Naturaleza muerta (44 page)

Read Naturaleza muerta Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Naturaleza muerta
8.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

El primer círculo contenía otro, compuesto por treinta guerreros cheyenes.

Los Guerreros Fantasmas.

Se habían repartido como los rayos de una rueda (la rueda sagrada del sol), con la mano izquierda en su correspondiente caballo y el arma en la derecha. Estaban todos, tanto los caídos durante la incursión como los supervivientes. Estos habían sido sacrificados por el mismo procedimiento que los caballos: de un golpe de garrote de púas en la frente. El último en morir (el que había sacrificado al resto) estaba tumbado de espaldas, con una de sus manos momificadas asiendo todavía el cuchillo de piedra que se había clavado en el corazón. Era idéntico al cuchillo roto que había aparecido en el cadáver de Chauncy. Además, cada guerrero llevaba un carcaj de flechas como las que habían aparecido junto al cadáver de Sheila Swegg.

Estaban allí desde la noche del 14 agosto de 1865, dando testimonio bajo la superficie de Medicine Creek. Los guerreros que habían sobrevivido a la incursión se habían sacrificado junto a sus caballos en la oscuridad de aquella cueva, decididos a morir dignamente en su propia tierra. Los hombres blancos no los llevarían a ninguna reserva. Tampoco se les forzaría a firmar ningún tratado, ni a subir a ningún tren, ni a mandar a sus hijos a colegios lejanos donde los azotaran por hablar su propio idioma, y los despojaran de su dignidad y cultura.

Ellos, los Guerreros Fantasmas, habían presenciado la inexorable invasión de sus tierras por los hombres blancos, y conocían el futuro que les esperaba.

Aquella gran caverna era el lugar en que se habían escondido antes del ataque. De ella habían salido durante la tormenta de polvo, como por arte de magia, para sembrar el caos y la destrucción entre los Cuarenta y Cinco; y a ella habían vuelto en busca de paz y honor eternos.

Tanto en sus dos relatos orales como (con mucho más detalle) en su diario íntimo, el bisabuelo de Brushy Jim había contado que los Guerreros Fantasmas parecían surgir del propio suelo. Tenía razón. Por otro lado, aunque en 1865 los túmulos estuviesen densamente cubiertos de maleza, seguro que, poco antes de morir, Harry Beaumont había adivinado la procedencia de los guerreros. Si había maldecido el suelo, era por razones muy concretas.

Pendergast solo se demoró lo necesario para examinar su mapa. Después se apresuró a cruzar el silencioso cuadro y dirigirse al túnel oscuro que se adentraba en el sistema de cuevas.

Quedaba poquísimo tiempo… o ninguno.

Cincuenta y ocho

Hazen siguió a Lefty y su pareja de perros por la pasarela de madera de las cuevas de Kraus. A diferencia de la primera pareja, los perros no solo seguían perfectamente la pista, sino que se pasaban de entusiastas. Constantemente estiraban las correas y querían ir más deprisa, gruñendo desde lo más hondo de sus pechos. A Lefty le costaba controlarlos; trataba de amansarlos con palabras dulces, pero lo arrastraban como a un pelele. Eran unos animales grandes y feísimos, con el culo desproporcionado y salido y unos huevos gigantescos que les colgaban mucho, como a los toros: perros de presa canarios, amaestrados para matar otros perros… o cualquier bicho de dos o cuatro patas. Hazen no habría querido tenerlos en contra, ni siquiera con un par de Winchesters para caza mayor. Observó que los policías también se quedaban a distancia prudencial. Por poco sentido común que tuviera McFelty, se arrodillaría y suplicaría piedad en cuanto viese a aquel par de perrazos.

–¡Sturm! ¡Drang! –gritó Lefty.

–Pero ¿de dónde salen esos nombres? –preguntó Hazen.

–Ni idea. Se los pone el criador.

–Pues que no corran tanto, que no estamos en Indianápolis.

–¡Sturm! ¡Drang! ¡Tranquilos!

Los perros apenas le prestaron atención.

–Lefty…

–Ya, ya. No puedo hacer que vayan más despacio –respondió Weeks con voz aguda–. No sé si te has fijado, pero no son precisamente dos pomeranios.

Como las luces del techo estaban apagadas, las gafas de visión nocturna bañaban la caverna de una luz roja y bidimensional. A Hazen, que se las ponía por primera vez, no le gustó que redujeran el mundo a un paisaje monocromático e irreal. Era como mirar una tele vieja. Delante, la pasarela de madera flotaba en la luz roja como la senda del infierno.

Pasaron por la Catedral de Cristal, la Biblioteca del Gigante y las Campanas de Cristal. Hazen no había visitado la caverna desde los tiempos del colegio, pero, como las excursiones eran anuales, comprobó con sorpresa que se acordaba mucho. La guía siempre había sido Winifred, que entonces no era fea. Se acordó de cuando su amigo Tony hacía gestos obscenos a sus espaldas, mientras ella les pegaba un rollo sobre estalactitas. En cambio, de vieja se había vuelto una bruja.

Cuando llegaron al final del recorrido turístico, Lefty consiguió frenar a los perros, aunque le costó lo suyo. Hazen se quedó a tres o cuatro metros de los animales, que, gruñendo y con las lenguas como grandes pañales rojos, clavaban sus miradas en la oscuridad del fondo del Estanque del Infinito. A la luz roja de las gafas, la saliva que caía de sus bocas parecía sangre.

El sheriff esperó que llegaran los demás para decir en voz baja:

–Yo nunca he pasado de aquí. A partir de ahora, silencio. A propósito, Lefty, ¿te ves capaz de que los perros no gruñan tan alto?

–Pues lo siento pero no. Gruñen por instinto.

Hazen sacudió la cabeza y le indicó que se adelantara. Los siguientes eran él y Raskovich. Después Cole y Brast, y por último Larssen.

Vadearon el estanque y, tras bajar por el lado contrario, siguieron a Lefty por un túnel que se estrechaba, volvía a subir y giraba bruscamente a la derecha. Al fondo de la curva había otra puerta de hierro.

Estaba abierta, con el candado de hierro al pie.

Hazen enseñó el pulgar e hizo señas a Lefty de que continuara.

Los gruñidos de los perros se habían vuelto más insistentes, y tan guturales que a Hazen le erizaban los pelos de la nuca. Ya no podrían pillar completamente por sorpresa a McFelty. Claro que no tenía por qué ser malo, ya que aquellos rugidos eran como para que se rindiera el mismísimo Rambo.

Al otro lado de la puerta, el túnel se ensanchaba y daba paso a una cueva. Los perros husmeaban, estirando la correa y arrastrando a Lefty. Hazen hizo señas a los de detrás de que esperaran. A continuación, él y Raskovich se separaron con las escopetas a punto, y sometieron la cueva a un examen de infrarrojos.

Bingo: la guarida de los contrabandistas.

Hazen recorrió lentamente el vasto espacio con sus gafas. Una mesa vieja, velas gastadas, linternas abolladas, trozos de loza y de botellas… El alambique estaba al fondo, dibujado en la luz roja, y dotado de un caldero con el que se podía hervir hasta un caballo. Era tan grande que debían de haberlo metido por piezas en la cueva, y haberlo soldado
in situ
. No era de extrañar que siguiera allí.

Tras comprobar que estaban solos, llamó en silencio a los demás y se acercó al alambique. Persistía cierto olor a humo, mezclado con otros menos agradables. Se inclinó para mirar el caldero. Al fondo había algo, un objeto pequeño que no se perfilaba bien en las gafas de visión nocturna.

Era una oreja humana.

Se volvió con una mezcla de triunfo personal y asco.

–Que nadie toque nada.

Los demás asintieron.

Siguió examinando la caverna. Al principio creyó que era el final de la misión, que la cueva estaba vacía y que McFelty ya se había escapado, pero entonces vio un arco bajo en uno de los muros laterales, una simple mancha gris que conducía a una oscuridad aún más profunda.

–Parece que por allí hay otra sala –dijo, señalando–. Vamos. Lefty, tú ve delante con los perros.

Cruzaron el arco de acceso a la siguiente caverna, el antiguo basurero de los contrabandistas, sembrado aún de desperdicios podridos, botellas rotas, papeles, latas y toda clase de desechos apilados contra la pared. Hazen se quedó en la entrada. Hacía frío, pero no tanto como en una serie de nichos donde vio reservas recientes de comida. Formaban una especie de despensa. Al enfocar con las gafas, vio sacos de azúcar, cereales, judías, bolsas de patatas fritas y otras cosas para picar, rebanadas de pan, cecina empaquetada y terrinas de mantequilla. También había un montoncito de velas, cajas de cerillas de cocina y una linterna rota. Al fondo se acumulaban bolsas, envoltorios de mantequilla, latas y velas gastadas, señal de que McFelty había estado en la cueva durante un período sorprendentemente largo.

Al seguir mirando por las gafas de visión nocturna, vio que el pasadizo se prolongaba hacia otra cueva. Si McFelty estaba en la caverna, seguro que a esas alturas ya los había oído. Por lo tanto, tenía que estar al acecho en la sala contigua, tal vez con la pistola en la mano.

Puso una mano en el hombro de Lefty y le dijo al oído:

–Desata a los perros, y que pasen a la otra sala. ¿Es posible?

–Sí, claro.

El sheriff Hazen repartió a sus hombres por la boca del túnel, para pillar a quien saliera, e hizo una señal con la cabeza a Lefty.

Weeks desenganchó las correas de los collares y retrocedió.

–Sturm, Drang, adelante.

Los animales desaparecieron en la oscuridad. Hazen se agazapó con la escopeta a punto. Oyó a los perros gruñendo y husmeando en la otra cueva. Los oyó relamerse. A partir de un momento, los ruidos se atenuaron.

–Llámalos –dijo.

Lefty silbó suavemente.

–Sturm, Drang, volved.

Más resoplidos y babeos.

–¡Sturm! ¡Drang! ¡Volved!

Los perros lo hicieron a regañadientes. A la luz de las gafas, su aspecto era infernal.

Hazen llegó a la conclusión de que McFelty había salido, pero eso no quería decir que hubieran perdido el tiempo. Todo lo contrario. Habían encontrado infinidad de pruebas tangibles que demostraban su estancia en la cueva, y su relación con los crímenes: huellas dactilares, ADN… Otro hallazgo truculento era la oreja, sin duda la de Stott. Solo por eso ya valía la pena haber bajado. Disponiendo de esas pruebas en contra de McFelty, negociar con él para acusar a Lavender sería pan comido.

Se levantó.

–Bueno, venga, vamos a ver qué hay dentro.

Penetraron en la tercera caverna. Era menor que las demás. Hazen se detuvo, sorprendido. Parecía que la hubieran usado de vivienda, por decirlo de algún modo. Un vistazo general lo llevó a preguntarse quién podía vivir en un lugar así. Había una cama contra la pared, rota, medio podrida y con el colchón reventado, pero era muy pequeña, de niño. Encima había un cuadro roto de un manzano, y otro de un payaso. Algunos juguetes de madera se agrupaban en un rincón, rotos, podridos y mohosos. La última pieza era un escritorio de madera, originalmente de un color rojo vivo. Estaba abombado y torcido, con los cajones fuera. Dentro había ropa podrida. Al fondo, la caverna se estrechaba hasta reducirse a una grieta.

¡Pero qué sitio, joder! Hazen se subió los pantalones y buscó un Camel en el bolsillo.

–Parece que se nos ha escapado el pájaro. Seguro que ha sido por los pelos.

–¿Y qué es todo esto? –preguntó Raskovich, moviendo la luz por la caverna.

Hazen encendió el cigarrillo y se guardó la cerilla en el bolsillo.

–Yo diría que restos de cuando hacían contrabando.

Todos se quedaron callados, con cara de decepción. Hazen dio una calada y expulsó el humo.

–La oreja de Stott está detrás, en el caldero –anunció con calma.

La noticia tuvo el efecto previsto de animarlos.

–Exacto. Nos ha salido bien. Ya tenemos pruebas de que el asesino ha estado aquí abajo, y de que es donde hirvió a Stott. También tenemos pruebas de que era su base de operaciones. Vaya, que hemos dado un paso de gigante.

Todos asintieron, y hubo algunos murmullos de entusiasmo.

Los perros empezaron a gruñir.

–Mañana haremos que vengan los del departamento de pruebas y los forenses para analizarlo todo. Creo que por esta noche ya hemos hecho lo que había que hacer. –Hazen chupó con fuerza el Camel y tiró la ceniza roja en un bolsillo–. Vamonos a casa.

Al volverse, vio que Lefty intentaba apartar a los perros de la pared del fondo, pero que se le resistían con gruñidos guturales, empeñados en meterse por la grieta.

–¿Qué les pasa?

Lefty dio otro estirón brutal a las correas.

–¡Sturm! ¡Drang! ¡Al suelo!

–¡Déjalos que echen un vistazo, hombre! –dijo Hazen.

Weeks los condujo a la pared. De repente los perros se metieron por la grieta con un ladrido agudo, y arrastraron a Lefty a pesar de sus protestas.

Hazen se acercó a mirar por la hendidura. Vio que giraba noventa grados y, tras unos metros de cuesta pronunciada, parecía morir en una pared.

Pero no, continuaba. Tenía que continuar. La voz de Lefty se oía con una extraña distorsión en la oscuridad inexplorada del fondo, ordenando inútilmente a los perros que se echaran.

–Los perros han encontrado un rastro –dijo volviendo la cabeza–. ¡Y parece reciente!

Cincuenta y nueve

Corrie permanecía inmóvil, con las manos en la espalda. Al oírla chillar, su carcelero se había reído, con una risa horrible y aguda que parecía un grito de conejillo de Indias. Ahora hacía algo con el cadáver de Tad. Corrie se negaba a abrir los ojos. Oyó un ruido de ropa desgarrada, y otro desgarro más horrible, esta vez de algo viscoso. Apretó los párpados y procuró aislarse mentalmente del sonido. «Él» estaba a pocos metros, canturreando y murmurando incoherencias mientras trabajaba. A cada uno de sus movimientos, Corrie percibía un olor atroz, un tufo a sudor, moho, podredumbre y cosas todavía peores.

La sensación de horror, de irrealidad absoluta, era tan fuerte que, a su pesar, sintió que se rendía.

Aguanta, Corrie.

Pero no, ya no podía aguantar. El instinto de conservación que la había impulsado a desatarse las manos se había desvanecido con la reaparición de aquel ser llevando a rastras el cadáver de Tad Franklin.

Empezó a divagar, presa de un extraño embotamiento. Una serie de recuerdos fragmentarios afloraron en su mente: ella de niña jugando a luchar con su padre, su madre con rulos riéndose al teléfono, un niño gordo que la había tratado bien en tercer curso…

Ahora que estaba segura de morir, su vida se le aparecía desde el principio como un gran desierto.

En un momento así, ¿qué importaba tener las manos libres? ¿Adonde iría, aunque pudiera huir? ¿Cómo encontraría la salida de la cueva?

Other books

Vigilante by Cannell, Stephen J.
The Elephant to Hollywood by Caine, Michael
Fletcher by David Horscroft
The Russia House by John le Carré