Nadie lo ha oído (31 page)

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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Nadie lo ha oído
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—¿Y tú? ¿Cómo va la investigación?

—Bien, finalmente parece que hemos dado con la pista correcta.

—Vaya historia tan desagradable.

—Ha sido tremendamente duro. Cuando sabes que un asesino anda suelto y avanzas a ciegas, sin entender qué relación tienen unas cosas con otras… Es frustrante.

—Entonces, ¿ya no estáis así? ¿Ya no avanzáis a ciegas?

—No, estoy convencido de que estamos muy cerca de resolver el caso. Como ya sabes, no puedo hablar contigo de la investigación, lo que sí puedo decirte es que creo que ahora falta poco para dar con él.

—¿Se trata de alguien de quien sospechabais desde hacía mucho tiempo?

—No, en realidad ha aparecido una persona totalmente inesperada.

—¿Y entonces por qué no lo habéis detenido?

—Deja ya de preguntar, Leif, sabes que no puedo contestar.

Leif alzó las manos cediendo.

—Por supuesto. ¿Quieres más vino?

El resto de la tarde lo pasaron jugando al ajedrez delante de la chimenea. Abrieron otra botella de Rioja.

Se hizo tarde. No se acostaron hasta bien pasada la medianoche. A Knutas le tocó dormir en el piso de arriba. El dormitorio en el que iba a dormir estaba decorado con sencillez pero con buen gusto. Las paredes de piedra caliza estaban rústicamente al desnudo. El techo estaba construido con láminas de arenisca que se apoyaban en grandes vigas. Junto a una de las paredes había una amplia cama de madera vestida con una colcha blanca de algodón, y al lado, tres sillas de estilo rústico pintadas de azul. Dentro de un profundo nicho se abría una pequeña ventana que daba al mar. El rítmico sonido de las olas que golpeaban contra la playa lo arrulló hasta que se durmió.

C
uando se despertó no tenía ni idea de cuánto tiempo había dormido. La habitación estaba completamente a oscuras. No sabía qué podía haberlo despertado y permaneció acostado con los ojos abiertos, a oscuras, tratando de escuchar ruidos que no había.

Estiró el brazo y encendió la lámpara de la mesilla. Eran las tres y diez.

Tenía la boca seca y necesitaba ir al servicio.

Resueltas esas necesidades perentorias, se quedó mirando por la ventana. Se oía el mar, pero parecía bastante tranquilo. Había luz en el cobertizo. Qué raro. ¿Estaría Leif allí a esas horas? A lo mejor era sencillamente que se había olvidado de apagar la luz.

La nieve relucía blanca en la oscuridad y la luz de fuera arrojaba sombras alargadas. No pasó nada y se volvió a la cama.

Tardó mucho en volver a quedarse dormido.

F
ueron pasando los días sin que Johan tuviera noticias de Emma. Ya llevaba casi una semana en casa, puesto que en Gotland no había sucedido nada que justificara un viaje a la isla. Al menos, que él supiera. La policía no soltaba prenda; había intentado presionar a Knutas muchas veces sin conseguir sacarle nada. La experiencia le decía que estaban a punto de detener al asesino. La policía reaccionaba siempre de la misma forma cuando la investigación se hallaba en un momento decisivo. Se cerraban como ostras todos ellos.

Echaba mucho de menos a Emma, pero se negaba a hablar con él. Quizá estaba próximo el desenlace en ambos frentes. ¡Bah!, lo que tenga que pasar que pase, pensaba en ocasiones. A la mierda. Estaba harto de cavilaciones, de todos los planes que había hecho de cara a un incierto futuro con Emma. De cómo iba a comportarse en Gotland, con los hijos de Emma, como hombre responsable. Cocer macarrones y leerles un cuento antes de dormir, sonarles la nariz y mantenerse en equilibrio entre Emma, su ex marido, los niños, los suegros, las fiestas de cumpleaños, el reparto de las vacaciones de Navidad entre Estocolmo y Gotland. Y, sinceramente, ¿era tan divertido hacerse cargo de una familia ya formada? Johan era un romántico que soñaba con casarse y ser padre algún día. Para Emma nada de todo eso sería nuevo.

Volver a casarse y volver a tener hijos. Además, ¿querría tener hijos con él? Ni siquiera habían hablado de eso. ¿Por qué no lo habían hecho?

Tal vez era mejor que se acabara de una vez. Podía encontrar a alguna chica en Estocolmo que no tuviera un matrimonio averiado a sus espaldas y críos en el equipaje. Sería una experiencia mágica para los dos. Todo sería mucho más sencillo, ya sólo el hecho de vivir en Estocolmo, cerca de sus familias, del trabajo y de los amigos. Las perspectivas de lograr vivir juntos una existencia agradable serían mucho mayores. ¿Por qué complicarse la vida más de lo necesario? Ya era suficientemente difícil conseguir que funcionara una relación, ¿iba uno además a complicarse la vida con los hijos de otros y viejos ex maridos? No, gracias.

Sólo había una pega. Que él quería a Emma.

Sábado 22 de Diciembre

E
l sábado por la mañana a Knutas lo despertaron los golpes que Leif dio en la puerta antes de entrar en el dormitorio dando voces.

—¡Vamos, despierta, dormilón! Son las ocho, el desayuno está servido.

Se sentó en la cama medio dormido. Leif parecía insultantemente despejado.

—Ya he estado fuera cortando leña. Hace un tiempo espléndido, mira, ya verás —dijo señalando con la cabeza hacia la ventana.

Knutas giró la cabeza. Con enorme sorpresa vio el sol saliendo por encima del mar, que se extendía azul y relativamente en calma.

Casi había olvidado lo hermosa que era aquella vista. El día anterior cuando llegaron era de noche.

—¡Increíble! Ya voy.

Se dio una ducha rápida, con agua caliente. «Menudo lujo, en una casa de veraneo», pensó mientras admiraba los elegantes azulejos de las paredes.

El desayuno ya estaba servido cuando bajó a la cocina: una buena barra de pan de Gotland, mantequilla, queso, paté de hígado de cerdo, jamón, salami y verduras. El aroma a café fuerte se extendía por la cocina. El fuego chisporroteaba en la chimenea.

Knutas apreciaba lo bien que se le daba a Leif preparar comida y le hincó el diente con apetito.

—¡Qué servicio! —bromeó mirando a su amigo, que estaba sentado al otro lado de la mesa estudiando una carta náutica.

—Mañana te toca a ti preparar el desayuno. Estaba pensando que podíamos coger el barco y salir ahora que hace tan bueno. Viento suave y cinco grados.

—Es una maravilla, poder ver el sol a mediados de diciembre. No está uno muy acostumbrado a ese lujo.

—¿Has dormido bien?

Knutas vaciló un instante.

—Como un tronco. ¿Y tú?

—Igual. Se duerme siempre tan bien en el campo.

Knutas recogió la mesa después del desayuno y fue a buscar sus cosas. Ahora quería disfrutar de la vuelta en barco y de la pesca.

Q
uedaban dos días para Navidad. La ilusión brillaba en los ojos de los niños, pero Emma se encontraba a años luz de la felicidad familiar y de la paz navideña. Se despertó en el cuarto de invitados de Viveka y se sentía mal. Lo cual no tenía sólo que ver con el embarazo. La noche anterior se había acostado tarde. Viveka y ella habían bebido mucho vino y se habían pasado la mitad de la noche hablando.

Podía beber el vino que quisiera. Ya no tenía que pensar en lo que era bueno para el niño. Se había decidido, pero no había tiempo para que le practicaran un aborto hasta después de Navidad. Se vería obligada a pasarse todas las fiestas con los evidentes síntomas del embarazo. Un recuerdo constante del niño que crecía en su interior.

Aún no se había atrevido a hablar con Johan, no quería que él influyera en su decisión. Por supuesto que era egoísta, pero no veía otra salida. Había decidido dejarlo al margen, alejarse totalmente. Y se había negado a hablar con él por teléfono. Lo hacía por puro instinto de supervivencia, se defendía. Por suerte Johan había vuelto a Estocolmo, eso lo hacía todo algo más fácil. Si lo viera, eso supondría una catástrofe. Tenía que pensar en los hijos que ya tenía.

Habían decidido celebrar unas Navidades absolutamente normales en familia. Visitar a los parientes y a los amigos, y hacer todo aquello que solían hacer. Emma tendría que disimular su malestar y hacer de tripas corazón. La culpa era suya y a Olle parecía que no le daba ni pizca de pena. De aquella consideración que había mostrado cuando ella estaba embarazada de sus propios hijos no se veía ni rastro.

Cuando miraba a Sara y a Filip se llenaba de ternura. Ellos no sabían nada del caos que reinaba en la cabeza de su madre.

Sonó el timbre de la puerta. Se levantó de la cama lanzando un suspiro y buscó a tientas la bata. No eran ni siquiera las diez.

Cuando abrió la puerta se encontró con las caras expectantes de su marido y de sus hijos.

—¡Buenos días! —gritaron a coro.

—Tienes que vestirte —apremió Sara emocionada—. ¡Date prisa!

—¿Qué pasa?

Emma miró interrogante a Olle, que ponía cara de disimulo.

—Ya lo verás, ahora arréglate. Te esperamos.

Viveka se había despertado y salió al pasillo.

—Hola. ¿Ha ocurrido algo?

—No, qué va. Sólo hemos venido a buscar a Emma —explicó Olle satisfecho.

—Pasad y sentaos en la cocina mientras tanto —se volvió hacia los niños y les preguntó—. ¿Queréis un zumo?

—¡Sí!

Un cuarto de hora después, Emma estaba lista y se marcharon. Olle condujo hacia el sur, más allá de Visby. En Vibble tomó una carretera que se adentraba en el bosque.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

—Pronto lo verás.

Aparcaron al lado de una casa solitaria y llamaron a la puerta. Dentro se oyeron ladridos. Los niños saltaban de contento.

—Ésa es
Lovis
—gritó Filip—. ¡Es monísima!

Abrió una chica de unos veinticinco años con un bebé en brazos y alrededor de las piernas un golden retriever que saltaba loco de alegría al ver a los invitados.

Emma tuvo que esperar en la entrada mientras los demás entraron a toda prisa en la cocina. Oía cómo cuchicheaban allí dentro. Después vinieron donde ella estaba, primero Olle con un maravilloso cachorrillo de piel dorada en brazos y los niños detrás pegados a su padre.

—¡Feliz Navidad! —dijo Olle, y le entregó el cachorro, que movió la cola y estiró el hocico para lamerle las manos—. Siempre has querido tener un perro. Es tuyo, si lo quieres.

Emma sintió cómo se le iluminó toda la cara al coger al cachorro en sus brazos. Era pequeño, suave y rollizo, y le lamía impaciente toda la cara. Vio los alegres ojos de sus hijos vueltos hacia ella. El cachorro llevaba un collar alrededor del cuello con una tarjeta: «Para Emma con todo mi amor / Tu Olle».

Emma se dejó caer en el banco de madera de la entrada con el cachorro en brazos.

—¿Ves cómo le gustas? —bromeó Sara.

—No quiere dejar de lamerte —dijo Filip encantado, tratando mientras de acariciar al cachorro.

—¿Lo quieres? —preguntó Olle—. No tienes que quedarte con él si no lo quieres, podemos dejarlo aquí.

Emma observó a Olle sin decir nada. Todo lo que había sucedido pasó por su cabeza. La frialdad de su marido la asustó, pero seguro que era porque estaba herido. Con toda la razón. Ella lo comprendía. En la cara de los niños vio esperanza. Por ellos tenía que intentarlo.

—Sí, lo quiero —afirmó—. Quiero este cachorrillo.

L
lamaron a la comisaría cuando Karin y Kihlgård estaban en la pizzería de la esquina. La policía de Estocolmo comunicó que Tom Kingsley había reservado el vuelo de regreso para el día siguiente. Aterrizaría en el aeropuerto de Arlanda a las 14.45. Suponían que planeaba continuar hasta Gotland el mismo día. El siguiente vuelo para Visby saldría a las 17.10. La policía de Arlanda lo detendría en el aeropuerto y después lo escoltaría hasta Visby. Wittberg llamó y les remitió la información.

—Qué bien —respiró Karin aliviada—. A ver si entonces se acaba por fin toda esta historia y podemos librar en Navidad.

—Esperemos que efectivamente sea así. Si es que es él.

—¿Y por qué no iba a ser?

—Uno nunca puede estar seguro del todo. Debería ser consciente de que antes o después llegaríamos a sospechar de él. No tiene nada que lo ate aquí. En el caso de que Kingsley sea el asesino, realmente cabe preguntarse por qué no se ha quedado en Estados Unidos. ¿Por qué iba a volver y arriesgarse a que lo detengan?

—Quizá esté seguro de que nadie va a sospechar de él.

—Puede ser. Sin embargo, no me sorprendería que al final resulte que el tipo es inocente y tengamos que volver a empezar desde el principio.

Kihlgård se llevó a la boca el último trozo de la apetitosa
calzone
y se limpió la boca con el revés de la mano. Karin lo miró con incredulidad.

—Optimista, ¿eh? —murmuró.

—Me parece raro que Knutas pueda parecer tan seguro de que Kingsley es el autor de los crímenes. Sólo porque estemos empantanados con la investigación no tiene por qué agarrarse a un clavo ardiendo.

—¿Cómo explicas entonces lo de la píldora del día después? —inquirió Karin.

Kihlgård se echó hacia delante y bajó la voz.

—En realidad puede ser que Fanny tuviera mucha confianza en Kingsley y le pidiera consejo acerca de esa puñetera píldora y luego se dejara el prospecto olvidado en su casa. No sería totalmente descabellado.

Karin lo miró con escepticismo.

—¿Crees realmente en esa explicación?

—¿Por qué no? No deberíamos obcecarnos con Kingsley, es una locura.

Kihlgård se pasó la mano por las greñas, recias y entrecanas.

—¿Y qué vamos a hacer entonces? —preguntó Karin.

—Podemos tomar algo de postre, ¿no?

K
nutas dirigió el pequeño barco pesquero hacia el mar. Siempre era igual de divertido llevar el timón. Leif preparaba las redes en la cubierta. Era hijo de una familia de pescadores y estaba acostumbrado. Cuando terminó, se puso al lado de Knutas en el puente de mando.

—Hay muy poco salmón por este lado de la isla, así que en su lugar tendremos que pescar merluza.

—Qué lástima. Habría sido soberbio tener un salmón recién pescado para la cena.

—Bueno, pensándolo bien, podemos intentarlo, con señuelos de arrastre. Tiro el sedal detrás del barco y dejamos que arrastre el señuelo. Ahora que hace tanto frío los peces se encuentran en la superficie. Si tenemos suerte igual capturamos algún salmón o alguna trucha asalmonada.

Pasaron junto a la playa de Tofta y Knutas se quedó fascinado de lo desierta que estaba. La soledad de las ondulantes dunas de arena era radicalmente distinta del hervidero de turistas que se daban allí cita en verano. Tofta era con mucho la playa más popular de la isla, sobre todo entre los jóvenes. En la temporada estival las toallas estaban tan juntas unas de otras que apenas se podía ver la arena.

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