un perro —un collie— se acercó a Eric, lo miró a la cara y gruñó.

—Tranquilo —dijo Eric, haciendo un gesto imperioso con la mano.

Mi jefe llegó corriendo hasta mí y volvió a colocarse contra mis piernas. Incluso en la oscuridad, sospeché que mi guardián era Sam. La primera vez que lo vi transformado, pensé que era un perro callejero y le puse por nombre Dean, porque conocía un hombre que se llamaba así y tenía su mismo color de ojos. Había cogido la costumbre de llamarle Dean cuando caminaba a cuatro patas. Me senté en los peldaños de acceso a la casa de Bill y el collie se acurrucó contra mí.

—Eres un perro estupendo —le dije. Meneó la cola. Los lobos estaban olisqueando a Eric, que permanecía de pie, inmóvil.

Un lobo grande vino corriendo hacia mí, el lobo más grande que había visto en mi vida. Supongo que los hombres lobo se transforman en lobos grandes, pero tampoco es que haya visto muchos. Viviendo en Luisiana, la verdad es que ni siquiera he visto nunca un lobo normal. Aquél era completamente negro y pensé que era excepcional. Los demás lobos eran más plateados, excepto uno, que era más pequeño y de color rojizo.

El lobo agarró la manga de mi abrigo con sus blancos y largos dientes y tiró de mí. Me levanté enseguida y me dirigí al lugar donde estaba concentrada la mayoría de los lobos. Estábamos en los límites de la zona iluminada y por ello no me había percatado antes de aquel grupo. En el suelo había sangre y en medio de aquel charco había una mujer de pelo oscuro. Estaba desnuda.

Era evidente que estaba muy malherida.

Tenía las piernas fracturadas, y quizá también un brazo.

—Ve a buscar mi coche —le dije a Eric, con el tono de voz de quien espera ser obedecido.

Le lancé mis llaves y las cazó en el aire. En un rincón de mi cerebro confié en que se acordara de conducir. Me había dado cuenta de que a pesar de que había olvidado su historia personal, sus habilidades modernas seguían aparentemente intactas.

Intenté no pensar en la pobre chica herida que tenía delante de mí. Los lobos caminaban dando círculos, gimoteando. Entonces, el lobo negro levantó la cabeza hacia el oscuro cielo y volvió a aullar. Era una señal para todos los demás, que le imitaron a continuación. Miré hacia atrás para asegurarme de que Dean se mantenía al margen, pues era el extraño allí. No tenía muy claro cuánta personalidad humana conservaban los seres de dos naturalezas cuando se transformaban, y no quería que le sucediese nada malo a Sam. Estaba sentado en el porche pequeño, aparte de los demás, sin quitarme los ojos de encima.

Yo era la única criatura en la escena con pulgares prensiles y de pronto me percaté de que aquello me otorgaba mucha responsabilidad.

¿Qué era lo primero que tenía que comprobar? Que respirara. ¡Sí, respiraba! Tenía pulso. No era enfermera, pero no me parecía un pulso normal..., lo que no era de extrañar. Tenía la piel caliente, quizá por la reciente transformación a forma humana. No vi una cantidad aterradora de sangre fresca, por lo que confiaba en que no se hubiera roto ninguna arteria principal.

Deslicé la mano por debajo de la cabeza de la chica, con mucho cuidado, y palpé entre el cabello para ver si tenía alguna herida en la cabeza. No.

Durante el proceso de observación, empezó a temblar. Las heridas eran muy graves. Todo lo que se veía de ella estaba golpeado, magullado, fracturado. Abrió los ojos. Se estremeció.

Mantas... Necesitaba mantener el calor de su cuerpo. Miré a mi alrededor. Los lobos seguían siendo lobos.

—Estaría muy bien si un par de vosotros pudiera transformarse —les dije—. Tengo que llevarla al hospital en mi coche y necesito mantas del interior de la casa.

Uno de los lobos, de color gris plateado, se puso boca arriba —vi que era un lobo macho— y volví a escuchar aquel sonido raro. Se levantó una neblina en torno a la figura y, cuando se dispersó, apareció el coronel Flood acurrucado en lugar del lobo. Estaba desnudo, por supuesto, pero decidí situarme por encima de mi incomodidad natural. Tenía que permanecer inmóvil un par de minutos más y, evidentemente, le costó un gran esfuerzo sentarse.

Se arrastró hasta la chica herida.

—María Estrella —dijo con voz ronca. Se inclinó para olisquearla, Una actitud muy extraña estando en forma humana. Gimió de pena.

Volvió su cabeza hacia mí y me dijo:

—¿Dónde?

Comprendí que se refería a las mantas.

—Entre en la casa, suba al piso de arriba. Junto a las escaleras hay un dormitorio. A los pies de la cama encontrará un cajón con mantas. Traiga un par de ellas.

Se puso en pie, tambaleándose, al parecer algo desorientado debido a la rapidez de la transformación, y se dirigió a la casa.

La chica, María Estrella, le siguió con la mirada.

—¿Puedes hablar? —le pregunté.

—Sí —respondió, en un susurro apenas audible.

—¿Dónde te duele más?

—Creo que me he fracturado la cadera y las piernas —dijo—. Me golpeó el coche.

—¿Te lanzó por los aires?

—Sí.

—¿Te pasaron las ruedas por encima?

Se estremeció.

—No, lo que me hirió fue el impacto.

—¿Cómo te llamas? ¿María Estrella, qué? —Necesitaba saberlo para el hospital. Tal vez cuando llegáramos ya no estaría consciente.

—Cooper —susurró.

Oí que se acercaba un coche por el camino de acceso a la casa de Bill.

El coronel, caminando ya mejor, salió corriendo de la casa con las mantas, y los lobos y aquel único humano se cerraron en círculo a mi alrededor para observar al miembro herido de la manada. Evidentemente, el coche era una amenaza para ellos hasta que se demostrara lo contrario. Admiré al coronel. Se necesitaba bastante valor para acercarse completamente desnudo a un enemigo.

Quien llegaba era Eric, conduciendo mi viejo coche. Haciendo rechinar los frenos, y con bastante estilo, se detuvo al lado de María Estrella y de mí. Los lobos daban vueltas en círculo, inquietos, clavando sus ojos amarillos en la puerta del conductor. Los ojos de Calvin Norris eran distintos, tenían una mirada fugaz. Me pregunté por qué.

—Es mi coche, no pasa nada —dije, cuando uno de los hombres lobo empezó a ladrar. Varios pares de ojos se volvieron para mirarme. ¿Les parecería sospechosa, o más bien sabrosa?

Mientras envolvía con las mantas a María Estrella, me pregunté cuál de todos aquellos lobos sería Alcide. Sospechaba que era el más grande y oscuro, el que justo en aquel momento se volvió para mirarme a los ojos. Sí, era Alcide. Era el lobo que había visto en el Club de los Muertos hacía unas semanas, cuando Alcide quedó conmigo aquella noche que acabó resultando catastrófica; para mí y para unos cuantos más.

Intenté sonreírle, pero tenía la cara rígida, tanto por el frío como por la conmoción.

Eric saltó del asiento del conductor, dejando el coche en marcha. Abrió la puerta trasera.

—La meteré yo —gritó, y los lobos se pusieron a ladrar. No querían a un miembro de su manada en manos de un vampiro y no querían que Eric se acercara a María Estrella.

Intervino entonces el coronel Flood:

—La cogeré yo.

Eric observó el físico delgado del hombre de más edad y levantó una ceja mostrando escepticismo, pero tuvo el sentido común necesario para dejarlo hacer. Yo había envuelto a la chica lo mejor que había podido sin moverla mucho, pero el coronel sabía que si la levantaba le iba a doler bastante más. En el último momento, empezó a dudar.

—Tal vez deberíamos llamar a una ambulancia —murmuró.

—¿Cómo explicaríamos esto? —pregunté—. Un puñado de lobos y un tipo desnudo junto a una casa de la que está ausente su propietario. ¡No tiene sentido!

—Claro. —Movió afirmativamente la cabeza, aceptando lo inevitable. Sin problema alguno, la levantó en brazos y se acercó al coche. Eric corrió hacia el otro lado, abrió aquella puerta y estiró el brazo para tirar de ella por el otro lado. El coronel se lo permitió. La chica gritó una vez y yo me puse detrás del volante lo más rápidamente que pude. Eric se sentó en el asiento del acompañante.

—Tú no puedes venir.

—¿Por qué no? —me dijo, sorprendido y humillado.

—¡Si voy acompañada por un vampiro tendré que dar el doble de explicaciones! —La mayoría de la gente tardaba un rato en darse cuenta de que Eric estaba muerto, pero acababa adivinándolo. Eric se mantenía tozudamente en sus trece—. Además, todo el mundo ha visto tu cara en esos malditos carteles —dije, intentando parecer razonable pero insinuándole que tenía prisa—. Mis vecinos son buena gente, pero nadie en esta localidad ignoraría una cantidad de dinero tan grande como la que ofrecen por ti.

Salió del coche, descontento, y le grité:

—Apaga las luces y cierra la casa con llave, ¿de acuerdo?

—¡Cuando tengas noticias del estado de María Estrella, nos vemos en el bar! —me gritó también el coronel Flood—. Tenemos que sacar la ropa y los vehículos del cementerio. —Claro, eso explicaba los coches que había visto viniendo hacia aquí.

Salí despacio por el camino de acceso observada por los lobos, especialmente por Alcide, que se mantuvo aparte del resto de la manada y volvió su cara negra y peluda para seguir el coche con la mirada. Me pregunté qué pensamientos lobunos tendría en aquel momento.

El hospital más cercano no estaba en Bon Temps, que es demasiado pequeño como para tener uno propio (ya tenemos bastante suerte con tener un Wal-Mart), sino en Clarice, la capital del condado. Afortunadamente está en las afueras de la ciudad, entrando desde Bon Temps. El viaje hasta allí pareció durar años cuando, en realidad, lo realicé en apenas veinte minutos. Mi pasajera estuvo quejándose durante los primeros diez minutos y luego se quedó en un silencio que no presagiaba nada bueno. Le estuve hablando, le supliqué que siguiera hablándome, le pedí que me dijera cuántos años tenía y puse la radio en un intento de obtener alguna respuesta de María Estrella.

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