Pendergast se acercó a una mujer, que estaba atenta a los indicadores de la consola de desplume.
–¿Puedo interrumpirla?
Cuando la mujer levantó la cabeza, Corrie vio que era Doris Wilson, una rubia teñida de más de cincuenta años, rechoncha, rubicunda, sin maquillar y con tos de fumadora que vivía sola en el mismo parque de caravanas que ella, Wyndham Parke Estates, y no se andaba con remilgos.
–¿Es el del FBI?
–Sí. ¿Y usted?
–Doris Wilson.
–¿Puedo hacerle unas preguntas, señora Wilson?
–Venga.
–¿Conocía a Willie Stott?
–Era el encargado de la limpieza de la noche.
–¿Se llevaba bien con los demás?
–Era un buen trabajador.
–Tengo entendido que bebía.
–A ratos. Pero trabajaba bien.
–¿Era de lejos de aquí?
–De Alaska.
–¿Y a qué se dedicaba en Alaska?
Doris hizo una pausa para mover unas palancas.
–Trabajaba en una fábrica de conservas de pescado.
–¿Tiene alguna idea de por qué se marchó?
–Dicen que por una mujer.
–¿Y por qué se quedó a vivir en Medicine Creek?
Doris sonrió, enseñando una dentadura marrón y torcida.
–Eso nos preguntamos todos. En el caso de Willie, encontró un amigo.
–¿Quién?
–Swede Cahill, que es íntimo de todos los clientes de su bar.
–Gracias. ¿Podría indicarme dónde puedo encontrar a James Breen?
Doris señaló la cinta transportadora con los labios.
–Arriba, en la zona de evisceración, justo antes de la de deshuese. Es uno gordo, con el pelo negro y gafas. Es un poco bocazas.
–Muchas gracias.
–De nada.
Doris saludó a Corrie con la cabeza. Subieron por una escalera metálica. La cinta seguía el mismo recorrido que ellos, vibrando con su hilera de pavos muertos y acercándose a una plataforma que no funcionaba con máquinas, sino con personal humano. Los trabajadores, vestidos con mono y gorra blancos, abrían los pavos con destreza y los vaciaban con aspiradoras. A continuación, los pavos pasaban a otra zona donde eran limpiados con mangueras a presión. Al seguir la cadena con la vista, Corrie vio a dos hombres que cortaban las cabezas de los bichos y las tiraban a un vertedero muy grande.
«El día de Acción de Gracias no volverá a ser igual», pensó.
Uno de los trabajadores de la cadena era un hombre gordo y con el pelo negro que estaba contando a voz en grito una anécdota. Al oír el nombre «Stott» y las palabras «último que lo vio vivo», Corrie miró al agente de reojo, y recibió una breve sonrisa.
–Creo que hemos encontrado a la persona que buscábamos.
Mientras se acercaban a Breen por la plataforma, Corrie vio a Bart, que volvía casi corriendo con el pelo alborotado. Delante de él iba Art Ridder, el director de la fábrica, cuyas piernas regordetas corrían por el cemento.
–¡Por qué no me ha dicho nadie que ha venido el FBI! –gritaba, sin dirigirse a nadie en concreto. Tenía la cara todavía más roja de lo normal. Corrie vio una pluma mojada de pavo en la coronilla de su casquete de pelo secado con secador–. ¡En esta zona está prohibido entrar!
–Perdone, señor Ridder. –El pánico había hecho presa en Bart–. Ha entrado solo. Es que está investigando…
–Ya, ya sé lo que investiga. –Ridder subió por la escalera y se plantó jadeando frente a Pendergast, mientras hacía esfuerzos por recuperar la sonrisa que era su sello distintivo––¿Qué tal, señor Pendergast? –Tendió la mano–. Art Ridder. Lo vi en la Fiesta del Pavo.
–Encantado de conocerlo –contestó Pendergast, estrechando su mano.
Ridder se volvió hacia Bart, y se le borró la sonrisa.
–Tú vuelve a la zona de descarga, que ya hablaremos. –Miró a Corrie–. ¿Qué haces aquí?
–Soy… –Corrie miró a Pendergast, esperando que dijera algo, pero el agente se quedó callado–. Lo acompaño.
Ridder interrogó a Pendergast con la mirada, pero el agente estaba enfrascado en una serie de extraños aparatos que colgaban del techo.
–Soy su ayudante –terminó diciendo Corrie.
Ridder expelió ruidosamente el aire de sus pulmones. Pendergast dio media vuelta y, acercándose a donde trabajaba Jimmy Breen (que al ver llegar al jefe se había callado), lo observó trabajando.
Ridder recuperó la calma.
–¿Quiere que vayamos a mi despacho, señor Pendergast? Estará mucho más cómodo.
–Tengo que preguntarle algunas cosas al señor Breen.
–Le haré subir. Venga, que Bart le enseñará el camino.
–No es necesario interrumpir su trabajo.
–Es que en el despacho no hay tanto ruido…
Pero Pendergast ya había empezado a hablar con Jimmy, que, mientras respondía (tras una rápida mirada a Ridder, y otra al agente), introdujo un tubo en un pavo y aspiró sus visceras con un fuerte ruido de succión.
–Señor Breen, tengo entendido que fue la última persona que vio vivo a Willie Stott.
–Es verdad, es verdad –explicó Jimmy–. ¡Pobre! Fue culpa de su coche. No me gusta tener que decirlo, pero se gastaba en Swede lo que tendría que haberse gastado en arreglar esa cafetera. Ese trasto siempre lo dejaba tirado.
Corrie miró de reojo a Art Ridder, que se había colocado detrás de Jimmy y volvía a sonreír forzadamente.
–Jimmy –intervino Ridder–, que el tubo no se pone así. Hay que meterlo hasta el fondo. Perdone, señor Pendergast, pero es su primer día.
–Sí, señor Ridder –dijo Jimmy.
–Así, hacia arriba y hasta donde quepa. –Metió y sacó la manguera del pavo un par de veces, como demostración, y se la devolvió–. ¿Me sigues? –Se volvió sonriendo hacia Pendergast–. Yo empecé aquí, señor Pendergast, en la zona de evisceración, y fui subiendo. Me gusta que se hagan bien las cosas.
A Corrie no le gustó nada su tono de orgullo.
–Pues claro que sí, señor Ridder –dijo Jimmy.
Pendergast no había dejado de mirarlo.
–¿Decía usted?
–Ah, sí. Se le había estropeado el coche el mes pasado, y tuve que llevarlo de su casa al trabajo y del trabajo a casa. Seguro que lo volvió a dejar tirado, y que intentó ir a pie hasta el bar de Swede. Seguro que fue cuando se lo cargaron. ¡Coño! La misma mañana que lo encontraron pedí el traslado. ¿Verdad, señor Ridder?
–Sí, sí.
–Prefiero chuparle las tripas a un pavo que ser yo el que acabe destripado en el campo.
La boca de Jimmy se ensanchó en una sonrisa babosa.
–No me extraña –dijo Pendergast–. Cuénteme a qué se dedicaba.
–Era el vigilante nocturno. Estaba en la fábrica desde las doce a las siete de la mañana, cuando llega el preturno.
–¿Qué hace el preturno?
–Comprueba que funcione toda la maquinaria, para que cuando llegue el primer camión se puedan procesar enseguida los pavos. Cuando tienes un camión lleno de bichos delante, no puedes dedicarte a arreglar nada; si no, acabarías con todo el cargamento muerto.
–¿Ocurre a menudo?
Corrie se fijó en que Jimmy Breed dirigía a su jefe una mirada nerviosa.
–Casi nunca –se apresuró a decir Ridder.
–Esa noche, al llegar a la fábrica –preguntó Pendergast–, ¿vio algo, o a alguien, por la carretera?
–¿Por qué se cree que he pedido el turno de día? Entonces pensé que era una vaca suelta por el maíz. Era algo grande, agachado.
–¿Dónde, exactamente?
–A medio camino, a unos tres kilómetros de la fábrica y otros tres del pueblo. A la izquierda de la carretera. Parecía que estuviera esperando, y que se escondiera en el maíz al ver mis faros por la curva. Como si se escabullera a cuatro patas. Quizá fuera una sombra, pero tenía que ser muy grande.
Pendergast asintió con la cabeza y se volvió hacia Corrie.
–¿Alguna pregunta?
Corrie sintió pánico. ¿Preguntas? Vio los ojillos rojos de Ridder observándola.
–Pues… sí.
Se produjo una pausa.
–Si era el asesino, ¿qué esperaba? Vaya, que no podía prever que a Stott se le estropeara el coche, ¿no? Quizá le había echado el ojo a la fábrica.
Tras un momento de silencio, vio una sonrisa casi imperceptible en los labios de Pendergast.
–Pues no sé, la verdad –dijo Jimmy. Se quedó callado–. Buena pregunta.
–¡Pero hombre, Jimmy! –lo interrumpió Ridder bruscamente–. ¡Te ha pasado un pavo por delante!
Se abalanzó para cogerlo antes de que se alejase y, con un rápido movimiento, sacó las visceras a mano y las echó al recipiente de vacío, que las engulló enseguida con un horrible borboteo. Luego se volvió hacia los demás, mientras se sacudía los restos con un golpe brutal de muñeca, y sonrió efusivamente.
–En mis tiempos no hacían falta aspiradoras –dijo–. Jimmy, en un trabajo así no puedes tener miedo de que se te ensucien un poco las manos.
–Sí, señor Ridder.
Dio a Jimmy una palmada en la espalda, que dejó una mancha marrón.
–Sigue.
–Creo que hemos terminado –dijo Pendergast.
Ridder puso cara de alivio y tendió la mano.
–Ha sido un placer ayudarlo.
Pendergast se inclinó educadamente y se dio la vuelta.
Desde el arcén, con los brazos en jarras, Corrie Swanson vio que Pendergast sacaba del maletero varias piezas de una extraña máquina, y empezaba a enroscarlas. Al pasar a buscarlo por casa de los Kraus, se lo había encontrado al lado de la carretera con la caja de piezas metálicas. Si entonces no le había explicado en qué consistían sus planes, tampoco parecía dispuesto a hacerlo ahora.
–Cómo le gusta que los demás no se enteren de nada, ¿eh?
Tras enroscar la última pieza, Pendergast examinó el aparato y lo encendió, haciendo que zumbara un poco.
–¿Cómo dice?
–No se haga el tonto. Nunca le explica nada a nadie, como por ejemplo lo que piensa hacer con este trasto.
Pendergast volvió a apagar la máquina.
–No hay nada que me canse tanto como las explicaciones.
Corrie no tuvo más remedio que reírse. ¡Qué gran verdad! Todos decían lo mismo, desde su madre al director del instituto, pasando por el memo del sheriff: «Espero una explicación».
El sol salía por el maizal, y ya quemaba la tierra cuarteada. Pendergast miró a Corrie.
–¿Debo interpretar su curiosidad como que empieza a gustarle el papel de ayudante?
–No, lo que empieza a gustarme es lo que me paga. Además, ya que tengo que levantarme al alba me gustaría saber por qué.
–Bueno, pues hoy subiremos a los túmulos para investigar la supuesta matanza de los Guerreros Fantasmas.
–Esto tiene más pinta de detector de metales que de máquina cazafantasmas.
Pendergast se colgó el aparato del hombro y empezó a caminar por la pista de tierra que bajaba hacia el río entre la maleza. Volvió la cabeza para decirle a Corrie:
–Hablando de fantasmas, ¿usted qué?
–¿Qué de qué?
–Que si cree que existen.
Corrie resopló por la nariz.
–¡Ahora no me diga que se cree que hay un muerto mutilado y sin cuero cabelludo que se pasea por ahí arriba buscando sus botas o no sé qué!
Esperó, pero no hubo respuesta.
Minutos después penetraron en la sombra de los árboles, donde el frescor de la noche, del que aún quedaban restos, se mezclaba con el olor de los álamos. Tardaron un poco más en llegar a los túmulos propiamente dichos, que se elevaban suavemente sobre bases rocosas y estaban cubiertos por una ligera capa de hierba y matojos. Pendergast se detuvo para encender la máquina y pulsar los controles. El zumbido aumento y disminuyó de volumen, hasta cesar del todo. Corrie vio que se sacaba un alambre del bolsillo, con una banderilla naranja en un extremo, y lo clavaba en el suelo. A continuación, el agente sacó algo parecido a un teléfono móvil y lo manipuló.
–¿Qué es?
–Un GPS.
Pendergast anotó algo en su eterna libreta. Después, con la bobina magnética del detector de metales a pocos centímetros del suelo, caminó lentamente hacia el norte, efectuando un barrido. Corrie lo siguió, cada vez más curiosa por saber qué hacía.
El detector de metales emitió un fuerte pitido, que hizo arrodillarse al agente y escarbar el suelo con una espátula. Poco después desenterraba una punta de flecha de cobre.
–¡Uau! –dijo Corrie, y se arrodilló impulsivamente junto a él–. ¿Es india?
–Sí.
–Creía que hacían las puntas con sílex.
–En 1865, los cheyenes ya empezaban a utilizar metal. En 1870 ya tenían armas de fuego. Esta punta metálica permite fechar con precisión el yacimiento.
Corrie se inclinó con la intención de cogerla, pero Pendergast detuvo su mano.
–No, que se quede en el suelo. Observe –añadió en voz baja– en qué dirección se clavó.
Retomó la libreta y el GPS para hacer unas anotaciones; luego se los guardó en la chaqueta, clavó otra banderilla y siguieron caminando.
Recorrieron unos doscientos metros. Pendergast barría el suelo con el detector. Punta o bala que encontraba, banderilla que clavaba. A Corrie le parecía mentira que hubiera tanta porquería bajo tierra. Volvieron al punto de origen y salieron en otra dirección. En un momento del barrido, el detector volvió a pitar. Pendergast se arrodilló, escarbó y encontró una anilla de lata de los años setenta.
–¿Qué, no lo etiqueta? –preguntó Corrie.
–Se lo dejaremos a un futuro arqueólogo.
Más pitidos, y más anillas, puntas de flecha, algunas balas de plomo, un cuchillo oxidado… Corrie observó que el agente estaba muy serio, como si le turbaran los hallazgos, y estuvo a punto de preguntárselo directamente, pero no lo hizo. ¿A qué venía tanta curiosidad? Total, no estaban haciendo nada más raro de lo habitual en Pendergast…
–Bueno, vale, me rindo. ¿Qué tiene que ver todo esto con los asesinatos? A menos que crea que el asesino es el fantasma del de los Cuarenta y Cinco, el que echó una maldición eterna sobre este sitio…
–Excelente pregunta. Todavía no puedo asegurar que los crímenes y la matanza estén relacionados, pero Sheila Swegg fue asesinada cuando excavaba en esta zona, y Gasparilla venía mucho por aquí a cazar. Tampoco hay que olvidar esas historias que corren por el pueblo, a las que se refiere usted: que el asesino es el fantasma de Harry Beaumont sediento de venganza. Le recuerdo que le cortaron las botas y le despellejaron las plantas de los pies.
–¡No me diga que se lo cree!
–¿El qué? ¿Que el asesino es el fantasma de Beaumont? -–Pendergast sonrió–. No, pero debo reconocer que la presencia de flechas antiguas y otros objetos indios apunta a una relación, aunque solo sea en el cerebro del asesino.