El mismo día en que todos los miembros de la familia del multimillonario Simeon Lee se encuentran en la mansión de éste, dispuestos a celebrar la Navidad, se produce el brutal asesinato del anfitrión. Dadas las circunstancias del crimen, cometido inmediatamente después de que la víctima se pusiera en contacto con la policía para denunciar el robo de unos diamantes, todos los parientes resultan sospechosos. Hasta que Poirot aparece en escena y logra esclarecer el caso.
Agatha Christie
Navidades trágicas
ePUB v1.0
Ormi30.10.11
Título original:
Hercule Poirot's Christmas
Traducción: José Mallorquí Figuerola
Agatha Christie, 1939
Edición 1984 - Editorial Molino - 224 páginas
ISBN: 84-272-0099-4
«Mi querido James: Has sido siempre uno de mis más fieles y amables lectores y por ello me turbó enormemente el escuchar una crítica tuya.
»Te quejaste de que mis asesinatos se iban volviendo demasiado refinados, decadentes incluso. Sentías profundos anhelos de "un buen crimen violento, con mucha sangre". ¡Un asesinato que no ofreciera duda alguna de que era un verdadero asesinato!
»Por ello te dedico esta obra, que he escrito pensando en ti y con la esperanza de que será de tu agrado.
»Tu afectuosa cuñada,
AGATHA.»
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:
CARLTON
: Abogado de Simeon Lee.
ESTRAVADOS
(Pilar): Nieta de Simeon Lee.
FARR
(Stephen): Hijo de un antiguo amigo socio que fuera de Simeon Lee.
HORBURY
(Sidney): Enfermero de Simeon Lee.
JOHNSON
: Coronel y jefe de policía.
LEE
(Alfred): Hijo primogénito del citado Simeon.
LEE
(David): Hermano del anterior.
LEE
(George): Hermano de los anteriores y respetable miembro del Parlamento inglés.
LEE
(Harry): Otro hermano de los citados.
LEE
(Hilda): Esposa de David.
LEE
(Jennifer): Hermana de Alfred, David, George y Harry y madre de Pilar Estravados.
LEE
(Lydia): Esposa de Alfred.
LEE
(Magdalene): Esposa de George.
LEE
(Simeon): Jefe de la familia Lee, multimillonario.
POIROT
(Hércules): Famoso detective.
SUGDEN
: Inspector de policía.
TRESSILIAN
(Edward): Viejo mayordomo de los Lee.
22 de diciembre
Stephen se levantó el cuello de su abrigo mientras avanzaba apresuradamente por el andén. Una tenue niebla llenaba la estación. Enormes locomotoras resoplaban lanzando al aire nubes de vapor. Todo estaba sucio y humoso..
Stephen pensó con repugnancia:
«¡Qué país más asqueroso! ¡Qué ciudad más sucia!» Habíase desvanecido su primera impresión ante las tiendas de Londres, ante sus restaurantes, sus bien vestidas y atractivas mujeres. Ahora lo veía como una reluciente aguamarina engarzada en un aro de plomo.
Si ahora estuviese en África del Sur... Le invadió una súbita e intensa añoranza. Sol, cielos azules, jardines de flores azules, blancas, amarillas, creciendo profusamente por todos los lados.
En cambio, aquí, barro, suciedad y masas inacabables de gente en continuo movimiento y lucha. Atareadas hormigas moviéndose afanosas alrededor de su hormiguero. Por un momento pensó:
«¡Ojalá no hubiese venido!»
Luego recordó sus propósitos y sus labios se cerraron en una fina línea. No. Tenía que seguir adelante. Durante años había proyectado aquello. Siempre pensó hacer lo que iba a realizar ahora. ¡Sí, tenía forzosamente que seguir adelante!
Aquella súbita indecisión, aquel preguntarse: «¿Para qué? ¿Vale realmente la pena? ¿Por qué escarbar en el pasado? ¿Por qué no dejarlo correr?», todo eso era solamente debilidad. No era ya un hombre para desechar sus propósitos por el capricho de un momento. Tenía cuarenta años, se sentía seguro de sí mismo. Llegaría hasta el fin. Realizaría aquello que le hizo venir expresamente a Inglaterra.
Subió al tren y avanzó por el pasillo en busca de un asiento. Había rechazado la ayuda de un mozo y llevaba él mismo su maleta de piel. Fue recorriendo vagón tras vagón. El tren estaba lleno. Faltaban sólo tres días para Navidad. Stephen Farr contemplaba, disgustado, los rebosantes vagones.
¡Gente! ¡Gente por doquier! Y todo el mundo con un aspecto igual, horriblemente igual. Los que no tenían cara de cordero tenían cara de conejo, pensó. Algunos runruneaban y resoplaban. Otros, sobre todo hombres de mediana edad, gruñían como cerdos. Hasta en las muchachas delgadas, rostros ovalados, labios rojos, había una depresiva uniformidad.
Con súbita añoranza recordó el amplio vedlt, tostado por el sol, vacío de gente...
Y de pronto contuvo el aliento. Acababa de entrar en otro vagón. Aquella muchacha era distinta. Cabello negro, marfileña palidez, ojos con la profundidad y las tinieblas de la noche en ellos. Los tristes y orgullosos ojos del sur... El que aquella mujercita estuviera sentada en aquel tren, entre aquella gente opaca e impersonal, obedecía a algún inexplicable error. No podía ser que viajara en dirección a las Midlands. Su puesto estaba en un balcón, jugueteando con una rosa o un clavel, y a su alrededor el ambiente debía estar cargado de polvo, de calor y olor de sangre y de arena. Tenía que estar en algún sitio espléndido, no hundida en un vagón de tercera clase.
Era un hombre observador. Por ello no dejó de notar el mal estado del negro abrigo de la joven, lo barato de sus guantes, los sencillos zapatos y la chillona nota de un bolso rojo llama. Y, sin embargo, en aquella muchacha había esplendor, finura, exotismo.
¿Qué diablos hacía en aquella tierra de nieblas, frías e industriosas y presurosas hormigas?
«Tengo que enterarme de quién es y de lo que hace aquí —pensó-. Tengo que enterarme.»
Pilar estaba sentada junto a la ventanilla pensando qué extraño huelen los ingleses... La diferencia de olores fue lo que más le sorprendió de Inglaterra. No se notaba olor a polvo ni a flores. En aquel vagón los olores eran fríos. Olor a azufre y sulfuro, propio del tren. El olor a jabón y a otra cosa desagradable provenía del cuello de pieles de una mujer que se sentaba cerca de ella.
Sonó un silbato y una voz estentórea gritó algo. El tren se puso en movimiento, saliendo lentamente de la estación. Ya se habían puesto en marcha. Pilar estaba en camino...
El corazón le latió algo más deprisa. ¿Saldría todo bien? ¿Podría realizar lo que había decidido hacer? Seguramente. Lo tenía todo muy bien proyectado.
Pilar curvó hacia arriba sus rojos labios que, de pronto, reflejaban una fría crueldad.
Miró a su alrededor con la curiosidad de un niño. Había siete personas en su mismo compartimiento. ¡Qué extraños eran los ingleses! Todos parecían ricos, prósperos, en sus ropas, sus zapatos. Indudablemente, Inglaterra era una nación rica. Pero en cambio, allí nadie parecía contento.
De pie en el pasillo se veía a un hombre bastante atractivo. A Pilar le pareció muy atractivo. Le atraía su rostro bronceado, su nariz aguileña y sus amplios hombros. Más rápida de comprensión que cualquier muchacha inglesa, Pilar se había dado cuenta de que aquel hombre la admiraba. No la había mirado fijamente, pero sabía muy bien las veces que él le había dirigido la vista y cómo la había mirado...
Anotó este hecho sin gran interés ni emoción. Venía de un país donde los hombres miraban a las mujeres como la cosa más natural del mundo y no tratan de disimularlo. Se preguntó si era un inglés y decidió que no.
«Está demasiado lleno de vida para ser un inglés —se dijo-. Y, sin embargo, es rubio. Puede que sea estadounidense.»
Un empleado del tren pasó por el pasillo anunciando: —El almuerzo está servido. Los que tengan sus puestos reservados que se sirvan pasar al coche restaurante. Los siete ocupantes del compartimiento de Pilar tenían boletos para el primer turno. Se levantaron a la vez y el compartimiento quedó, de súbito, vacío y apacible.
Pilar se apresuró a cerrar del todo la ventanilla, que una dama de aspecto belicoso había abierto un par de centímetros. Luego se recostó cómodamente en su asiento y dejó vagar la mirada por el paisaje, compuesto por los suburbios del norte de Londres. Al oír que se cerraba la puerta del compartimiento no volvió la cabeza. Era el hombre del pasillo, y Pilar sabía perfectamente que entraba para hablar con ella.
—¿Quiere que abra la ventanilla? —preguntó Stephen Farr.
—Al contrario. He sido yo quien la ha cerrado. Durante la pausa que siguió, Stephen pensó:
«Una voz cálida, llena de sol... Es cálida como una noche de verano...»
Pilar pensó:
«Me gusta su voz. Es llena y fuerte. Es atractivo, sí, muy atractivo.»
Stephen dijo:
—El tren va muy lleno.
—¡Oh, sí! La gente huye de Londres. Debe de ser porque allí todo es negro.
A Pilar no se la había educado con la convicción de que es un crimen hablar con desconocidos. Sabía cuidar de sí misma tan bien o mejor que cualquier otra muchacha, y no tenía ningún rígido tabú.
Si Stephen se hubiera educado en Inglaterra, se habría sentido confuso al hablar con una joven a quien no había sido presentado. Pero Stephen era un hombre sencillo y creía que no era pecado hablar con aquellos que le resultaban simpáticos.
Sonrió sin ningún orgullo y dijo:
—Londres es un lugar terrible, ¿no?
—¡Oh, sí! No me gusta nada.
—Ni a mí.
—Usted no es inglés, ¿verdad? —preguntó Pilar. —Soy súbdito británico, pero vengo de África del Sur.
—Eso lo explica todo.
—¿Y usted viene del extranjero?
—Sí, de España.
—¿De España? ¿Es usted española?
—Medio española nada más. Mi madre era inglesa. Por eso hablo tan bien el inglés.
—¿Y qué hay de la guerra?
—¡Es horrible! Se ha destrozado mucho y ha muerto un sinfín de gente.
—¿Ha estado cerca de alguna batalla?
—No, pero al marchar hacia la frontera fuimos bombardeados por un avión. Mataron al chófer del auto en que yo iba.
Stephen la observaba atentamente.
—¿Se asustó mucho?
Pilar levantó hacia él los ojos.
—Todos tenemos que morir, ¿no es eso? Por lo tanto igual da que baje silbando del cielo como que llegue de la tierra. Se vive algún tiempo, pero después hay que morir forzosamente. Siempre ha ocurrido así en este mundo. Stephen Farr se echó a reír.
—Usted no debe de perdonar a sus enemigos, ¿verdad, señorita?
—No tengo enemigos, pero si los tuviera...
—¿Qué haría usted?
—Pues si tuviera un enemigo —respondió serenamente Pilar-, si alguien me odiara y yo le odiase..., pues le mataría.
La respuesta fue pronunciada con tal dureza que Stephen Farr quedó desconcertado.
—Es usted una muchacha muy sanguinaria, señorita.
—¿Qué es lo que le haría usted a un enemigo? —preguntó a su vez Pilar.
—No sé. En realidad no lo sé.