Nadie te encontrará (25 page)

Read Nadie te encontrará Online

Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Nadie te encontrará
5.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Ay!

Contuve la respiración mientras se llevaba el dedo a la boca y se arrancaba una astilla clavada. Si en ese momento decidía darse la vuelta, estaríamos cara a cara.

Volvió a agacharse y reanudó su forcejeo con la leña. Situándome justo detrás de él y mirando en la misma dirección, fijé la mirada en su espalda para captar el más leve indicio de que fuese a volverse y luego cogí el hacha. Acaricié con las manos el suave y cálido mango de madera, aún resbaladizo por el sudor, y las cerré con fuerza alrededor. El peso parecía razonable y sólido cuando la levanté y me la apoyé en el hombro.

Con voz trabajosa por el esfuerzo, dijo:

—Tendremos otro para primavera.

Levanté el hacha en el aire.

—¡Calla de una vez, calla de una vez, calla de una puta vez! —grité mientras se la hincaba en la nuca.

Hizo un ruido muy extraño, un golpe seco y húmedo a la vez.

Permaneció unos segundos con el cuerpo doblado hacia delante y a continuación cayó de bruces, con los dos brazos y el tronco de leña debajo del cuerpo. Dio un par de sacudidas y luego se quedó inmóvil.

Temblando de furia, me incliné sobre su cuerpo y grité:

—¡Chúpate ésa, enfermo hijo de puta!

El bosque estaba en silencio.

La sangre le resbaló por el costado de la cabeza dejando un reguero rojo en sus rizos rubios, cayó en el suelo seco con un plaf, plaf, plaf, formó un charco que fue extendiéndose rápidamente, y luego dejó de gotear.

Esperé a que se volviera y empezara a golpearme, pero a medida que los segundos se iban transformando en minutos, se me apaciguó el pulso y logré respirar profundamente varias veces seguidas. El golpe no lo había decapitado ni nada parecido, pero el pelo rubio que rodeaba la hoja del hacha —incrustada hasta la mitad en su cráneo— era una maraña brillante de color escarlata, y parte del pelo parecía haberse metido en el corte. Una mosca aterrizó en él y empezó a pasearse por la herida, y luego acudieron dos más.

Con piernas trémulas, caminé hacia atrás en dirección a la cabaña y me abracé el cuerpo tembloroso con las manos. Estaba hipnotizada por la imagen del mango del hacha apuntando al cielo y por el halo carmesí que le rodeaba la cabeza.

Una vez a salvo en el interior de la cabaña, me quité el vestido empapado en sudor y abrí el agua de la ducha hasta que estuvo tan caliente que me escaldé la piel. Sin dejar de temblar violentamente, me senté en la parte posterior de la bañera, doblé las rodillas por debajo del mentón y me las abracé con todas mis fuerzas para contener los espasmos de los músculos. El agua atronaba sobre mi cabeza inclinada en un bautismo abrasador, mientras me mecía hacia delante y hacia atrás, tratando de comprender lo que había hecho. No me entraba en la cabeza que estuviese muerto de verdad; para matar a alguien como él, habría hecho falta clavarle una estaca en el corazón, una bala de plata o una cruz. Porque ¿y si no estaba muerto? Debería haberle buscado el pulso. ¿Y si en esos precisos instantes se estaba dirigiendo a la cabaña? Pese al agua caliente de la ducha, sentí un escalofrío.

Con el temor de verlo abalanzarse sobre mí, abrí la puerta del baño despacio y dejé que las vaharadas de vapor inundasen la habitación vacía. Recogí despacio el vestido del suelo y me lo puse por la cabeza. Lentamente, encaminé mis pasos a la puerta de la cabaña. Apoyé el oído en el frío metal. Silencio.

Probé a abrir el pomo, rezando por que la puerta no se hubiese cerrado a mis espaldas. Cedió. Abrí la puerta apenas dos centímetros y me asomé por la rendija. Su cuerpo seguía en la misma posición exacta, en mitad del claro, pero el sol se había desplazado y el mango del hacha proyectaba una sombra, como si fuese un reloj de sol.

Con las piernas en tensión por si tenía que echar a correr en cualquier momento, me dirigí hacia él. Cada dos pasos, aguzaba la vista y el oído para captar algún ruido o el menor movimiento. Cuando al fin llegué a su lado, su cuerpo parecía torpe, con los brazos debajo, y en la posición en que estaba, parecía más menudo.

Conteniendo la respiración, le rodeé el cuello con la mano, hacia el lado opuesto al río de sangre, y le busqué el pulso. Estaba muerto.

Retrocedí despacio y luego me senté en el porche, en una de las mecedoras, e intenté pensar cuál sería mi siguiente movimiento. Al ritmo de cada crujido de la mecedora, mi cerebro repetía: «Está muerto. Está muerto. Está muerto. Está muerto. Está muerto».

En la calurosa tarde de verano, el claro ofrecía un aspecto idílico. El río, sosegado sin las fuertes lluvias de la primavera, emitía un murmullo suave, y de vez en cuando trinaba algún que otro petirrojo, una golondrina o una urraca. La única señal de violencia era el zumbido de la nube cada vez más multitudinaria de moscas que se arremolinaban en torno a la herida y el charco de sangre. Sus palabras retumbaban en mitad de mi trance: «La naturaleza tiene sus planes».

Era libre, pero no me sentía libre. Mientras todavía pudiese verlo, seguiría existiendo. Tenía que hacer algo con el cuerpo, pero ¿qué?

La tentación de prenderle fuego a aquel hijo de puta era enorme, pero era verano, el claro estaba seco, y no quería provocar un incendio en el bosque. Cavar aquel suelo seco y compacto para enterrarlo iba a ser tarea imposible, pero tampoco podía dejarlo ahí. A pesar de que me había asegurado de que estaba muerto y bien muerto, mi cerebro se negaba a aceptar que ya no pudiese hacerme daño.

El cobertizo. Podía encerrarlo en el cobertizo.

De nuevo junto a su cuerpo, lo incliné ligeramente hacia el lado y le registré los bolsillos delanteros en busca de las llaves. Sujetando el llavero con los dientes, le agarré ambos tobillos y los solté inmediatamente al notarle la piel aún caliente. No sabía cuánto tardaba un cuerpo en enfriarse, y había permanecido al sol, pero me asusté tanto que tuve que comprobarle el pulso por segunda vez.

Volví a agarrarlo de los tobillos, haciendo caso omiso de la temperatura de su cuerpo, e intenté arrastrarlo hacia atrás, pero sólo conseguí moverlo lo bastante para que su cuerpo se deslizase de encima del tronco, y cuando golpeó contra el suelo, el mango del hacha en su cabeza empezó a bambolearse. Me tragué la bilis que me subía por la garganta, le di la espalda e intenté arrastrarlo de ese modo. Sólo conseguí desplazarlo un par de palmos antes de detenerme para recobrar el aliento; ya tenía el vestido empapado, y el sudor me chorreaba en los ojos. A pesar de que el cobertizo no estaba lejos, era como si estuviera al otro lado del claro. Tras echar un vistazo alrededor en busca de alguna alternativa, reparé en la carretilla.

La llevé rodando junto al cuerpo y me mentalicé para el momento en que su piel tocara la mía. Desviando la mirada del hacha, lo así por la parte superior de los brazos y conseguí sacárselos de debajo del cuerpo. Con la mirada apartada aún, lo sujeté por las axilas y, clavando los talones en el suelo, empleé todas mis fuerzas para tratar de levantarlo; sólo logré moverlo unos centímetros. Me situé a horcajadas sobre su espalda e intenté levantarlo rodeándole la cintura, pero sólo conseguí alzarlo un palmo antes de que empezaran a temblarme los brazos por el esfuerzo. La única forma posible de meterlo en aquella carretilla era si resucitaba y se subía a ella por su propia voluntad.

Un momento. Si conseguía encontrar algo sobre lo que hacer rodar su cuerpo, algo que se deslizase por el suelo, tal vez conseguiría arrastrarlo. La alfombra de debajo de la cama no era lo bastante lisa. No había visto ninguna lona cerca del montón de leña, pero tenía que haber una en alguna parte, quizás en el cobertizo.

Después de probar con cinco de las llaves de su monstruoso llavero, logré abrir el candado. Tardé un buen rato, porque las manos me temblaban como las de un ladrón en su primer trabajo.

Casi esperaba ver al ciervo aún colgado del techo, pero no había rastro de él, y en un estante encima del congelador encontré una lona de color naranja. Tras desplegarla junto al cuerpo, pensé en cómo iba a hacer que rodase por la lona con el hacha en la cabeza.

Maldita sea. Iba a tener que arrancársela.

Sujeté el mango con las manos, cerré los ojos y tiré con fuerza, pero no se movió. Lo intenté imprimiendo más fuerza, y la sensación de la carne y el hueso resistiéndose a soltar su presa me provocó una oleada de náuseas. Aquello tenía que hacerse rápido. Así que apoyé el pie en la base de su nuca, cerré los ojos con fuerza, inspiré hondo y la arranqué. La solté, me doblé sobre mi estómago y me sobrevinieron náuseas.

Cuando el estómago se me hubo calmado, me arrodillé junto a su cuerpo, en el lado opuesto a la sangre, y lo hice rodar sobre la lona. Cayó en ella de espaldas, con los ojos azules vidriosos mirando arriba, hacia el cielo, y una mancha roja de sangre trazó un arco sobre la lona anaranjada por encima de su cabeza. Su rostro ya había palidecido y tenía la boca flácida.

Le cerré los párpados con un rápido movimiento, no por respeto a los muertos, sino porque me acordé de todas las veces que había tenido que obligarme a mí misma a mirarlos. En ese momento, en apenas segundos, lo había hecho de forma que nunca más tendría que volver a ver esos ojos de nuevo.

De espaldas a él, agarré el borde de la lona, incliné el cuerpo hacia delante como un buey con una carga descomunal, y lo llevé a rastras al cobertizo. Conseguir que traspasase el umbral de la puerta era peliagudo, porque no dejaba de resbalar hacia abajo en la lona. Al final tuve que arrastrar la lona fuera de nuevo, moverlo a él hacia arriba, y doblar el otro extremo sobre él como si fuera una servilleta. A continuación, después de sujetar ambos extremos con las manos, lo moví, lo arrastré, tiré de él y lo empujé hasta meterlo dentro. En un momento dado, se le salió una mano y me tocó la rodilla. Solté la lona, retrocedí de un salto y me di con la cabeza en un poste. Me dolió horrores, pero estaba demasiado absorta para prestar atención al golpe.

Volví a meterle el brazo en el interior de la lona y se la envolví alrededor. Encontré algunas cuerdas de escalada y le rodeé con ellas las piernas y el tronco para, a continuación, atarlas con fuerza. Mientras lo envolvía como si fuera una momia, no dejaba de repetirme a mí misma que ya no podía hacerme daño. Ni una sola parte de mí creía esas palabras.

Deshidratada, empapada en sudor, sintiendo un martilleo insoportable en la cabeza y un dolor intenso en todo el cuerpo a causa del esfuerzo físico, cerré el cobertizo con llave y volví a la cabaña a beber un poco de agua. Una vez que hube saciado mi sed, me tumbé en la cama, sin dejar de sujetar las llaves, y miré su reloj de bolsillo y llavero. Eran las cinco en punto: la primera vez que sabía qué hora era por mí misma en casi un año.

Al principio no pensé en nada, sino que me limité a escuchar el tictac del segundero hasta que el martilleo de mi dolor de cabeza se mitigó, y entonces pensé: «Soy libre. Por fin soy libre de una puta vez». Pero ¿por qué no me sentía como si lo fuese? «He matado a un hombre. Soy una asesina. Soy igual que él.»

De lo único de lo que me había liberado era de un cuerpo.

En una de las primeras ruedas de prensa que di cuando volví a casa —fui una estúpida al pensar que si acababa con todas inmediatamente, tal vez dejarían de llamar y de merodear por la casa—, un tipo calvo del público, que sostenía una Biblia en la mano, se puso a entonar: «No matarás. Vas a ir al infierno. No matarás. ¡Vas a ir al infierno!». La multitud dio un respingo mientras algunos de los presentes se lo llevaban de allí, y luego el público se volvió hacia mí de nuevo. Los flashes de las cámaras se dispararon y alguien me puso un micrófono en la cara.

—¿Cómo responderías a lo que ha dicho ese hombre, Annie?

Mientras miraba a la multitud y a la espalda del tipo calvo, que aún seguía entonando su cantinela, pensé: «Ya estoy en el infierno, imbécil».

A veces desearía poder hablar con mi madre de estas cosas, doctora, sobre el complejo de culpa, el arrepentimiento y la vergüenza, pero así como yo tengo un talento especial para echar sobre mí todas las culpas, mi madre lo tiene para eludirlas. Lo cual es una de las razones de que todavía no haya hablado con ella desde que nos peleamos, aunque tampoco es que ella lo haya intentado. Eso no me sorprende, pero estaba segura de que a estas alturas Wayne ya habría llamado.

Mierda… Últimamente me siento tan sola que puede incluso que decida liarme la manta a la cabeza y probar suerte con uno de sus experimentos del tipo «enfréntate de cabeza a tus miedos». Pero es que es tan absurdo que aún sienta que estoy en peligro… El Animal está muerto. Estoy a salvo, más no podría estarlo. Y ahora, ¿podría alguien ser tan amable de decirle eso a mi cerebro?

Sesión diecisiete

Verá usted, doctora, durante todo este tiempo, incluso cuando me sugería distintas técnicas para analizar mis miedos o explicar qué podía estar causándolos, no dejaba de decirme a mí misma que al final acabarían desapareciendo solos, sobre todo después de haber leído todos esos artículos sobre la superación de la pérdida y el dolor. Pero entonces, esta semana, un capullo entró a robar en mi casa.

Volví de mi sesión matinal de
jogging
y me encontré la alarma de la casa activada a todo volumen, varios coches patrulla aparcados delante de la entrada, el marco de la puerta trasera destrozado y la ventana de mi dormitorio abierta de par en par. A juzgar por las ramas rotas de mis arbustos, ese cabrón debió de salir por allí. No parecía que se hubiese llevado nada, y la policía me dijo que ellos no podían hacer mucho a menos que les dijese si se habían llevado algo. También me dijeron que recientemente se habían producido un par de allanamientos de morada en mi barrio, pero que en esos casos tampoco habían encontrado huellas, como si supusiesen que eso iba a hacer que me sintiera mejor.

Cuando todos se hubieron marchado y el temblor generalizado de todo mi cuerpo fue cediendo hasta convertirse en sacudidas ocasionales, me dirigí al dormitorio a cambiarme. A medio camino, me detuvo un pensamiento: «¿Por qué se arriesgaría alguien a entrar en una casa y no llevarse nada?». Allí pasaba algo raro.

Rodeé mi casa muy despacio, intentando pensar cómo actuaría un ladrón. Bien, destrozo la puerta de atrás, corro escaleras arriba, y luego ¿qué? Me dirijo hacia la sala de estar: allí no hay nada de valor que sea pequeño y visible, el estéreo y el televisor son demasiado grandes para llevárselos, sobre todo si hay que ir a pie. Corro pasillo abajo hacia el dormitorio, ¿registro los cajones en busca de objetos de valor?

Other books

Blood Red by Wendy Corsi Staub
The Watchtower by Lee Carroll
Pieces of Dreams by Jennifer Blake
Fireflies by Ben Byrne
Haley's Man by Daniel, Sara
Past Malice by Dana Cameron