Hasta me imaginaba que mamá había dejado el alcohol y que había creado un grupo de búsqueda formado por madres como los que organizan esas madres de niños desaparecidos. Fantaseaba con una revelación sobre ella: después de reflexionar sobre cómo me había tratado durante toda la vida, quería compensarme por todo mi sufrimiento. Una vez que me rescatasen, estaríamos más unidas que nunca gracias a esta experiencia.
Nunca habría dicho que llegaría a echar de menos los estúpidos chistes de Wayne y el modo en que me alborotaba el pelo a veces, como si todavía tuviera doce años. Pero durante aquellos días, hacía tratos con Dios y le prometía que, si me concedía la gracia de poder volver a casa, escucharía atentamente todas sus rocambolescas ideas para montar un negocio.
Pasaba mucho tiempo tocándome el vientre y preguntándome qué aspecto tendría la criatura. Algunos de los libros mostraban fotos del feto en distintas etapas, y todas me parecían igual de repugnantes. Estaba segura de que físicamente mi hijo no tendría ningún defecto pero, con un padre como el Animal, ¿qué clase de niño iba a ser?
El Animal regresó al cabo de cinco interminables días.
—Siéntate en la cama, Annie —dijo en cuanto entró—. Tenemos que hablar.
Me incorporé de espaldas a la pared y se sentó a mi lado, sujetándome la mano.
—He ido a Clayton Falls y la verdad es que ojalá no tuviera que decirte lo que voy a decirte… —Sacudió la cabeza de un lado a otro, despacio—. Pero se han suspendido todas las labores de búsqueda.
¡No!
Empezó a dibujar con el pulgar círculos lentos sobre mi mano.
—¿Estás bien, Annie? Porque estoy seguro de que eso habrá sido para ti la última estocada.
Asentí con la cabeza.
—Tengo que admitir que me ha sorprendido ver tu casa a la venta tan pronto, pero supongo que han pensado que ya es hora de superarlo y seguir adelante.
La ira reemplazó al estupor ante la idea de que mi casa estuviera a la venta, un edificio Victoriano de tres plantas del que me enamoré en cuanto vi sus preciosas vidrieras de colores, sus techos de casi tres metros y los suelos originales de madera noble. ¿Podía hacer eso mi madre? A ella nunca le había gustado la casa, siempre le había parecido demasiado vieja, demasiadas corrientes de aire. ¿La habría ayudado Wayne a clavar el cartel de «SE VENDE» en el césped? Seguro que en realidad se alegraba de librarse de su hijastra respondona y sabelotodo.
—¿Cómo te has enterado?
—Eso no importa, lo que importa es que me preocupa lo bastante como para decírtelo. He averiguado algo más mientras he estado allí.
Hizo una pausa. Sabía que estaba esperando a que yo se lo preguntase, pero no quería darle ese gusto. Pero tenía que saberlo… lo que significaba que tenía que preguntárselo.
—¿Qué es esa otra cosa?
«¿Cómo piensas machacarme ahora, hijo de puta?»
—Algo sumamente interesante sobre Luke…
Esta vez me obligué a mí misma a permanecer en silencio. Él lo interrumpió al cabo de un par de segundos.
—Por lo visto, ya se ha cansado de esperarte.
—No te creo. Luke me quiere…
—Ah, pues cuando lo vi paseando abrazado a esa preciosidad de rubia y se agachó a susurrarle algo al oído, no me pareció que estuviera diciéndole lo mucho que te quiere a ti, precisamente, Annie.
—Mientes, él sería incapaz…
—¿Sería incapaz de qué? Con la mano en el corazón, ¿de verdad vas a decirme que nunca has pensado que el bueno de Luke era demasiado perfecto para ser verdad? Es un hombre débil, Annie.
La cabeza me daba vueltas y fijé la mirada en la pared del fondo.
El Animal asintió con la cabeza.
—Pero ahora empiezas a darte cuenta. De todo lo que te he salvado.
¿Era posible que Luke estuviese saliendo ya con otra persona? Había una camarera rubia, no recordaba su nombre, pero me había parecido que estaba loquita por él. Luke me había dicho que eran imaginaciones mías.
La víspera de mi secuestro, Luke no mostró demasiado entusiasmo cuando lo invité a cenar a mi casa a la noche siguiente. Estaba en el restaurante, y me figuré que, simplemente, estaba ocupado… o que se temía que le volviese a anular la cena de nuevo. ¿Habría ya otra mujer en aquellos momentos? No, eso era imposible. Luke nunca me había dicho que no fuese feliz conmigo, ni una sola vez, y era incapaz de engañarme, él no era de ésos.
El Animal me cogió de la barbilla para obligarme a mirarlo a la cara.
—Yo soy lo único que te queda, Annie.
Todo era mentira, sencillamente. Todo aquello formaba parte de su última maniobra, la mejor, en su estrategia enfermiza. Nada le gustaba más que desquiciarme. Había otras personas que se preocupaban por mí, montones de ellas. Y no, no había sido la mejor novia del mundo, sobre todo justo antes de que me secuestraran, pero no por eso Luke iba a reemplazarme así como así. Y Christina me quería, había sido mi mejor amiga de toda la vida, y yo sabía que no iba a olvidarse de mí. Puede que mi madre y yo no fuéramos uña y carne —ella y Daisy siempre se habían llevado mucho mejor—, pero estaría destrozada por mi desaparición. Que hubiese puesto en venta mi casa no significaba nada, si es que era cierto. Seguramente lo había hecho con el fin de reunir el dinero para ofrecer una recompensa.
Pero ¿y si el Animal no mentía? ¿Y si de verdad habían suspendido la búsqueda? ¿Y si todos habían pasado página? Luke podía tener una nueva novia, alguien que no se pasase todo el tiempo trabajando. Mamá podía estar firmando un contrato de compraventa de mi casa en ese preciso instante,
Emma
también podía haberse olvidado de mí por completo. ¿Estaría viviendo con Luke y aquella rubia? Todos iban a seguir adelante con sus vidas y yo iba a quedarme encerrada con un violador psicópata y sádico para siempre.
El Animal hacía que todo aquello pareciese tan real… y ¿qué pruebas tenía yo de lo contrario? Nadie me había encontrado, ¿no? Quise plantarle cara y convencerlo de que había otras personas que me querían, pero cuando abrí la boca para hablar, fui incapaz de articular palabra. En vez de eso, me acordé de la perrera.
Solía ir allí a echar una mano de vez en cuando, básicamente para limpiar casetas y sacar a pasear a los perros. Algunos de ellos habían sido víctimas de maltrato y mordían a todo el que se les acercase. Había otros que no se permitían ni permitían hacia ellos ninguna muestra de cariño, de ninguna de las maneras, y otros que se volvían completamente sumisos o se hacían sus necesidades encima sólo de oír que alguien les alzaba un poco la voz. Y luego estaban los que habían arrojado la toalla y se limitaban a quedarse tumbados en las jaulas, con la mirada fija en la pared cuando algún posible nuevo dueño entraba en su morada.
Aquel perro en concreto,
Bubbles
, era una cosita feúcha con problemas dermatológicos, llevaba siglos allí dentro, pero en cuanto aparecía alguien nuevo, se acercaba de un salto a la parte delantera de la jaula como si fuese el animal más hermoso del mundo. Nunca perdía la esperanza. Yo quería llevármelo a mi casa, pero por aquel entonces vivía en un apartamento. Al final tuve que dejar de ir por culpa del trabajo, así que nunca llegué a saber si alguien lo había adoptado. Ahora yo era el perro idiota esperando a que alguien me llevase a casa. Esperaba que le hubiesen puesto a
Bubbles
una inyección antes de que dedujese por fin que nadie iba a ir a buscarlo.
Después de nuestra última sesión, me paré a poner gasolina de camino a casa, y justo al lado de la caja, los estantes estaban llenos de bolsas de golosinas. Tenía prohibidas toda esa clase de chucherías arriba, en la montaña, y durante mucho tiempo eché de menos un montón de cosas, cosas tontas y cotidianas; luego, a medida que iba pasando el tiempo dejé de echarlas de menos, porque ya no me acordaba de qué era lo que me gustaba. Mientras estaba ahí de pie, mirando todas aquellas golosinas, recordé que me gustaban, y me entró un arrebato de ira.
La cajera me preguntó: «¿Quiere algo más?», y me oí decir a mí misma: «No». Pero, acto seguido, empecé a arramblar con bolsas y bolsas de golosinas, arrancándolas de los estantes: gominolas, chicles, serpientes de gelatina… cualquier cosa. Tenía gente detrás de mí en la cola, observando como una loca hacía acopio de un arsenal de caramelos como si fuera Halloween, pero me importaba un bledo lo que pensasen.
Una vez en el coche, abrí las bolsitas con desesperación y empecé a atiborrarme de gominolas. Estaba llorando —no sabía por qué ni me importaba—, y me comí tantas que al llegar a casa vomité y se me llenó la lengua de llagas. Pero seguí comiendo más, muchísimas más, y muy rápido, como si temiera que alguien fuera a impedírmelo en cualquier momento. Quería ser esa chica a la que tanto le gustaban las golosinas y los caramelos, doctora. Tanto, tanto, tanto…
Me senté a la mesa de la cocina, rodeada de envoltorios y bolsas vacías, y no pude dejar de llorar. Me dio un subidón de azúcar, iba a vomitar otra vez, pero lloraba porque las golosinas no tenían el sabor que yo recordaba. Nada tiene ya el sabor que yo recuerdo.
El Animal nunca llegó a decirme por qué había vuelto a Clayton Falls ni qué había hecho allí aparte de espiar a mis supuestos seres queridos, pero la primera noche después de su regreso estaba de un humor radiante. No hay nada que alegre más a un psicópata como decirle a una chica que su vida ya no le importa a nadie. Mientras preparaba la cena, se puso a canturrear y a dar pasos de baile en la cocina como si estuviera en un puto programa culinario.
Cuando lo fulminé con la mirada, se limitó a sonreír y me hizo una reverencia.
Si había ido y vuelto de Clayton Falls en cinco días, eso significaba que no podía estar tan lejos ni tan al norte, a menos que hubiese aparcado la furgoneta en algún sitio y se hubiese subido a un avión. Daba lo mismo, nada de eso parecía importar ya. Tanto si estaba a cinco como a quinientos kilómetros de casa, la distancia era insalvable. Cuando pensaba en mi casa, que tanto me gustaba, en los amigos y la familia, en los equipos de búsqueda que habían abandonado la búsqueda, lo único que sentía era un manto inmenso de fatiga que me envolvía y me arrastraba hacia el fondo de algo. «Tú duerme. Deja que todo se pase durmiendo.»
Podría haberme sentido así indefinidamente, pero dos semanas después del regreso del Animal, hacia mediados de febrero, cuando estaba ya de cinco meses, noté que el niño se movía. Fue una sensación muy rara, como si me hubiera tragado una mariposa, y a partir de entonces el niño dejó de ser un ente diabólico, dejó de ser algo relacionado con él. Era mío, y no tenía por qué compartirlo.
A partir de ese momento, empecé a disfrutar de mi embarazo. Cada semana, a medida que iba engordando y mis formas se iban redondeando, me maravillaba que mi cuerpo estuviese gestando una nueva vida. No me sentía muerta por dentro, sino muy viva. Ni siquiera la renovada obsesión del Animal con mi cuerpo logró alterar mis sentimientos con respecto al embarazo. Me hacía colocarme de pie delante de él mientra me recorría el vientre y los pechos con las manos. Durante uno de aquellos «reconocimientos», que yo pasaba contando muescas en el techo, me dijo:
—No sabes la suerte que tienes de que tu hijo vaya a nacer lejos de esta sociedad de hoy en día, Annie. Lo único que hacen los seres humanos es destruir: destrozan la naturaleza, el amor, las familias, con sus guerras, con sus gobiernos, con su avaricia… Aquí, en cambio, he creado un mundo puro, un mundo seguro, para que podamos criar a nuestro hijo.
Mientras lo escuchaba, pensé en el conductor borracho que había matado a mi padre y mi hermana. Pensé en los médicos que habían atiborrado de pastillas a mi madre, en los agentes inmobiliarios que sabían que yo era capaz de cualquier cosa con tal de cerrar una venta, en mis amigos y mi familia, que seguían adelante con sus vidas, en las fuerzas policiales, que debían de estar formadas por una panda de ineptos integrales porque, de lo contrario, a esas alturas ya me habrían encontrado.
Me repugnaba estar dando crédito a la opinión de un psicópata, pero si alguien te dice que el cielo es verde, a pesar de que sabes que es azul, y se comporta como si el cielo fuera verde y sigue diciendo que es verde, un día y otro día, como si de veras creyera que lo es, al final podrías acabar dudando de tu propia cordura por pensar que es azul.
Muchas veces me preguntaba: «¿Por qué a mí?». ¿Por qué, de entre todas las chicas a las que podría haber elegido, tuvo que escoger a una agente de la propiedad inmobiliaria, una mujer consagrada a su carrera? Es imposible que una mujer así reúna los requisitos necesarios para ser la esposa montañera ideal. No es que se lo desease a nadie, pero ¿no querría a alguien que supiese que iba a ser una mujer débil? ¿A alguien a quien supiese que no le iba a costar mucho doblegar? Pero entonces me di cuenta de que sí lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento.
Creía haber superado mi infancia, mi pasado familiar, mi dolor, pero cuando te has revolcado por el estiércol el tiempo suficiente, no hay forma de quitarse de encima el olor a mierda. Puedes comprar todos los putos jabones del mercado y restregarte la piel hasta dejarla en carne viva, pero entonces, un día, sales a la calle y se te acerca una mosca. Y luego otra, y otra más… porque lo saben… Saben que debajo de toda esa piel recién restregada, sólo hay estiércol. No eres más que mierda. Puedes lavarte todo lo que quieras, que las moscas siempre saben dónde aterrizar.
Ese invierno el Animal ideó para mí un sistema de premios y recompensas; si estaba contento conmigo, me daba cosas: una tajada extra de carne para la cena o una pausa adicional para orinar. Si doblaba la ropa perfectamente, daba su permiso para que me echara un poco de azúcar en el té. Después de uno de sus viajes a la ciudad, me dijo que había sido una buena chica y me dio una manzana.
Me había quitado tantas cosas que cuando me daba algo, aunque fuera algo tan insignificante como una manzana, para mí suponía un gran acontecimiento. Me la comía con los ojos cerrados, y me imaginaba que estaba sentada a la sombra de un árbol en verano… casi hasta podía sentir el calor del sol en mis piernas.
Seguía castigándome si hacía algo mal, pero no me había pegado en mucho tiempo, y a veces deseaba que lo hiciese. Cuando me pegaba, aquel acto físico provocaba en mí una actitud desafiante. Pero ¿la mierda psicológica? Eso sí que me dejaba destrozada, y con el paso de los meses, las voces de mis seres queridos fueron perdiendo fuerza hasta convertirse en murmullos, y sus rostros se desdibujaron. Poco a poco, día a día, el cielo se volvió verde.