Al mediodía había recorrido diecinueve kilómetros, y ante él se divisaba una línea de colinas bajas que ocultaban el extremo del promontorio más meridional. El mar entraba casi hasta el pie de las colinas formando una pequeña bahía triangular. Más allá, hacia el sur, la franja costera se ensanchaba y luego formaba una curva que desaparecía de la vista en torno a las colinas. Tansis decidió continuar el camino hasta la punta más meridional de la isla, plantó la tienda para tomar allí su comida, disfrutar de una o dos horas fuera del traje espacial y descansar un rato. Quería avanzar después hacia la costa occidental, y esperaba haber dado la mitad de la vuelta a la isla cuando se ocultara el sol.
Un poco más allá de la bahía perdió el contacto con el maser de la nave que retransmitía en línea recta. Comenzó a orientarse por radio, en ondas medias. Suponía que habría algún problema en mantener contacto con la nave, debido a la ionización de toda la atmósfera superior, fuerte y constante bajo el diluvio de radiación y vientos de partículas de Capella. Y, en efecto, la recepción era tan confusa y tan llena de interferencias, que permaneció sin contacto con la nave durante el resto del día.
El terreno se hizo más rocoso, con frecuentes salientes de basalto y grandes cantos de lava de color ocre salpicados de pequeños agujeros. Recogió algunas muestras, pero los únicos elementos que parecían encontrarse eran silicio y magnesio. Dejó a sus espaldas los árboles aislados y comenzó la ascensión siguiendo la ladera de la alineación de bajas alturas que iba formando la bisagra del promontorio. Había recorrido la mitad de la ladera que se elevaba suavemente, y estaba tal vez a unos sesenta metros de altura cuando finalmente consiguió divisar el extremo de la isla; allí instaló su campamento.
Después de una comida y un descanso de varias horas, se colocó de nuevo el traje y se dispuso a continuar la marcha por el ribazo. Al llegar a la cima de la colina contempló la costa occidental. El promontorio en curva formaba el costado más meridional de una bahía amplia y cerrada, de unos quince kilómetros de anchura. La colina sobre la que se encontraba caía verticalmente sobre la costa, que era abrupta y rocosa, con salientes largos y paralelos de rocas que se adentraban en el mar, como si fueran malecones. No pudo recordar esta formación en los mapas fotográficos de la isla, pero como la nave había descendido desde el este y había aterrizado en el lado nordeste, supuso que estas zonas habrían quedado ocultas por las tierras altas.
Recordó de nuevo las criaturas marinas, y se preguntó si esta bahía rocosa, con rompeolas naturales, podría ser un lugar adecuado para aventurarse mar adentro.
Las laderas que veía debajo de él eran tan empinadas y tan rocosas que no quería correr el riesgo de perder la vagoneta llevándola consigo, y bajó a la playa solo, como pudo, y estuvo una hora recogiendo muestras. Era evidente que esta pequeña extremidad de la isla no había sido cubierta por cenizas ni por el polvo de la última erupción y por ello aún mostraba cómo debía de ser el suelo en épocas pasadas. Entre la lava áspera y agujereada y los basaltos negros había afloramientos de granito, y en varios de ellos notó pequeñas venas de cuarzo. No le eran de utilidad para los procesos de conversión de alimentos, pero eran interesantes después de ver sólo polvo marrón en todo el recorrido.
Al ascender de nuevo a la colina en busca de su vagoneta, comprobó que el cielo ya no tenía su color blanco brillante, sino que parecía amarillento, como marfil viejo. Se preguntaba si esto indicaría un cambio del tiempo, o tal vez tormentas de arena del desierto continental. Pronto se olvidó del tema al dirigirse hacia el norte y buscar algún lugar apropiado para instalar un campamento. La colina larga y baja iba perdiendo altura y delante de él divisó un paso natural entre la colina y el resto de la montaña. El cinturón de la capa de cintas seguía el fondo de esa depresión y serpenteaba alrededor de las colinas y luego al norte, siguiendo la costa occidental. Volvían a aparecer los «relojes de arena», y más allá de la pendiente donde se encontraba volvía a presentarse esa capa profunda y polvorienta de la isla.
Tal vez aquí, bajo la capa de cintas, cerca de la bahía rocosa, sería el mejor lugar para establecer un segundo campamento. No era el punto más alejado de la nave, pero sí un lugar que quería volver a visitar; parecía también el lugar más apropiado para reanudar el contacto con el mar. Decidió acabar primero el recorrido en torno a la isla. Este lugar se encontraba a sólo veintiséis kilómetros de la nave y podría llegarse en una mañana; cuando hubiera dado toda la vuelta a la isla podría volver aquí, si es que no había encontrado un lugar mejor.
Le quedaban aún cinco horas de luz solar, y continuó la marcha arriba por la franja costera, que era mucho más estrecha que en la costa oriental. El cielo se tornaba más amarillento y una ligera calina reducía la claridad normalmente brusca del paisaje. Cuando se detuvo finalmente a cuarenta y cinco kilómetros de la nave y bajó de la vagoneta sobre la que había ido montado las tres últimas horas del recorrido, había un brillo naranja extraño por el horizonte este, la primera auténtica puesta de sol que Tansis había visto. Instaló la tienda junto a la capa de cintas, a menos de dos kilómetros del mar, y allí pasó la noche.
Cuando desmontó el campamento a la mañana siguiente y se dispuso a emprender la marcha, el cielo era de un color claramente amarillo y la niebla se había hecho tan densa que la cima de la montaña apenas si se divisaba como una mancha confusa, y no se distinguía ningún rasgo físico a más de tres kilómetros de distancia. Lo extraño era que apenas si habían nubes bajas que explicaran este fenómeno, como ocurría normalmente. El cambio en el aire era ahora tan notable que decidió analizarlo cuando regresara a la nave para ver si se trataba de alguna gran tormenta de polvo que viniera del continente.
Cuando aterrizó por primera vez en este planeta, fue a comienzos del verano del hemisferio norte, y ahora debería estar acabando allí el verano. Las temperaturas eran más bajas en la isla que en el continente, pero habían estado en constante aumento desde que llegó, y ahora eran durante el día de unos 30 grados centígrados y disminuían hasta los quince grados centígrados por la noche. Los vientos del este fueron constantes la mayor parte del tiempo, soplando desde el área de altas presiones del gran desierto, y aún procedían de esa dirección. De cualquier modo, ésa era sólo la menor de sus preocupaciones: lo principal era encontrar minerales útiles o alguna forma de vida interesante.
En esta ocasión se mantuvo cerca de la costa y durante las primeras horas avanzó con mucha calma mientras iba observando la vida animal de la línea del agua. Hasta entonces había visto quince clases diferentes de seres vivos, y a pesar de detenerse con frecuencia para contemplar el agua, e incluso de vadear algunos minutos, no vio nada nuevo. Dejó esta ocupación después de varias horas, y aceleró la marcha.
A mediodía, seis horas después, se estaba acercando al extremo norte de la isla. La llanura costera tenía una anchura de ocho kilómetros y era bastante plana, y la montaña comenzaba abruptamente y se elevaba en una pendiente muy empinada varios cientos de metros para luego nivelarse formando un resalto que sobresalía al norte desde el pico principal. La capa de ceniza y de polvo era si acaso más profunda, y no se distinguían afloramientos rocosos en aquella llanura lisa y silenciosa. «Relojes de arena» la punteaban aquí, como en todas partes; había una igualdad deprimente en este planeta. A lo lejos, al pie de la empinada ladera del resalto norte, pudo apenas distinguir la faja oscura de la capa de cintas distorsionada y de un color verdecino debido a la niebla, que iba empeorando visiblemente cada hora que pasaba.
Dispuso el campamento para tomar su comida de mediodía cuando quedaban sólo veintinueve kilómetros de recorrido hasta llegar a la nave. Descansó y sesteó un par de horas, lo cual ya se había convertido en una de sus costumbres fijas. Su descanso lo interrumpió una tos persistente y una irritante sensación de cosquilleo en el interior de la nariz. No hizo ningún caso, suponiendo que lo causaba la insuficiente humedad del aire del interior de la tienda. A bordo de la nave el aire estaba humidificado por el sistema de apoyo vital y mantenía condiciones óptimas para la salud; el equipo de este campamento, sin embargo, era mucho menos elaborado y no llegaba ni a la mitad de la eficiencia de aquél. A pesar de todo, por la noche estaría de regreso en la nave, y se libraría de esa tos.
Pero durante la tarde la tos empeoró y el cosquilleo de la nariz se hizo un dolor penetrante que se extendió a la garganta. Tansis nunca había tenido un resfriado ni una infección, ni tampoco lo había tenido ningún tripulante de aquel espacio estéril y aislado de la nave. Los miembros originarios de la expedición que partieron de la Tierra habían sido sometidos a rigurosos chequeos médicos para verificar que no tenían infecciones latentes ni eran portadores de gérmenes, y después de unos cuantos constipados en los primeros meses, la infección y la enfermedad fueron recuerdos del pasado. Lo único que Tansis podía recordar que se pareciera al malestar que ahora sentía fue una ocasión en que tragó una bocanada de cloro, de una pieza defectuosa de la nave principal.
Se dirigió tierra adentro para acortar el recorrido y llegó así al cinturón de la capa de cintas que se extendía al mismo pie de la pendiente de la montaña. Intentaba mantenerse siguiendo la capa de cintas al lado del mar, y, siguiéndola, regresar a la nave. Mientras marchaba por el borde de esta capa, mirándola sólo de modo ocasional, de repente le pareció que no era la misma que conocía. Se detuvo y la observó cuidadosamente; después de unos momentos se dio cuenta de lo que pasaba. Las cintas estaban llenas de pequeñas manchas marrones del tamaño aproximado de la uña del dedo meñique. La última vez que examinó de cerca esa sustancia vegetal fue en el continente, y con toda certeza entonces no encontró esas manchas. Y además, la capa de cintas de esta isla no tenía esas manchas cuando aterrizó por primera vez, porque recordaba que examinó todo para ver las posibles diferencias entre la isla y el continente. Recordaba que entonces la cinta tenía pequeñas manchas del tamaño de una cabeza de alfiler, difíciles de ver si no se miraban fijamente.
Tal vez la capa de cintas fuera distinta en esta zona septentrional de la isla. Tomó algunas muestras para examinarlas cuando regresara a casa. Luego arrancó una fronda de un árbol cercano para ver si también eran diferentes. Y resultó que la cinta tiesa del árbol era también de otra forma. Los nódulos que aparecían en la línea central eran mucho más grandes que los que vio en el continente o en los árboles que cortó un mes antes. Ahora tenían casi tres centímetros de diámetro, sobresalían en el centro y prácticamente se tocaban entre sí. O bien el extremo norte de la isla tenía diferentes clases de capa de cintas, o bien esa sustancia vegetal había cambiado en el curso de un mes. Podría comprobar cuál era la verdadera explicación observando los árboles cercanos a la nave cuando regresara. Aún había montones de follaje recortado en el suelo, y aunque por ahora estaría secándose, serviría de término de comparación con el follaje vivo.
Estaba impaciente por volver; la garganta había empeorado, la tos le estaba debilitando y ya había hecho bastante en esta expedición. Geológicamente no había hallado nada, y además muy poco podía serle útil. La luz parecía ahora más amarillenta y había disminuido su brillo, y la niebla había reducido la visibilidad y parecía amenazante. Recorrió los últimos quince kilómetros montado en la vagoneta, y al llegar a la nave, el ocaso y la calina cada vez más densa hacían que el día acabara antes.
Pasó por la esclusa de aire y de aislamiento, dejó las muestras en las cámaras precintadas del laboratorio y fue a la cabina médica. Su primera preocupación era la de mirarse la garganta. Como estaba roja e inflamada, buscó en los armarios algún tipo de pulverizador que le tranquilizara. Notó cierto alivio, pero al pulverizarse la garganta le dio un ataque de tos profundo que arrancaba de dentro del pecho y le hacía doblarse por el esfuerzo. Dejó en el plato la mitad de la comida, porque la tos le había quitado el apetito y tenía que hacer esfuerzos para tragar.
Entonces le vino una nueva preocupación: ¿y si el polvo del aire le hubiera atacado? Era demasiada coincidencia la neblina de polvo mientras él estaba en el exterior y la garganta inflamada, algo que nunca le había ocurrido.
Se puso a trabajar analizando una muestra de aire exterior, algo para lo que la nave estaba maravillosamente equipada, y el resultado fue una auténtica sorpresa. El nivel de polvo no era superior al de las otras pruebas realizadas con anterioridad, pero el material orgánico del aire se había incrementado ochenta veces.
Tansis sintió auténtico pánico. Si el material orgánico le hubiera atacado, entonces estaría infectado y por lo tanto contaminaría la nave. Debía de haber sido la falta de cuidado al pulverizarse con el líquido de aislamiento, cuando estaba acampado. Bien la primera pulverización realizada dentro de la tienda, bien la segunda en la esclusa de aire al regresar de nuevo a la tienda no constituyeron un recubrimiento total. Pero el mal ya estaba hecho y ahora tendría que sufrir las consecuencias, con muchos años de anticipación sobre lo previsto, y sin ninguna preocupación.
Tansis se olvidó totalmente de la comida y del descanso y continuó trabajando en el análisis del contenido del aire. Trabajaba con precipitación, rompiendo cosas y cometiendo errores, lleno de un sentimiento continuo de agotamiento. No hacía caso de la tos ni del dolor de garganta, porque estaba absorto en su trabajo. A mitad de la noche obtenía, al fin, la respuesta.
Era igual que las moléculas que desprendía la capa de cintas, que suponía eran su aroma. Las moléculas de aroma estaban aún presentes en cantidades normales, pero esa nueva molécula era más grande y más compleja, y contenía cadenas de ácido nucleico lo bastante grandes para constituir los genes. Así que esa maldita sustancia se estaba reproduciendo, lanzando sus núcleos reproductores por billones, por toneladas, a juzgar por la niebla que acusaba.
La calina amarillenta era el polen microscópico, electrónicamente microscópico de la capa de cintas que cubría el mundo. Ciertamente no podía haberlo producido esta isla sola, porque se extendía sobre el mar y por toda la montaña; seguramente debía venir también de la tierra firme. Si allí la cosa estaba tan mal, ¿cómo sería en la jungla tropical?