Con voz serena y tranquilizadora, como la de una madre, replicó:
—Todo depende de tus sentimientos, David.
Hilda era más bien gruesa. No era hermosa, pero poseía cierto don magnético. Había en ella algo de cuadro holandés. Su voz era cálida y alentadora. Su vitalidad era intensa... Esa vitalidad que tanto atrae a los débiles. Una mujer gorda, de mediana edad, no muy lista ni muy inteligente, pero con algo que no podía pasar inadvertido. ¡Fuerza! ¡Nilda Lee tenía fuerza! ¡Sí, completa!
David se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación. En su cabellera casi no se advertía ninguna hebra gris. Su aspecto era extraordinariamente juvenil. Su rostro recordaba el de los caballeros de Bourne Jones. Tenía algo de irreal.
—Ya debías de conocer mis sentimientos, Hilda —replicó al fin.
—No estoy segura.
—Pero te lo he dicho... ¡Te lo he dicho muchas veces! ¡Sabes cómo los odio a todos, a la casa, al campo de los alrededores... a todo! Sólo me recuerda dolores. ¡Odio hasta el último momento que pasé allí! ¡Cuando pienso en ello, en todo lo que llegó a sufrir mi madre...!
Hilda sonrió tristemente.
—Era tan buena y tan paciente, Hilda. Siempre en la cama, tan paciente... Pero soportándolo todo, aguantando... ¡Y cuando pienso en mi padre! —Su rostro se ensombreció-. Él fue el causante de tanto dolor. La humilló, vanagloriándose ante ella de sus líos amorosos, siéndole siempre infiel y siempre ocupándose de no ocultarlo.
—No debía haberlo soportado —dijo Nilda-. Debió abandonarlo.
—Era demasiado buena para hacer eso —replicó con acento de reproche David-. Creía que su deber era seguir allí. Además, era su hogar. ¿Adónde hubiese ido?
—Pudo haberse forjado una nueva vida.
—En aquellos tiempos no podía hacerse una cosa así. Tú no comprendes. Las mujeres no se portaban de esa forma. Soportaban la infidelidad. Tenía que pensar en nosotros. Si se hubiera divorciado de mi padre, ¿qué hubiese sucedido? Probablemente él se hubiera vuelto a casar. Hubiera habido una segunda familia. Nuestros intereses se hubieran ido al diablo. Tenía que pensar en todo ello.
Hilda no replicó, y David siguió:
—No; hizo bien. Era una santa. Aguantó hasta el fin sin quejarse.
—No tan sin quejarse, pues entonces tú no hubieras sabido tanto de lo que pasaba, David —dijo Hilda. —Sí, me contó algo... sabía lo mucho que yo la quería. Cuando murió...
Se interrumpió, pasándose las manos por los cabellos.
—¡Nilda, fue horrible! ¡Qué desolación! Era aún joven. No tenía que haber muerto. ¡Mi padre la mató! Él fue el responsable de su muerte. Le destrozó el corazón. Decidí no vivir más bajo el mismo techo que él. Me marché. Huí de todo ello.
—Hiciste muy bien —aprobó Nilda-. Era lo que debías hacer.
—Mi padre quería que trabajase con él —siguió David-. Eso hubiera significado vivir en su casa. No lo habría soportado. No comprendo cómo Alfred lo aguanta... cómo lo ha aguantado tanto tiempo.
—¿No se ha rebelado nunca contra él? —preguntó con interés Nilda-. Creo que me explicaste algo acerca de que dejó otra carrera.
David movió afirmativamente la cabeza.
—Alfred tenía que ingresar en el Ejército. Mi padre lo arregló todo. Alfred, el mayor de los hermanos, debía ingresar en un regimiento de caballería. Harry y yo teníamos que trabajar en la oficina. George tenía que dedicarse a la política.
—¿Y no fue así?
David movió negativamente la cabeza.
—Harry lo estropeó todo. Tenía un temperamento salvaje. Se metió en deudas y en toda clase de disgustos. Por fin, un día se escapó con varios centenares de libras que no le pertenecían, dejando una nota en la que afirmaba que el trabajar en una oficina no había sido hecho para él y que se iba a correr mundo.
—¿Y no habéis vuelto a saber de él? David se echó a reír.
—¡Ya lo creo! ¡Y muy a menudo! Siempre estaba cablegrafiando pedidos de dinero desde todos los puntos del globo. Corrientemente lo conseguía.
—¿Y Alfred?
—Mi padre le hizo abandonar el Ejército y meterse en la oficina.
—¿Le disgustó?
—Al principio, mucho. Odiaba aquel trabajo. Pero papá siempre ha podido hacer con Alfred lo que le ha dado la gana. Supongo que debe de seguir siendo su muñeco.
—¡Y tú te escapaste! —sonrió Hilda.
—Sí. Fui a Londres y estudié pintura. Mi padre me dijo claramente que si cometía una locura semejante me otorgaría una renta mientras él viviera y luego, al morir, no me dejaría nada. Le contesté que no me importaba. Me llamó idiota y muchas cosas más. No le he vuelto a ver desde entonces.
—¿Y no te has arrepentido?
—No. Comprendo que con mi arte no llegaré nunca a ningún sitio. Jamás seré un gran artista, pero en esta casita somos felices, no nos falta lo necesario. Y si muero tengo para ti un seguro de vida.
Hizo una pausa, y añadió, golpeando la carta con la mano.
—¡Y ahora esto!
—Lamento que tu padre te haya escrito, puesto que te trastorna tanto.
David continuó, como si no la hubiera oído:
—Pidiéndome que lleve a mi mujer a pasar con ellos la Navidad; y expresando su esperanza de que estemos todos reunidos, formando una familia bien unida. ¿Qué pretenderá? No lo entiendo.
—¿Es que no está claro? —inquirió Hilda-. Tu padre se hace viejo. Empieza a ponerse sentimental con respecto a la familia. Eso les pasa a muchos.
—Puede que sí.
—Es viejo y está solo.
—Quieres que vaya, ¿verdad, Hilda?
—Sería cruel no acudir a su llamada —replicó con lentitud Hilda-. Tal vez sea una mujer anticuada, mas ¿por qué no tener paz y buena voluntad en las Navidades? —¿Después de todo cuanto te he contado?
—Ya lo sé. Pero eso pertenece al pasado. Pasó hace mucho tiempo. Se ha olvidado ya.
—Yo no.
—Porque tú no quieres que se olvide. Mantienes el pasado vivo en tu imaginación.
—No puedo olvidar.
—No quieres.
—Los Lee somos así. Recordamos las cosas durante años enteros, meditamos sobre ellas, mantenemos latentes los recuerdos.
Algo impaciente, Hilda replicó:
—¿Y eso es algo digno de orgullo? ¡Yo no lo creo! David miró pensativamente a su mujer.
—Por lo visto, tú no concedes gran valor a la lealtad... a la lealtad de un recuerdo.
—Creo en el presente —contestó Hilda-. No en el pasado. El pasado debe olvidarse. Si tratamos de mantener vivo el pasado, acabamos desfigurándolo. Lo vemos en términos exagerados, desde una falsa perspectiva.
—Puedo recordar perfectamente todos los incidentes y palabras de aquellos días —declaró David con pasión.
—Sí, pero no debieras recordarlos. No es natural. Estás aplicando a aquellos días el juicio de un niño, en vez de mirarlos con los ojos de un hombre.
—¿Y qué diferencia puede haber? —preguntó David.
Hilda vaciló. Se daba cuenta de que sería un error seguir adelante y, sin embargo, había cosas que deseaba con toda su alma decir.
—Creo que ves a tu padre como a un ser diabólico —dijo-. Le conviertes en la personificación del mal. Probablemente, si le vieras ahora te darías cuenta de que es un hombre como los demás; un hombre que tal vez se dejó arrastrar por sus pasiones, un hombre cuya vida no está libre de crítica, pero, al fin y al cabo, un hombre..., no una especie de monstruo inhumano.
—Tú no puedes comprender esto. La manera que tuvo de tratar a mi madre...
Gravemente, Hilda replicó:
—Hay ciertas debilidades, renunciamiento o sumisión, que generan todo lo malo en el hombre. En cambio, ese mismo hombre, teniendo ella un carácter decidido, se habría portado de una forma muy distinta.
—¿Es que quieres decir que fue culpa de mi madre?
—No, no quiero decir eso. No me cabe la menor duda de que tu padre trató muy mal a tu madre, pero el matrimonio es algo muy extraordinario, y dudo mucho que un extraño, aunque sea hijo de la pareja en cuestión, tenga derecho a juzgar ese asunto. Además, todo tu resenti—miento actual no puede servir de nada a tu madre. Todo ha pasado ya... todo quedó atrás... Lo único que ahora queda es un hombre débil y enfermo que pide a su hijo que vaya a pasar las Navidades en casa.
—¿Y tú quieres que yo vaya?
Hilda vaciló un instante y. luego, tomando súbitamente una decisión, dijo:
—Sí, quiero que vayas y abandones para siempre ese rencor.
George Lee, miembro del Parlamento por Westeringham, era un corpulento caballero de cuarenta y un años. Sus ojos, algo saltones, eran de un azul pálido y suspicaz expresión. Su barbilla era bastante ancha y hablaba con pedantería.
Como el que pronuncia una sentencia, dijo:
—Ya te he dicho, Magdalene, que creo que mi deber es ir.
Su mujer encogióse, impaciente, de hombros.
Era delgada, rubia platino, cejas en arco y rostro ovalado. En algunos momentos sabía quitar a aquel rostro toda expresión. En aquellos instantes, así era.
—Será muy aburrido, te lo aseguro.
—Además —y el rostro de George Lee se iluminó al ocurrírsele una brillante idea-, nos ahorramos unos cuantos gastos. Navidad origina siempre un sinfín de gastos.
—Está bien. Al fin y al cabo, la Navidad es siempre aburrida —suspiró Magdalene.
—Podemos dar fiesta a los criados. Ellos esperarán un pavo y una cena muy abundante...
—¡Por Dios, siempre estás preocupado por el dinero!
—Alguien tiene que preocuparse, ¿no?
—Sí, pero es absurdo pretender esos insignificantes ahorros. ¿Por qué no haces que tu padre te dé más dinero?
—Ya me da mucho.
—Es horrible tener que depender así de tu padre. Debiera poner algún dinero a tu nombre.
—Ya sabes que no le gusta hacer las cosas así. Magdalene miró a su marido. De pronto, el pálido e inexpresivo rostro se iluminó.
—Es enormemente. rico, ¿verdad, George? Magdalene lanzó un suspiro.
—Dos o tres veces millonario, creo.
—¿Cómo lo ganó todo? En África del Sur, ¿verdad?
—Sí, al principio de la colonización hizo una gran fortuna. Casi todo en diamantes.
—¡Qué emocionante!
—Luego vino a Inglaterra y se metió en grandes negocios que le permitieron doblar o triplicar su fortuna.
—¿Qué ocurrirá cuando muera?
—Papá no ha hablado nunca acerca de ese asunto. Como es natural, no se le puede preguntar. Supongo que la parte más importante de su dinero la heredaremos Alfred y yo. Alfred será el principal beneficiado.
—Tienes otros hermanos, ¿verdad?
—Sí; está David. No creo que le toque mucho. Se marchó para dedicarse al arte o a alguna de esas tonterías. Creo que papá le advirtió que si se marchaba le desheredaría. David contestó que no le importaba.
—¡Qué idiota! —exclamó despectivamente Magdalene.
—También estaba mi hermana Jennifer. Se marchó con un extranjero. Un artista español. Uno de los amigos de David. Murió hace un año. Creo que dejó una hija. Puede que papá le legue algo, pero no mucho. Y luego, claro está, tenemos a Harry.
Se interrumpió, un poco embarazado.
—¿Harry? —inquirió Magdalene-. ¿Quién es Harry?
—Pues..., mi hermano.
-—No sabía que tuvieses otro hermano.
—No ha sido ninguna honra para la familia. Nunca se le nombra. Hace algunos años que no sabemos nada de él. Probablemente estará muerto.
Magdalene se echó a reír.
—¿Qué te pasa? ¿De qué te ríes?
—Estaba pensando en lo cómico que es que tú tengas un hermano así. ¡Tú, un hombre tan respetable! Por más que me parece que tu padre no lo es mucho.
—¡Magdalene!
—A veces dice cosas que hacen ruborizar.
—Magdalene, me sorprende oírte. ¿Lydia piensa igual?
—A Lydia no le dice las mismas cosas. —Y Magdalene añadió, irritada-: No, a ella nunca se las dice. No comprendo por qué.
George dirigió una rápida mirada a su esposa y luego volvió la cabeza.
—En parte se comprende. Papá es muy viejo y necesita alguien con quien simpatizar.
—¿Está muy enfermo... de veras? —dijo Magdalene.
—Es muy fuerte. De todas formas, puesto que por Navidad quiere tener a su alrededor a toda la familia, creo que debemos ir. Puede ser la última Navidad.
—Tú dices eso, George, pero a mí me parece que vivirá muchos años.
Algo desconcertado, el marido contestó:
—No tengo la menor duda.
—Bueno, creo que haremos bien en ir —murmuró Magdalene, volviéndose-. ¡Pero me indigna! Alfred es muy aburrido y Lydia me ataca los nervios.
—Eso son tonterías.
—No lo son. Y el criado aquel...
—¿Tressilian?
—No. Horbury. Va de un lado a otro como un gato.
—Realmente, Magdalene, no comprendo que Horbury pueda molestarte.
—Me ataca los nervios, eso es todo. Pero no nos preocupemos. Iremos a pasar las Navidades con tu padre. No es cosa de ofenderle.
—Claro... Y en cuanto a la cena de la servidumbre...
—Déjalo para otro momento, George. Voy a telefonear a Lydia y a decirle que llegaremos a las cinco y veinte de mañana.
Magdalene salió precipitadamente del cuarto. Después de telefonear subió a su habitación y se sentó frente a su escritorio. Bajó la tapa y rebuscó en sus numerosos com—partimientos. De ellos brotó una cascada de facturas. Magdalene intentó ordenarlas un poco. Por fin, con un impaciente suspiro, las volvió a colocar en los sitios de donde habían salido. Se pasó una mano por su platinada cabellera y murmuró:
—¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?
En el primer piso de Gorston Hall, un largo pasadizo conducía a una amplia habitación, desde la cual se dominaba el paseo principal. Era una estancia amueblada con el más llamativo de los estilos anticuados. Las paredes estaban cubiertas de papel brocado, había sillones de cuero, jarros decorados con dragones, esculturas de bronce... Todo en ella era magnífico y sólido.
En el amplio sillón de alto respaldo se sentaba un hombre delgado y consumido. Sus engarfiadas manos reposaban sobre los brazos del sillón. Llevaba una vieja bata azul. Calzaba zapatillas de fieltro. Tenía el cabello blanco y el cutis amarillo.
Cualquiera hubiese creído que se trataba de una figurilla insignificante. Pero la aguileña nariz y los ojos oscuros e intensamente vivos hubieran hecho variar de opinión al observador. Había allí vida y vigor.