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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido

BOOK: El mundo perdido
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Es el relato de las peripecias de los zoólogos Challenger y Sumerlee, del aventurero Lord John y del periodista Malone. Juntos van a explorar unas tierras misteriosas, hostiles y llenas de peligros, en las cuales, según las teorías de Challenger, sobreviven animales prehistóricos que habrían soportado los cambios de clima y habrían evolucionada hasta hoy en su estado primitivo. Llegar a estas tierras va a ser fácil pero, ¿y salir?

Arthur Conan Doyle

El mundo perdido

ePUB v1.1

Bercebus
07.04.12

He forjado mi simple plan

si doy una hora de alegría

al muchacho que es a medias un hombre

o al hombre que es un muchacho a medias.

Advertencia

E. D. Malone desea aclarar que tanto el mandato de prohibición como la acción por calumnias han sido revocados sin reservas por el profesor G. E. Challenger, que, habiendo quedado satisfecho al constatar que ninguna crítica o comentario de este libro contiene ánimo de ofensa, ha garantizado que no pondrá ningún obstáculo a su publicación y circulación. E. D. Malone desea también expresar su gratitud a Patrick L. Forbes, de Rosslyn Hill, Hampstead, por la destreza y simpatía con que ha preparado los dibujos que trajimos de Sudamérica, y también a W. Ransford, de Elm Row, Hampstead, por su valiosa ayuda de experto en lo referente a las fotografías.

1. Los heroísmos nos rodean por todas partes

Su padre, el señor Hungerton, era verdaderamente la persona m enos dotada de tacto que pudiese hallarse en el mundo; una especie de cacatúa pomposa y desaliñada, de excelente carácter pero absolutamente encerrado en su propio y estúpido yo. Si algo podía haberme alejado de Gladys, era el imaginar un suegro como aquél. Estoy convencido de que creía, de todo corazón, que mis tres visitas semanales a Los Nogales se debían al placer que yo hallaba en su compañía y, muy especialmente, al deseo de escuchar sus opiniones sobre el bimetalismo
[1]
, materia en la que iba camino de convertirse en una autoridad.

Durante una hora o más tuve que oír aquella noche su monótono parloteo acerca de cómo la moneda sin respaldo disipa la seguridad del ahorro, sobre el valor simbólico de la plata, la devaluación de la rupia y los verdaderos patrones de cambio.

—Supóngase —exclamaba con enfermiza exaltación— que se reclamasen en forma simultánea todas las deudas del mundo y se insistiese en su pago inmediato. ¿Qué ocurriría entonces, dadas las actuales circunstancias?

Le contesté que eso me convertiría, evidentemente, en un hombre arruinado, ante lo cual saltó de su silla reprochando mi habitual ligereza, que le impedía discutir en mi presencia cualquier tema razonable. Tras decir esto, salió disparado de la habitación para vestirse, porque iba a una reunión de masones.

¡Por fin estaba a solas con Gladys, y había llegado la hora que decidiría mi suerte! Durante toda la velada me había sentido como el soldado que espera la señal que le ha de lanzar a una empresa desesperada, alternándose en su ánimo la esperanza de la victoria y el temor al fracaso.

Ella estaba sentada, y su perfil orgulloso y delicado se recortaba sobre el fondo rojo de la cortina que había detrás de ella. ¡Qué bella era! Y, sin embargo, ¡qué distante! Éramos amigos, muy buenos amigos, pero nunca había podido pasar con ella de una camaradería similar a la que podía unirme a cualquiera de mis colegas periodistas de la Gazette: una camaradería perfectamente franca, afectuosa y asexual.

Todos mis instintos rechazan a la mujer que se muestra demasiado franca y desenvuelta conmigo. Esto no es ningún cumplido para el hombre. Allí donde surgen los verdaderos sentimientos sexuales, la timidez y el recelo son sus compañeros, como herencia de aquellos viejos y crueles días en los que el amor y la violencia iban con frecuencia de la mano. La cabeza inclinada, los ojos bajos, la voz trémula, el estremecido retroceso ante la proximidad de los cuerpos; éstas, y no la mirada atrevida y la respuesta franca, son las auténticas señales de la pasión. Me había alcanzado la corta experiencia de mi vida para aprender todo eso..., o lo había heredado de esa memoria de la raza humana que llamamos instinto.

Gladys poseía todas las cualidades de la feminidad. Algunos la juzgaban fría y dura, pero semejante pensamiento era una traición. Esa piel delicadamente bronceada, casi oriental en su pigmentación, esos cabellos negros como ala de cuervo, los grandes ojos húmedos, los labios gruesos pero exquisitos..., todos los estigmas de la pasión estaban presentes en ella. Pero yo era dolorosamente consciente de que hasta ahora no había descubierto el secreto que haría surgir esa pasión a la superficie. Sin embargo, fuera como fuese, estaba decidido a terminar con la duda y hacer que las cosas se aclarasen definitivamente aquella noche. Lo más que ella podía hacer era rechazarme, y era mejor ser rechazado como amante que aceptado como hermano.

Hasta ahí me habían llevado mis pensamientos y estaba ya a punto de romper aquel largo y molesto silencio cuando dos ojos negros se posaron en mí con expresión de censura, mientras la orgullosa cabeza se sacudía en un gesto de sonriente reproche.

—Tengo el presentimiento de que te vas a declarar, Ned. Preferiría que no lo hicieses, porque las cosas son mucho más agradables tal y como están.

Acerqué un poco más mi silla.

—Pero, ¿cómo has sabido que iba a declararme? —le pregunté verdaderamente asombrado.

—¿Acaso no lo saben siempre las mujeres? ¿Supones que hubo alguna vez en el mundo mujer a la que una declaración haya cogido de sorpresa? ¡Oh, Ned, nuestra amistad era tan buena y tan placentera! ¡Sería una lástima echarla a perder! ¿No comprendes cuán espléndido resulta que un joven y una muchacha sean capaces de hablar cara a cara, como nosotros lo hacíamos?

—No lo sé, Gladys... Verás, yo puedo hablar cara a cara con... con el jefe de estación.

No puedo imaginar cómo se introdujo este funcionario en la conversación, pero el caso es que apareció, haciéndonos reír a ambos.

—No. Eso no me satisface lo más mínimo. Quiero rodearte con mis brazos, apoyar tu cabeza en mi pecho, y, oh, Gladys, quiero...

Al ver que yo me proponía poner en práctica algunos de mis deseos, ella saltó de su silla.

—Lo has echado todo a perder, Ned —dijo—. Todo es tan bello y natural hasta que estas cosas ocurren...

¡Qué pena! ¿Por qué no puedes dominarte?

—No he sido yo quien lo ha inventado —me defendí—. Es la naturaleza. ¡Es el amor!

—Bien, quizá sería diferente si amásemos los dos. Pero yo nunca he sentido amor.

—Pero tú tienes que sentirlo... ¡Tú, con tu belleza, con tu alma! ¡Oh, Gladys, tú has sido hecha para amar! ¡Debes amar!

—Hay que esperar a que el amor llegue.

—¿Y por qué no puedes amarme a mí, Gladys? ¿Es por mi aspecto, o qué?

Ella pareció ablandarse un poco. Extendió la mano —¡con qué gracia y condescendencia!— y empujó mi cabeza hacia atrás. Luego contempló mi rostro levantado hacia ella y sonrió pensativamente.

—No, no es eso —dijo al fin—. Como no eres uno de esos muchachos engreídos por naturaleza, puedo decirte confiadamente que no es por eso. Es por algo más profundo.

—¿Mi carácter?

Asintió severamente.

—¿Qué puedo hacer para enmendarme? Siéntate y discutámoslo. ¡No, no haré nada si te sientas, de verdad!

Me miró con recelo e incertidumbre, algo que me impresionó mucho más en su favor que su habitual y confiada franqueza. ¡Qué bestial y primitivo parece todo esto cuando uno lo pone por escrito! Y quizá, después de todo, sea tan sólo un sentimiento propio de mi naturaleza. De todos modos, ella volvió a sentarse.

—Y ahora, dime que hay de malo en mí.

—Es que estoy enamorada de otro —dijo ella. Esta vez me tocó a mí saltar de la silla.

—No se trata de nadie en particular —explicó riéndose ante la expresión de mi rostro—. Sólo es un ideal. Nunca he hallado la clase de hombre a que me refiero.

—Háblame de ese hombre. ¿Cómo es? ¿A quién se parece?

—Oh, podría parecerse mucho a ti.

—¡Bendita seas por decir eso! Bueno. ¿Qué es lo que él hace y yo no pueda hacer? Di una sola palabra: que es abstemio, vegetariano, aeronauta, teósofo, superhombre..., y trataré de serlo yo también. Gladys, si sólo me dieras alguna idea de lo que te agradaría que fuese...

Ella rompió a reír ante la flexibilidad de mi carácter.

—Bien —dijo—. Ante todo no creo que mi hombre ideal hablase de este modo. Él sería más duro, más severo y no estaría dispuesto a adaptarse tan fácilmente a los caprichos de una muchacha tonta. Pero, por encima de todo, tendría que ser un hombre capaz de hacer cosas, de actuar, de mirar a la muerte cara a cara sin temerla... Un hombre capaz de grandes hazañas y extraordinarias experiencias. No sería al hombre al que yo amaría, sino a las glorias por él ganadas, que se reflejarían en mí. ¡Piensa en Richard Burton!
[2]
Cuando leo el libro que su esposa escribió acerca de su vida, comprendo el amor que sentía por él. ¡Y el de lady Stanley!
[3]
¿Has leído alguna vez ese maravilloso capítulo final del libro que escribió acerca de su marido? Ésa es la clase de hombres que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma, engrandeciéndose, en lugar de sentirse más pequeña a causa de su amor, porque todo el mundo la honraría como la inspiradora de nobles hazañas.

Estaba tan bella, exaltada por el entusiasmo, que mis sentidos estuvieron a punto de quebrar el elevado nivel que hasta entonces había mantenido la conversación. Me reprimí con un gran esfuerzo y continué con mis argumentaciones.

—No todos podemos ser Stanleys o Burtons —dije—. Además, tampoco se nos presentan tales oportunidades; por lo menos, yo nunca las tuve. Si se me presentasen, trataría de aprovecharlas.

—Las ocasiones están a nuestro alrededor, sin embargo. El rasgo característico de esa clase de hombre a que me refiero es que son ellos quienes forjan sus propias oportunidades. No es posible retenerlos. Nunca me encontré con uno de ellos, y, sin embargo, me parece que los conozco perfectamente. Estamos rodeados de heroísmos que esperan que nosotros los concretemos. Son los hombres quienes deben hacerlo y a las mujeres les está reservado darles su amor como recompensa. Fíjate en ese joven francés que ascendió en globo la semana pasada. Soplaba un viento fortísimo, pero, como estaba anunciada su partida, insistió en remontarse. El viento lo arrastró a mil quinientas millas de distancia en veinticuatro horas y cayó en el centro de Rusia. Ésta es la clase de hombre a que me refiero. ¡Piensa en la mujer amada por él, en cómo la habrán envidiado las otras mujeres! Esto es lo que me gustaría: que me envidiasen por mi hombre.

—Yo habría hecho lo mismo para complacerte.

—Pero no deberías hacerlo simplemente para agradarme. Deberías hacerlo porque no puedes evitarlo, porque surge de un impulso interior, inherente a ti mismo; porque el hombre que llevas dentro clama por expresarse de una manera heroica. Por ejemplo, tú me describiste, el mes pasado, la explosión en la mina de carbón de Wigan. ¿Por qué no descendiste para ayudar a esa gente, a pesar de la atmósfera deletérea?

—Lo hice.

—Nunca me lo dijiste.

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