Muerto y enterrado (12 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto y enterrado
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—No había planeado tener hijos nunca —explicó—, lo cual tampoco le suponía un problema a J.B.

—¿Entonces…?

—Pues que a veces ni siquiera usando varios métodos anticonceptivos se evita esto —aseguró Tara, bajando la mirada a sus manos, que estaban dobladas sobre la portada de una revista de bodas—. Y no quiero abortar. Es nuestro. Así que…

—¿Crees…, crees que cambiarás de idea y te alegrarás por esto?

Intentó sonreír.

—J.B. está muy contento. Le cuesta mantener los secretos. Pero yo he querido esperar a que pasen los primeros tres meses. Eres la primera a quien se lo digo.

—Te juro —dije, extendiendo la mano para posarla sobre su hombro— que serás una buena madre.

—¿De verdad lo crees? —Parecía aterrada. Los viejos de Tara eran el tipo de padres que son tiroteados por sus descendientes. Su aborrecimiento de la violencia había impedido que ella adoptara ese camino, pero no creo que a nadie le hubiera sorprendido si papá y mamá Thornton hubiesen desaparecido una noche. Más de uno habría aplaudido.

—Sí, de verdad lo creo. —Era capaz de escuchar claramente desde su mente que Tara estaba dispuesta a limpiar todo lo que su madre había hecho con ella siendo la mejor madre posible para su hijo. En el caso de Tara, eso significaba mantenerse sobria, contener las bofetadas, hablar bien y ser todo elogios.

—Me presentaré a cada jornada de clases abiertas y a todas las conferencias de los profesores —dijo entonces, con una voz tan intensa que casi daba miedo—. Haré pastelitos. Mi hijo llevará ropa nueva. Calzará zapatos de su número. Se le pondrán sus vacunas y sus aparatos dentales. Empezaremos a ahorrar para la universidad la semana que viene. Le diré que le quiero cada maldito día.

Si eso no era el mejor plan para ser una buena madre, no imaginaba cuál podía ser.

Nos abrazamos y me levanté para marcharme. «Así es cómo deben ser las cosas», pensé.

Fui a casa. Me tomé un almuerzo tardío y me puse la ropa del trabajo.

Cuando sonó el teléfono, esperaba que fuese Sam con la intención de suavizar las cosas, pero la voz del otro lado de la línea pertenecía a un hombre mayor y no me era nada familiar.

—Hola, ¿está Octavia Fant, por favor?

—No, señor. Ha salido. ¿Quiere que le deje algún recado?

—Si no es molestia…

—Claro. —Había cogido el teléfono en la cocina, por lo que no me costó dar con un papel y un lápiz.

—Por favor, dígale que Louis Chambers ha llamado. Le doy mi número. —Me lo dictó lenta y cuidadosamente y se lo repetí para asegurarme de que lo había apuntado correctamente—. Dígale que me llame. No me importa que sea una llamada a cobro revertido.

—Me aseguraré de que reciba el mensaje.

—Gracias.

Hmmm. No podía leer la mente a través del teléfono, lo que normalmente consideraba todo un alivio. Pero no me habría importado averiguar algo más acerca del señor Chambers.

Cuando Amelia volvió a casa poco después de las cinco, Octavia estaba en el coche. Supuse que había estado recorriendo Bon Temps rellenando solicitudes de empleo mientras Amelia pasaba la tarde en la agencia de seguros. Esa noche le tocaba cocinar a Amelia, y aunque tenía que irme al Merlotte’s en cuestión de minutos, disfruté viéndola en acción, preparando una salsa para los espaguetis. Entregué a Octavia su mensaje mientras Amelia cortaba cebollas y pimientos.

Octavia emitió un sonido ahogado y se quedó tan quieta que Amelia dejó de cortar y se unió a mí en la espera de que la mujer mayor alzara la mirada del trozo de papel y nos contara algo. Eso no llegó a pasar.

Tras un instante, me di cuenta de que Octavia estaba llorando y fui corriendo a mi habitación en busca de un pañuelo. Traté de entregárselo a Octavia con delicadeza, como si no hubiese percibido que nada fuese mal y tuviese un pañuelo casualmente en la mano.

Amelia bajó la mirada hasta la encimera y reanudó su tarea mientras yo echaba una mirada al reloj y rebuscaba mis llaves en el bolso, empleando un montón de tiempo innecesario en ello.

—¿Parecía estar bien? —preguntó Octavia con voz ahogada.

—Sí —respondí. Era todo lo que podía decir de la voz que escuché al otro lado de la línea—. Parecía ansioso por hablar contigo.

—Oh, tengo que devolverle la llamada —dijo, perdiendo el control de la voz.

—Claro —la animé—. Tú marca ese número y no te preocupes por cobros revertidos ni nada; ya vendrá la factura del teléfono. —Miré a Amelia y le arqueé una ceja. Ella meneó la cabeza. Tampoco tenía la menor idea de lo que estaba pasando.

Octavia marcó el número con dedos temblorosos. Apretó el auricular contra su oreja al escuchar el primer tono. Supe cuándo Louis Chambers cogió el teléfono. Ella cerró los ojos con fuerza y apretó el auricular tanto, que los músculos de la mano amenazaron con salirse.

—Oh, Louis —exclamó, con la voz llena de una mezcla de alivio y asombro sin refinar—. Oh, gracias a Dios. ¿Estás bien?

En ese momento, Amelia y yo nos salimos de la cocina. Me acompañó hasta el coche.

—¿Nunca habías oído hablar de ese Louis? —pregunté.

—Nunca hablaba de su vida privada cuando trabajamos juntas. Pero otras brujas me dijeron que Octavia tenía una pareja estable. No lo ha mencionado desde que llegó aquí. Se ve que no sabía nada de él desde el Katrina.

—Quizá pensó que no había sobrevivido —dije, y las dos abrimos mucho los ojos.

—Debe de haberlo pasado muy mal —afirmó Amelia—. Bueno, puede que pronto nos deje. —Trató de contener su alivio, pero pude leerlo claramente. Por mucho afecto que sintiese Amelia por su mentora mágica, me había dado cuenta de que, para ella, vivir con Octavia era como hacerlo con uno de sus profesores del instituto.

—Tengo que irme —dije—. Mantenme informada. Mándame un mensaje si surge algo nuevo. —Los SMS eran una de las nuevas habilidades que Amelia me había enseñado.

A pesar del aire helado, Amelia se quedó sentada en una de las tumbonas que habíamos sacado del trastero hacía poco para animarnos a participar de la primavera.

—En cuanto sepa algo —convino—. Esperaré aquí unos minutos y luego entraré a ver cómo está.

Me metí en el coche con la esperanza de que la calefacción surtiese efecto pronto. En medio de la creciente niebla, conduje hasta el Merlotte’s. Vi un coyote por el camino. Normalmente son demasiado listos como para dejarse ver, pero éste trotaba por el lado de la carretera como si tuviese una cita en el pueblo. Quizá fuese un coyote de verdad, o puede que una persona con esa forma. Pensé en la cantidad de zarigüeyas, mapaches y armadillos aplastados en la carretera con los que me cruzaba ocasionalmente, y me pregunté cuántos cambiantes morían con sus formas animales de manera tan descuidada. Puede que muchos de los cadáveres que la policía etiquetaba como víctimas de asesinato fuesen cambiantes que habían sufrido un accidente en su forma animal. Recordé que todo rastro animal había desaparecido de Crystal cuando le quitaron los clavos y la bajaron de la cruz. Estaba dispuesta a apostar que esos clavos eran de plata. Eran tantas las cosas que no sabía.

Cuando entré por la puerta trasera del Merlotte’s, hasta arriba de planes para reconciliarme con Sam, me encontré a mi jefe discutiendo con Bobby Burnham. Casi había oscurecido, así que Bobby debía de estar haciendo horas extra. Se encontraba en el pasillo, delante de la puerta del despacho de Sam. Estaba rojo y muy enfadado.

—¿Qué está pasando? —dije—. ¿Quería hablar conmigo, Bobby?

—Sí. Este tipo no quería decirme cuál era su turno —contestó Bobby.

—Ese tipo es mi jefe y no tiene por qué decirle nada —espeté—. Aquí me tiene. ¿Qué tenía que decirme?

—Eric le ha mandado esta tarjeta y me ha ordenado que esté a su disposición siempre que me necesite. —Su rostro se puso más rojo todavía mientras me lo decía.

Si Eric pensaba que Bobby sería más humilde y complaciente después de una humillación pública, es que había perdido la cabeza. Ahora Bobby me odiaría por los siglos de los siglos, si es que llegaba a vivir tanto. Cogí la tarjeta y dije:

—Gracias, Bobby. Vuelva a Shreveport.

Antes de que la última sílaba saliese de mi boca, Bobby ya se había esfumado por la puerta trasera. Examiné el sobre blanco inmaculado y lo metí en el bolso. Alcé la mirada para encontrarme con los ojos de Sam.

—Como si te hiciese falta otro enemigo —dijo, y se metió en su despacho.

«Como si necesitase a otro amigo comportándose como un gilipollas», pensé. Ahí se iba nuestra oportunidad de echarnos unas risas a cuenta del desencuentro. Seguí a Sam para meter el bolso en el cajón que él mantenía vacío para las camareras. No intercambiamos una sola palabra. Fui al almacén para coger el delantal. Antoine estaba cambiando el suyo manchado por otro limpio.

—D’Eriq tropezó conmigo con una fuente llena de jalapeños y el jugo se derramó —dijo—. No soporto su olor.

—Ahhh —exclamé, resoplando—. No te culpo.

—¿La madre de Sam está bien?

—Sí, ha salido del hospital —dije.

—Buenas noticias.

Mientras me ataba el delantal a la cintura, tuve la sensación de que Antoine estaba a punto de decir otra cosa, pero de ser así, cambió de opinión. Cruzó el pasillo para llamar a la puerta de la cocina y D’Eriq la abrió desde el otro lado para dejarle pasar. Antes, la gente se metía en la cocina por error demasiado a menudo, así que ahora la puerta siempre estaba cerrada con pestillo. Otra puerta salía de la cocina directamente a la parte de atrás, justo al lado del contenedor de basura.

Pasé delante del despacho de Sam sin siquiera mirar dentro. No le apetecía hablar conmigo; está bien, yo tampoco hablaría con él. Me di cuenta de que actuaba como una cría.

Los agentes del FBI seguían en Bon Temps, cosa que no debería haberme sorprendido. Esa noche se pasaron por el bar. Weiss y Lattesta estaban sentados uno frente a la otra en una de las mesas, con una jarra de cerveza y una cesta de pepinillos fritos entre ambos. Estaban manteniendo una conversación muy seria. Y en una mesa cercana, con un aspecto tan bello como remoto, estaba mi bisabuelo Niall Brigant.

Ese día tenía todas las papeletas para llevarse el título al más extraño. Resoplé y decidí atender a mi bisabuelo antes. Él se levantó mientras me acercaba. Tenía el pelo blanco y liso recogido por la nuca. Vestía un traje negro y una camisa blanca, como de costumbre. Esa noche, en vez de la corbata negra que solía ponerse, lucía una que le había regalado yo por Navidad. Era espectacular, roja y dorada, con franjas negras. Todo su ser brillaba. La camisa no era blanca sin más, sino más bien nívea y perfectamente almidonada. Y su abrigo no era sencillamente negro, sino que parecía impolutamente renegrido. Por sus zapatos no asomaba la menor mota de polvo, y la pléyade de diminutas arrugas que salpicaban su bello rostro no hacían sino destacar su perfección y el brillo de sus ojos verdes. La edad le sentaba estupendamente. Casi dolía mirarlo. Niall me rodeó con los brazos y me besó en la mejilla.

—Sangre de mi sangre —dijo, y le sonreí al pecho. Era tan dramático. Y le costaba tanto parecer humano. Había tenido ocasión de atisbarlo en su auténtica forma, y resultó casi cegador. Dado que nadie más en el bar estaba boquiabierto con su aspecto, deduje que nadie lo veía como yo.

—Niall —saludé—, me alegro mucho de verte. —Siempre me halagaba que viniese de visita. Ser la bisnieta de Niall era como serlo de una estrella del Rock; vivía una vida que apenas era capaz de imaginar, había estado en lugares que nunca conocería y tenía un poder que se me escapaba por completo. Pero de vez en cuando encontraba un rato para pasarlo conmigo, y esos momentos eran siempre como la Navidad.

—Esa gente que tengo delante no hace más que hablar de ti —dijo en voz baja.

—¿Sabes lo que es el FBI? —La base de conocimientos de Niall era increíble. Era tan viejo que había dejado de contar a los mil, y a veces erraba las fechas por más de un siglo de diferencia, pero yo no podía saber muy bien cuánto conocía de la vida moderna.

—Sí —respondió—. El FBI. Una agencia gubernamental que reúne datos de infractores de la ley y terroristas dentro de los Estados Unidos.

Asentí.

—Pero tú eres una buena persona. No eres una asesina ni una terrorista —dijo, aunque no parecía creer que mi inocencia fuese a protegerme.

—Gracias —dije yo—. Pero no creo que quieran arrestarme. Creo que quieren saber cómo consigo las cosas gracias a mi particularidad mental y, una vez que se convenzan de que no estoy loca, querrán que trabaje para ellos. Por eso están en Bon Temps… pero se han quedado en vía muerta. —Y eso me recordó un doloroso asunto—. ¿Sabes lo que le pasó a Crystal?

Pero en ese momento otros clientes reclamaron mi atención y pasó un buen rato antes de que pudiera volver con Niall, que aguardaba pacientemente. Conseguía que la destartalada silla pareciese un trono. Retomó la conversación donde la habíamos dejado.

—Sí, sé lo que le ha pasado. —Su expresión no varió, pero noté la gelidez que exudaba. Si hubiese tenido algo que ver con la muerte de Crystal, me habría asustado mucho.

—¿Cómo es que te afecta? —pregunté. Nunca le había prestado atención a Jason; de hecho, a Niall no parecía caerle bien.

—Siempre me interesa saber por qué alguien relacionado conmigo muere —dijo Niall. Su tono fue del todo impersonal, pero si estaba interesado, puede que fuese de ayuda. Cabría pensar que su intención era despejar a Jason de sospechas, ya que era tan bisnieto suyo como yo bisnieta, pero Niall nunca había dado muestras de querer encontrarse con Jason, y mucho menos de conocerlo bien.

Antoine tocó la campana de la cocina para indicarme que uno de mis pedidos estaba listo. Me apresuré en servir a Sid Matt Lancaster y a Bud Dearborn sus patatas fritas picantes con beicon y queso. El recientemente enviudado Sid Matt era tan mayor que supuse que sus arterias no podían endurecerse más de lo que estaban, y Bud nunca había sido aficionado a la comida sana.

Cuando pude volver con Niall, dije:

—¿Tienes alguna idea de quién pudo hacerlo? Los hombres pantera también están buscando. —Deposité una servilleta extra sobre su mesa para parecer ocupada.

Niall no despreciaba a los hombres pantera. De hecho, aunque las hadas parecían considerarse independientes y superiores de las demás especies sobrenaturales, Niall al menos mostraba respeto por todo tipo de cambiantes; a diferencia de lo que sentía por los vampiros, a los que los consideraba ciudadanos de segunda.

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