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Authors: Charles Logan

Tags: #Ciencia Ficción

Naufragio (13 page)

BOOK: Naufragio
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Luego probó la papilla verde. Ésta tenía por lo menos cierto sabor, más bien ácido y fuerte, pero no desagradable. Lo había procesado de las plantas marinas, y su olor era algo parecido al del tanque de algas.

Las papillas blancas y grises eran también blandas y de consistencia de puré, aunque el sabor de la papilla gris le dejó un ligero efecto de cosquilleo en la boca.

No estaba seguro de haber conseguido eliminar todos los alcaloides de la savia del árbol «reloj de arena» que había utilizado para ello.

Durante los tres próximos días no volvió a tocar esa comida extraña, y mantuvo una autovigilancia angustiosa. Alguna que otra vez sentía ligeros dolores, se levantaba al día siguiente con cierto dolor de cabeza, continuaba recordando la sensación de cosquilleo y no podía asegurar si lo sentía o no. No podía decidir si eran síntomas reales o sólo imaginarios, inducidos por esa vigilancia tan consciente sobre sí mismo. Venía a ser una nueva versión del principio de incertidumbre de Heisenberg: el mismo acto de la observación altera lo que se observa. Sin embargo, el pulso y la temperatura se mantenía a niveles normales, y por ello al tercer día decidió tomar una comida de Capella cada tres días, y ver lo que pasaba.

Ahora sólo le quedaban diez días. El computador ya se lo había indicado y, siguiendo sus instrucciones, daba una alarma sucesiva cada veinticuatro horas.

Su próxima tarea era la cima de la montaña. Había analizado y realizado todas las tareas preliminares de conversión de las muestras del agua llena de protozoos que había recogido de los árboles de cintas del continente. Le parecía que habían pasado varios años desde que se adentrara por las orillas del gran río. Ahora tenía que conseguir una gran cantidad de agua, y averiguar si era posible convertirla en comida. Tenía que hacerlo ahora, antes de que el computador se desconectara y le dejara privado de su enorme depósito de conocimientos.

Era fácil escalar la montaña. No tenía acantilados ni pendientes rocosas; tan sólo interminables laderas empinadas, de polvo y piedras. La última gran erupción debió de haber sido una considerable lluvia de cenizas, y, después de ella, el silencio. Lo cual significaba una marcha dura con pendientes del uno al cinco en la mayor parte del recorrido durante dos mil quinientos metros.

Tomó tres tanques de aire, y puso en su vagoneta un gran depósito cilíndrico vacío, que llevó arrastrando. Los primeros trescientos metros le resultaron un trabajo agradable, mas a partir de ahí la marcha se endureció. Dejó de avanzar pendiente arriba y comenzó a ascender ladeando la montaña, primero hacia un lado y luego hacia el otro. Esto aumentaba el recorrido total, pero reducía el esfuerzo. Se detenía cada doscientos metros para descansar y mirar el paisaje. Le parecía útil ver media isla extendida a sus pies; necesitaría conocerla bien en los años venideros.

Al pensar en su vida futura, silenciosa y sin compañía, años y años vagabundo en esta isla, sintió que una aprensión enfermiza y un vacío terrible se apoderaban de él de nuevo. Había estado demasiado ocupado en las últimas seis semanas, y aquel terrible enemigo no había tenido oportunidad de apoderarse de él, pero este largo viaje era totalmente solitario, y un gran silencio se extendía a todo su alrededor, convirtiendo en nada a su persona y a todos sus planes.

Bien; a pesar de todo tenía que continuar. Tenía que llegar a la cima, ahora que ya había iniciado el viaje. Más pronto o más tarde hubiera tenido que hacerlo.

Siguió el camino emprendido. A mil quinientos metros de altura extendió una fina lámina de plástico de diez metros, de color naranja y blanco, como indicador, y colocó en ella tanques de aire de repuesto: los necesitaría a su regreso. Descansó durante una hora y chupó una comida concentrada que llevaba en el interior del traje. Los últimos mil metros fueron lentos, porque sus piernas estaban ya débiles y vacilantes, y caía de rodillas al cabo de varios metros. Tendría que endurecerse, si debía vivir en esta isla. Claro que con un ejercicio de ese tipo, la gravedad extra y comida suficiente, acabaría con los músculos de Sansón.

La corona de vegetación seguía terriblemente fuera de la vista en casi todo el camino cuesta arriba. Alcanzó lo que le había parecido ser la cima de la montaña, para descubrir después que aun le quedaba una larga pendiente por delante. Cada vez creía de nuevo que la pendiente que se le presentaba sería la última, y luego contemplaba con desánimo que aún quedaba otra más. Cuando finalmente alcanzó la capa de cintas y los árboles, no tenía más deseos que dejarse caer en ese lecho suave, y descansar. Estuvo allí tumbado más de una hora y luego se dio cuenta de que no había pensado lo que hacía, porque se levantó tieso y con dolor muscular. Había descansado demasiado tiempo, y había dejado que los músculos de sus piernas, cansados, se endurecieran y se durmieran. Cojeando, anduvo entre los árboles en busca de algo nuevo.

La capa de cintas y los árboles tenían el mismo aspecto del continente, con la única diferencia de que los troncos de cintas sobre el suelo eran mucho más abundantes. Con mucha facilidad tomó la decisión de no llegar a la cima. Ya lo haría en algún momento, en alguna fecha distante. Cuando pudiera llegar a la cima en un solo día, se consideraría un auténtico nativo, pero aún era muy pronto para eso. Aquí, en el límite inferior de la corona de vegetación, podía encontrar lo que estaba buscando.

Abrió la escalera y subió con un gran depósito a la cima de uno de los árboles. Llenar el tanque resultó un auténtico problema, pues el charco de agua tenía sólo treinta centímetros de profundidad. No se le había ocurrido traer una cuchara para coger el agua con ella. ¡Qué hacer! Ésa era otra de las pequeñas frustraciones de la vida. Finalmente, después de la búsqueda infructuosa de algo, entre el mundo de cintas, desmontó una parte de la vagoneta que tenía una base ligeramente cóncava, y la utilizó para sacar agua. Cuando el depósito estuvo lleno en sus tres cuartas partes, lo precintó y lo tiró sobre la capa de cintas.

Volvió a montar la vagoneta, la cargó y se dispuso a regresar a la nave sin más demoras. Había estado nueve horas en el exterior. No corría ningún riesgo de que la noche le cayera encima, porque aún era mediodía, pero había agotado ya carga y media de tanques de aire, y necesitaba regresar a sus reservas mil metros más abajo.

El descenso fue más rápido, pero muy doloroso para sus pies y sus tobillos, que tenían que soportar toda la fuerza de la gravedad conforme avanzaba pesadamente pendiente abajo. Como tiraba de la vagoneta, cargada con un depósito lleno de agua, eso incrementaba el peso. Tardó menos de una hora en alcanzar la lámina de plástico indicadora y los depósitos, pero tuvo que descansar porque notaba que sus pies estaban llagados dentro de las botas. Vio que la lámina de aislamiento había desaparecido de las suelas. Tendría que tirar las botas cuando entrara en la nave.

Los últimos mil quinientos metros fueron dos horas de tortura, con los pies llagados, las piernas doloridas y un dolor de cabeza hiriente porque ésta recibía el golpe de las pisadas violentas, a través de la espina dorsal. Este esfuerzo resultaba imposible si no se contaba con un campamento apropiado en la cima de la montaña, donde poder descansar adecuadamente para hacer las dos etapas de la ascensión en días distintos. Tendría que llevar consigo una tienda hinchable, un compresor de aire y un generador. Necesitaría al menos tres ascensiones a la montaña para instalarlo todo, y eso en realidad no valía la pena. Tendría que hacer lo mismo en la costa occidental de la isla, si quería recorrer toda la montaña y conseguir que todo le fuera accesible. Dos campamentos y la nave: y aún no había comenzado a convertir la nave en su campamento base número uno. Tenía que hacer todo aquello en un solo día. ¡Dios mío, qué vida!

De regreso a la nave, le costó mucho quitarse las botas mientras estaba dentro de la segunda película de aislamiento que le envolvía al pasar por la esclusa de aire. Sus pies estaban llagados y magullados y apenas podía mantenerse en pie sobre ellos. Había hecho demasiado en un solo día. Se quitó la película y la tiró en el incinerador junto con sus botas. El depósito de agua lo había pasado a través de la película, por separado, y la vagoneta la dejó en el exterior. Luego consiguió llevar el depósito al laboratorio y lo puso en una cámara precintada. A pesar de lo cansado que estaba, tenía que hacerlo en seguida para evitar el riesgo de infección en la nave. Sólo después de haberlo hecho se desnudó con alivio, se duchó y se dejó caer en su litera cuan largo era.

Durante los nueve días siguientes trabajó con las muestras de agua. Algunos de los protozoos eran diferentes a los que había hallado en el continente. El reino animal era aquí probablemente tan variado como en la Tierra y se encontraba aún en proceso de evolución y de cambio, al contrario que ocurría con el reino vegetal. ¿Sería acaso esa luz tan energética la causa de que los animales nunca se aventuraran en la tierra y la razón de la facilidad increíble de la vegetación terrestre? ¿O acaso las plantas ganaron la carrera para ser las primeras sobre la tierra, y luego la dominaron de modo tan rápido y total hasta impedir que los animales pudieran poner el pie sobre ella? Tal vez las hierbas resbaladizas de las orillas de los ríos y la capa azul de las costas marinas fueran venenosas para los animales y les detuvieran. Daba igual; le quedaba toda una vida para averiguar las respuestas.

Consiguió elaborar otro tipo de papilla, esta vez de color rosa pálido. Sabía mejor que las demás, y le recordaba vagamente la sopa de lentejas.

Le quedaban dos días, y ahora tenía aire, agua y comida con fuentes nativas, además de la comida de la nave. Aun así, el aire y el agua dependían de que los aparatos de purificación continuaran funcionando correctamente, y de que él dispusiera de energía eléctrica suficiente para hacerlos funcionar. Para procesar la comida dependía de los reactivos químicos almacenados, y de los aparatos del laboratorio. ¿Qué ocurriría cuando se le acabara el azufre, el potasio y el flúor? ¿Podría obtenerlos de las rocas de la isla? El azufre era probable encontrarlo, porque esta isla era volcánica. El flúor y el potasio podría obtenerlos del agua salada. Si destilaba bastante agua marina y obtenía una gran cantidad de sal, podría extraer muchos elementos en pequeñas cantidades, pero el precio era muy caro considerando el gasto de energía. Dentro de un año éstos serían sus problemas básicos, pero ahora no le sobraba tiempo para estudiarlos.

Utilizó el resto de la película de cine para grabar lo que el computador sabía sobre la destilación del agua del mar y la extracción de sus elementos, un tratado de ingeniería química, otro de geología; luego se acabó la película.

Al contemplar cómo se desenrollaba el resto de la película, cuando la cámara se desconectó automáticamente, sintió el primer dolor de la pérdida, como vaticinio del cierre final que estaba sólo a cuarenta y ocho horas de distancia. Todo ese conocimiento pronto se perdería. No había salvado nada acerca de literatura, historia o religión, nada sobre la Tierra ni su aspecto.

Pronto perdería la música. Ya sentía el silencio que se acercaba y que le oprimiría. Había necesitado el computador como algo con quien pudiera relacionarse; era el sustituto de una persona y podía mantener a un hombre cuerdo. Pronto desaparecería. ¡ Si tan sólo pudiera mantener en funcionamiento esa estúpida máquina gobernada por leyes…! La odiaba, y la quería, pero no podría hacer nada para evitar que se desconectara.

Si sólo se tratara de una persona con voluntad de vivir, le podría inducir a que continuara en marcha, y lo haría funcionar con generadores portátiles, con células solares…, con cualquier cosa. Hasta podría construir una máquina de vapor para mantenerlo en marcha; sería un compañero, y alejaría de él el vacío y el silencio. Tendría que detenerlo; debería ser posible discutir con él. Era muy absurdo que algo tan valioso se perdiera porque otros hombres lo hubieran decidido así hacía mucho tiempo. Él no iba a dejarse atrapar por leyes muertas de anticuario.

Impulsivamente, y sintiéndose al borde de las lágrimas, comenzó a teclear al computador toda la historia de la destrucción de la nave principal, el aterrizaje de emergencia, la muerte de los otros supervivientes, sus luchas para mantenerse vivo y la situación en que ahora se encontraba. Estuvo tecleando más de una hora, descubriendo, como ha ocurrido a tantas personas, que contar las penas a otro constituye ya un alivio. El propio interés de narrar su historia le dominó, y quedó absorto en la tarea de recordarlo y decirlo todo. No temía ninguna interrupción, porque el computador estaba diseñado para aceptar información durante un período de tiempo indefinido, y no contestaría hasta recibir el código de finalización del mensaje y de petición de respuesta.

Dudó largo tiempo antes de teclear el fin de mensaje codificado e hizo una pausa temblorosa antes de solicitar respuesta. Al final lo hizo, sencillamente porque no podía hacerse a la idea de abandonar la nave. Había nacido a bordo de una nave, y emocionalmente se encontraba atrapado. En este momento en que había llegado la hora, la dependencia que surgía del hecho de haber nacido en el espacio, lejos de la Tierra, le movió a volcarse sobre la reacción del computador, al que muy en su interior consideraba como la voz de la nave:

—Esta información no puede aceptarse sin confirmación de alguna autoridad superior. En caso de que los oficiales superiores hayan muerto, deben presentarse pruebas objetivamente verificables de su muerte.

Tansis se daba cuenta de que el computador debería disponer de alguna prueba de que los oficiales superiores habían muerto, pero en los manuales no había nada referente a la muerte de todos los que tenían autoridad. ¿Qué podría hacer el computador si le demostrara que todos estaban muertos? ¿Podría partir de ahí e interpretar las ordenanzas de modo creativo, y reconciliar instrucciones contradictorias?

Tansis tecleó, en respuesta:

—Consulte las coordenadas de radar que indican la posición de la nave principal desde el momento del despegue de esta nave hasta el aterrizaje en este planeta; luego, todos los contactos por radar posteriores, hasta este momento, y compute el recorrido que siguió la nave-base y su extrapolación.

El computador permaneció silencioso durante un período de tiempo extraordinariamente largo: más de diez minutos. A Tansis no le sorprendía. Después del aterrizaje de esta nave, los contactos con radar con la nave principal debían de haber sido tan espasmódicos como la misma nave principal, o lo que quedara de ella, que se alejaba en espiral del planeta, y mientras el planeta giraba y su nave efectuaba varios recorridos por el hemisferio norte. El problema se complicaba aún más por el hecho de que la nave principal estaba rota al menos en cuatro grandes fragmentos que se iban separando del lugar del desastre.

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