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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (32 page)

BOOK: Nadie lo ha oído
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Leif contemplaba el mar.

—¿Ves las islas Karlsöarna allá lejos? ¡Qué bien se ven!

Las dos islas sobresalían por encima de la superficie del mar, la grande detrás de la pequeña. Knutas había estado allí muchas veces. Toda la familia acostumbraba ir a Stora Karlsö todos los años en el mes de mayo para ver los araos comunes. Entonces acababan de salir del cascarón los polluelos de estas aves marinas tan poco conocidas.

El sol asomaba de vez en cuando entre las nubes y aunque el viento había arreciado decidieron quedarse en el mar mientras tenían echadas las redes. Leif sacó bocadillos y un termo con leche chocolateada que saborearon en la cubierta. Era difícil imaginarse que la Nochebuena estaba a la vuelta de la esquina.

Knutas se sintió cansado y se acostó un rato en la cabina. Se adormeció con el chapoteo de las olas contra el casco. Unas horas después lo despertó Leif dándole unos empujoncitos.

—Oye, tenemos que sacar las redes. Se ha levantado mucho viento.

Knutas se quedó sorprendido de lo deprisa que había cambiado el tiempo. Sintieron la fuerza del viento cuando subieron a cubierta; el cielo se había oscurecido. El barco cabeceaba mientras recogían las redes. La captura resultó bastante buena: contaron hasta nueve merluzas. El señuelo de arrastre tenía dos salmones. Ciertamente, no eran unos ejemplares perfectos, pero aun así eran soberbios.

—Ahora lo que debemos hacer es volver a casa cuanto antes —informó Leif—. He escuchado los partes meteorológicos mientras dormías. Se acerca una tormenta.

Tenían una hora de viaje para volver a Gnisvärd. Se hizo de noche y cuando pasaban cerca de la playa de Tofta, llegó la primera ráfaga de viento. El barco escoró. Knutas, que estaba subiendo la escalera hacia el puente de mando, se cayó.

—¡Joder! —gritó al golpearse la cabeza contra la mesa.

Ahora no quedaba mucho para llegar a tierra, pero el barco se agitaba de un lado a otro. Los peces estaban en cubos en la cubierta del barco, y cuando les alcanzó la primera ola, Leif gritó:

—Tenemos que meter dentro el pescado. Si no, se caerá al mar. Ten cuidado al abrir la puerta.

Leif estaba totalmente concentrado en la negrura del mar haciendo frente a las olas lo mejor que podía. Knutas agarró el pomo de la puerta y la empujó. Uno de los cubos se había volcado y los peces estaban esparcidos por la cubierta. La siguiente ola rompió sobre la borda y arrastró al mar parte de las capturas.

Knutas recogió los peces restantes y los volvió a echar en el cubo. «Joder, qué locura —pensó—. Estoy aquí arriesgando casi la vida para salvar unos miserables peces». Observó la cara tensa de Leif a través de la ventanilla.

Knutas entró tambaleándose en el camarote. Estaba calado hasta los huesos.

—¡La madre que lo parió! ¿Cómo va? —le preguntó a Leif.

—Bueno, estamos cerca de la costa, así que creo que saldremos de ésta. Pero vaya tiempo de perros.

De pronto apareció en la oscuridad la luz del muelle de Gnisvärd. Knutas lanzó un suspiro de alivio. Sólo se encontraban a unos cientos de metros.

C
uando pisaron tierra firme, Knutas fue consciente del miedo que había sentido realmente. Las piernas se resistían casi a obedecerlo. Amarraron el barco y subieron deprisa hacia la casa.

—¡Qué infierno! —resopló Knutas—. Ahora lo único que quiero es quitarme la ropa y darme una ducha caliente.

—Hazlo —dijo Leif—. Mientras tanto yo encenderé la chimenea.

En la habitación descubrió que no tenía el teléfono móvil. Maldita sea, tenía que habérsele caído por la borda cuando estaba en la cubierta. Ahora Karin no podía ponerse en contacto con él, pero le pediría a Leif el suyo. También quería llamar a Line y contarle su dramática aventura. No había teléfono en la casa, a pesar de que tenía tantas modernidades.

E
ntraron en calor con un café irlandés cada uno mientras preparaban la cena.

Leif agarró el salmón con mano experta. Empezó abriéndolo por la tripa con un cuchillo bien afilado, retiró las vísceras y sacó los lomos libres de espinas. A Knutas se le hacía la boca agua observando cómo Leif extendía aceite sobre los filetes con un pincel, los sazonaba y los colocaba sobre un lecho de sal gorda.

Dieron cuenta del salmón con buen apetito y lo acompañaron con cerveza. Charlaron de lo que les había ocurrido. Menuda aventura. Podía haber terminado en catástrofe. Fuera de la ventana arreciaba el viento y se acercaba otra tormenta de nieve.

Tras tomarse unos cuantos whiskys después del café, los dos notaron que se estaban pillando una buena borrachera. Escucharon música y hablaron de cosas intrascendentes, y cuando Knutas fue a acostarse ya eran las dos de la madrugada. Leif se había quedado dormido en el sofá.

Cayó rendido en la cama y debería haberse quedado dormido inmediatamente. Pero en vez de eso se despejó. Estuvo pensando en la investigación, en Kingsley. Al día siguiente volvería a Suecia el hombre sospechoso de ser el asesino. El caso que había ocupado sus pensamientos día y noche durante el último mes probablemente iba a quedar esclarecido justo a tiempo para celebrar la Nochebuena. Se alegraba de poder disfrutar de la cena navideña con la familia sin tener que pensar en aquellas desgracias. Sintió de pronto que echaba mucho de menos a Line y a los niños. Le dieron ganas de subirse al coche y volver a casa inmediatamente.

Comprendió que no iba a poder quedarse dormido, no valía la pena intentarlo siquiera, así que se vistió y bajó las escaleras sin hacer ruido. El sofá de la sala de estar estaba vacío. Leif debía de haberse ido a la cama sin que él lo hubiera oído.

Knutas se sentó en uno de los sillones de piel y empezó a llenar la pipa, la encendió y dio una profunda calada. Era muy agradable fumar solo. Como si lo disfrutara más.

Un cuadro le llamó la atención. Representaba a una mujer con un perro descansando en sus rodillas. Era una mujer esbelta y joven, llevaba un vestido rojo sin mangas, tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada sobre el hombro como si estuviera dormida. Tenía los labios pintados en el mismo tono rojo del vestido. El perro miraba a hurtadillas al espectador. Era un hermoso cuadro.

Knutas se echó hacia delante para ver quién era el artista. Se levantó del sillón y pasó el dedo por el marco dorado del cuadro. Dirigió la mirada al papel pintado, amarillo pálido con rayas en un tono más claro. Al lado había una silla con el respaldo alto y profusamente decorado, con los reposabrazos rematados en pomos. Aquellos detalles formaban un rompecabezas y poco a poco fue cayendo en la cuenta de dónde había visto aquello antes. Sin duda, aquél era el respaldo de la silla que se veía en las fotos de Dahlström. Norrby, que era aficionado a las antigüedades, le había explicado que se trataba de una silla inglesa de estilo barroco.

Primero fue presa de una confusión total. ¿Cómo se explicaba que Dahlström hubiera sacado fotos de Fanny en casa de Leif? ¿Habría abusado de ella, él o algún compinche, en la casa de veraneo sin que Leif tuviera conocimiento de ello? ¿Habría ocurrido mientras Dahlström estuvo construyendo la sauna?

Sus pensamientos se dispararon y todo empezó a dar vueltas dentro de su cabeza para formar un dibujo terrible. Leif era propietario de uno de los caballos de la cuadra y había empleado a Dahlström. Su aspecto físico coincidía con los datos de que disponían. El hombre de las fotos podía ser perfectamente el propio Leif. Su amigo desde hacía veinte años. Un aterrador presentimiento le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica penetrando en todos los rincones. Se le cayó la pipa de las manos y las cenizas se esparcieron sobre la alfombra.

Volvió a mirar el cuadro para convencerse de que estaba en lo cierto. No, no. No podía creerlo, no quería. Se le pasó por la cabeza la idea de acostarse, sin más, y hacer como si nunca hubiera visto nada. Esconder la cabeza debajo del ala y seguir como de costumbre. Una parte de él deseaba no haber observado nunca aquel lienzo.

No, de todos modos no podía creerlo. Intentó convencerse de que tenía que ser de otra manera. Al instante recordó que Leif había estado en el cobertizo la noche anterior. ¿Qué había estado haciendo?

Tenía que salir a ver. Se puso rápidamente los zapatos y la cazadora, abrió la puerta con sumo sigilo. Cruzó el patio oscuro mientras miles de pensamientos se agolpaban en su mente. Surgía en su cabeza un revoltijo de imágenes discordantes. Leif en la sauna, esquiando en una pista, disfrazado de Papá Noel en su casa, jugando al fútbol en la playa, aterradoramente brutal con el martillo en la mano en el cuarto de revelado de Dahlström, sobre el débil cuerpo de Fanny en las fotografías. Dobló la esquina de la casa y tardó unos segundos en descubrir la sombra que se alzaba delante de él. Se encontró de pronto cara a cara con Leif. Tenía las manos en la espalda formando un ángulo extraño, como si ocultara algo. Knutas no tuvo tiempo de ver lo que era.

Domingo 23 de Diciembre

L
ine parecía preocupada cuando llamó por la mañana temprano a Karin.

—No he sabido nada de Anders desde ayer por la mañana. ¿Sabes algo de él?

—No, tiene el móvil apagado. Le he llamado varias veces.

—Acabo de hablar con Ingrid. Leif tampoco contesta al teléfono. Empiezo a estar preocupada. Ayer tenían pensado salir con el barco y además se levantó mucho viento. Sólo espero que no les haya pasado nada.

—Seguro que no ha ocurrido nada —la tranquilizó Karin—. Anders dijo que volvería hoy por la tarde. Se habrán quedado sin batería. ¿No tienen teléfono en la casa?

—No. Uf, estoy pensando en ir allí para ver si ha sucedido algo. Estoy muy preocupada, no es propio de Anders no haber llamado.

Karin comprobó la hora que era. Las diez y cuarto. Kingsley no aterrizaría hasta por la tarde.

—Oye, voy yo. Puedo salir ahora mismo.

—¿Estás segura?

—Sí, estaré allí en media hora. Te llamo nada más llegar.

—Muchas gracias.

La propia Karin había intentado llamar un sinfín de veces al móvil de Knutas sin conseguir contactar y empezaba a sentirse bastante inquieta. De camino hacia Gnisvärd llamó a Salvamento Marítimo. No, que ellos supieran no había ocurrido nada. La Guardia Costera le dio la misma respuesta.

Había hielo en la carretera; la temperatura había bajado durante la noche. La nieve derretida se había congelado convirtiéndola en una pista de hielo. Karin mantuvo una distancia prudencial con el automóvil que iba delante y se alegró de que hubiera tan poco tráfico.

Cuando llegó a la señal que indicaba el desvío hacia Gnisvärd la siguió y continuó por una carretera pequeña que conducía hasta el antiguo pueblo de pescadores. La casa de veraneo de los Almlöv estaba unos kilómetros más allá, aislada abajo, junto al mar. Ella había estado anteriormente allí en una ocasión, comiendo cangrejos. La vivienda estaba en un sitio precioso y tenía su propio embarcadero.

El coche estaba aparcado en el patio y el barco abajo, amarrado en el muelle. Por lo tanto, tenían que estar por allí cerca.

Eran casi las once y media. La casa parecía desierta. No salía humo por la chimenea y las luces estaban apagadas. Cierto que era de día, pero las nubes hacían que de todos modos la iluminación fuera escasa.

Llamó a la puerta. Nadie contestó. Llamó más fuerte. Tampoco pasó nada.

Parecía que allí no había nadie, lo único que se veía eran huellas de zapatos entre la casa y el cobertizo. Quizá hubieran salido a dar un paseo.

«Imagínate tener un sitio así —pensó Karin—. Qué tranquilidad». Miró el mar a lo lejos y el cobertizo de piedra caliza. Más abajo, junto al muelle, estaba la sauna. Ésa era entonces la sauna que Dahlström le había construido con dinero negro. Empezó a cruzar el patio. No notó la presencia de la persona que apareció detrás de ella.

Sólo se oyó un ligero sonido como un silbido antes de que la tiraran al suelo.

E
l día antes de Nochebuena llegó la conversación que él tanto se temía. Las palabras de Emma fueron tanques que lo arrollaron. Enérgicas e implacables.

—No puede ser. Yo no puedo seguir así. Tengo que decidirme de una vez por todas. Es verdad que te quiero muchísimo, Johan, pero no estoy dispuesta a destrozar mi familia.

—¿Ah, no? —dijo él fríamente.

—Tienes que comprenderlo, no puedo —insistió la mujer—. Es también por los niños, son muy pequeños aún. Y Olle y yo lo llevamos bastante bien en realidad. No es un amor apasionado, pero funciona.

—Qué bien, entonces.

—No, pero Johan, no sigas. Comprendo que estés triste, para mí también está siendo muy duro. No pongas las cosas peor de lo que están.

—No, no.

—Pero no seas así —saltó irritada—. ¡No me hagas sentir más culpable de lo que ya me siento!

—¿No me digas? Pues no lo parece. Me llamas ahora para romper conmigo después de que has asegurado cientos de veces que me quieres, que nunca has querido tanto a nadie.

Johan la imitó a mala idea remedando en falsete su voz chillona.

—Y luego, en menos de un minuto, me comunicas que
yo
tengo que comprender, que
yo
no tengo que poner las cosas peor de lo que están y que
yo
no tengo que hacerte sentir más culpable. Joder, pues muchas gracias, ha sido muy considerado por tu parte. Pero a mí, te crees que me puedes pisar como a una cucaracha, sin problemas. Primero te echas en mis brazos y me dices que soy lo mejor que te ha pasado, bueno, aparte de los niños, de los que siempre has hablado, y luego te parece que es razonable llamar simplemente y decir que se acabó.

—Vaya, qué bien que has sacado el tema de los niños —replicó ella con un tono de voz cortante—. ¡Eso sólo confirma lo que he sospechado todo el tiempo! ¡Que te parece una carga que yo tenga hijos! Lo siento, pero vamos en el mismo paquete, ¿comprendes?

—Anda, por favor, no vayas a decir ahora que los niños han sido un obstáculo. Yo estaba dispuesto, que te conste, a cuidar tanto de ti como de ellos. He pensado incluso en mudarme a Gotland y, quizá, empezar a trabajar en la radio o en algún periódico. Ya me había imaginado que vivíamos con los niños, he pensado cómo debía comportarme con ellos. Que no debía imponerles mi presencia, que tenía que tomarme las cosas con tranquilidad y estar a su disposición y ser justo con ellos. Eso es lo que he pensado, y que, quizá, con el tiempo, me llegarían a aceptar y querrían estar conmigo y jugar al fútbol, construir una cabaña y esas cosas. Yo te quiero, ¿lo entiendes? Quizá no te des cuenta de lo que significa eso. Es muy fácil para ti poner como excusa a los niños. ¡Utilizas a Sara y a Filip como si fueran un escudo protector, para evitar poner orden en tu vida!

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