—Va a ser difícil —replicó Harry-. Estas puertas son muy fuertes. Vamos, Alfred.
Precipitáronse varias veces contra la puerta, y al fin tuvieron que ir a buscar un banco para utilizarlo como ariete. Por último, la puerta salió del marco.
Por un momento, todos permanecieron inmóviles, con la mirada fija en el interior del cuarto. El espectáculo que se ofreció a sus ojos nunca sería olvidado.
Era indudable que había habido una lucha feroz. Pesados muebles estaban caídos. Jarrones de porcelana estaban hechos añicos en el suelo. En medio de ellos, frente a la chimenea, estaba Simeon Lee, en medio de un enorme charco de sangre... A su alrededor la sangre lo salpicaba todo.
La voz de Lydia musitó, repitiendo una frase de Macbeth:
—¿Quién hubiera creído que el viejo tuviese tanta sangre dentro de él?
El inspector Sugden había llamado tres veces al timbre. Por fin, desesperado, golpeó furiosamente con el llamador.
Walter, el otro criado, acudió al fin a abrirle. Al ver al policía, un profundo alivio se reflejó en su rostro.
—Iba a llamar a la policía —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Sugden-. ¿Qué ocurre?
—Han matado a míster Lee, al viejo —murmuró con voz reprimida Walter.
El inspector le empujó a un lado y subió corriendo por la escalera. Llegó a la habitación de Simeon Lee sin que ninguno de los que allí estaban se diera cuenta de su presencia. En el momento en que entraba vio que Pilar recogía algo del suelo. David Lee se había cubierto los ojos con las manos. Los demás formaban un pequeño grupo. Alfred Lee era el que estaba más cerca del cadáver de su padre.
George Lee declaraba con voz engolada:
—Que nadie toque nada... recordadlo bien... Nada, hasta que llegue la policía. Eso es muy importante. —Ustedes perdonen —dijo Sugden, avanzando y echando a un lado a las señoras.
Alfred Lee le reconoció.
—¿Es usted, míster Sugden? —dijo-. Ha venido muy deprisa.
—Sí, míster Lee. —El inspector no perdió tiempo en explicaciones-. ¿Qué significa esto?
—Mi padre ha sido asesinado —explicó Alfred con voz quebrada.
Magdalene empezó a sollozar histéricamente. Con un autoritario ademán, Sugden ordenó:
—Hagan el favor de salir todos de aquí. Todos menos míster Alfred Lee y George Lee.
Los demás retrocedieron de mala gana hacia la puerta. El policía cerró el paso a Pilar.
—Usted perdone, señorita —dijo amablemente-. No debe tocarse nada de cuanto se encuentra en el lugar del crimen.
La joven le miró y Stephen Farr dijo impaciente: —Desde luego. La señorita ya lo ha comprendido. Siempre con la misma amabilidad, el inspector añadió:
—¿Recogió algo del suelo hace un momento?
Pilar le miró incrédulamente y al fin contestó:
—No, señor.
El policía seguía mostrándose amable.
—La vi recogerlo, señorita —explicó. —¡Oh!
—Tenga la bondad de entregármelo. En estos momentos lo tiene en la mano.
Poco a poco, Pilar abrió la mano. En la palma tenía una especie de vejiga de goma y un pequeño objeto de madera. El inspector Sugden los guardó en un sobre que se metió en un bolsillo.
Después de dar las gracias a Pilar, se volvió hacia el centro de la habitación. Stephen Farr reflejó en sus ojos un sorprendido respeto. Era como si reconociese haber subestimado la capacidad del alto y atractivo policía.
Luego salieron de la habitación. Detrás de ellos se oyó la voz del inspector que solicitaba:
—Y ahora tengan la bondad...
—No hay como un buen fuego —declaró el coronel Johnson mientras añadía otro tronco y acercaba más un sillón a la chimenea-. Sírvase usted mismo —prosiguió, indicando una botella y un sifón.
El invitado rechazó cortésmente. También acercó con precaución su sillón al fuego, aunque en su opinión el asarse las suelas de los zapatos no reducía el frío de las heladas ráfagas que se arremolinaban a su espalda.
El coronel Johnson, jefe de policía de Middleshire, podía opinar que nada había mejor que un buen fuego de leña, pero en cambio, Hércules Poirot estaba convencido de que la calefacción central le daba ciento y raya.
—Desconcertante asunto el del caso Carwright —murmuró el dueño de la casa, sumido en lejanos recuerdos-. ¡Qué hombre más asombroso! ¡Y tan encantador! Nos tuvo engañados a todos.
El coronel movió la cabeza.
—Nunca más tendremos un caso como aquél —declaró-. Por fortuna, el envenenamiento por nicotina es raro.
—Hubo un tiempo en que usted consideraba que el envenenamiento era impropio de los criminales ingleses —declaró Poirot-. No era deportivo. Era cosa digna de extranjeros.
—Me cuesta trabajo creer que yo haya dicho semejante cosa. Se han dado muchos casos de envenenamiento por arsénico, muchos más de los que generalmente se sospecha.
—Es posible.
—Siempre es desagradable un caso de envenenamiento —declaró Johnson-. Los forenses van con mucha cautela antes de dictaminar si se trata verdaderamente de envenenamiento. Siempre es un caso difícil para presentarlo al jurado. Es preferible mil veces un crimen que no ofrezca duda alguna de que es un crimen.
Poirot sonrió.
—Usted prefiere el balazo, la garganta abierta de una cuchillada, el cráneo machacado de un martillazo, ¿no? —No diga usted que lo prefiero. El crimen no me gusta. ¡Ojalá nunca más se me ofrezca un caso de asesinato! De todas formas, por ahora no hay peligro de que su visita se vea turbada por ningún caso semejante. Poirot comentó modestamente:
—Mi fama...
—Estamos en Navidad —le interrumpió el coronel-. Paz y buena voluntad, etcétera, etcétera.
Hércules Poirot echóse hacia atrás, juntando las yemas de los dedos y observando atentamente a su anfitrión. —¿Cree usted que las Navidades son inapropiadas para el crimen? —inquirió.
—Eso he dicho. —¿Por qué?
—Pues por lo que antes le he dicho. Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Eso se dice mucho.
—Ustedes, los ingleses, son muy sentimentales —murmuró Poirot.
—¿Y qué, si lo somos? —preguntó el coronel-. ¿Hacemos daño a alguien por amar nuestras tradiciones?
—Ninguno. Al contrario, todo ello es muy encantador. Pero atengámonos por un momento a la realidad. Usted dice que las Navidades son la época apropiada para la alegría, la buena voluntad y la paz. Eso significa, a mi entender, mucha comida y bebida en abundancia, ¿no? Del mucho comer salen las indigestiones. Y de las indigestiones resultan los humores malos.
—Nadie comete un crimen por estar de mal humor.
—No estoy tan seguro, coronel. Sigamos estudiando el caso. El ambiente navideño es de buena voluntad, ¿no? Se olvidan viejos rencores, se reanudan las amistades, aunque sólo sea temporalmente.
Johnson asintió.
—Se entierra el hacha de guerra —dijo.
—Y las familias que durante todo el año han estado separadas se reúnen. Por lo tanto, mon ame, deberá usted reconocer que la tensión nerviosa de muchas de esas personas será muy elevada. La gente que no siente buena voluntad debe esforzarse en aparentar lo que no siente. En Navidad abunda mucho la hipocresía, hipocresía honorable, hipocresía utilizada pour le bon motif, c'est entendu, mas no por ello dejará de ser hipocresía.
—Yo no lo definiría así —murmuró, con acento de duda, el coronel.
—Desde luego, usted no lo definiría así. Soy yo quien lo define. Insisto en el hecho de que las Navidades cubren muchos malos humores, que debido a la tensión nerviosa se transforman en odios más fuertes. El resultado de pretender pasar por más amable, más comprensivo, más bueno de lo que se es, ha de ser el acrecentamiento de los odios, rencores y demás.
El coronel Johnson miró, vacilante, a su amigo. —Nunca sé si habla usted en serio o en broma —gruñó. Poirot sonrió.
—No hablo en serio; pero de todas formas, sí es verdad que las condiciones artificiales provocan una reacción natural.
El criado del coronel entró en la estancia.
—El inspector Sugden al teléfono, señor —anunció.
—Voy en seguida.
Con una palabra de excusa, el jefe de policía salió, regresando un momento después, serio y turbado.
—¡Maldita sea! —exclamó-. ¡Un asesinato! ¡Y en la víspera de Navidad!
Poirot arqueó las cejas.
—¿Es verdaderamente un crimen? —preguntó.
—¿Eh? Sí, sí, desde luego. No hay otra solución posible. Un crimen y de los salvajes.
—¿Quién es la víctima?
—El viejo Simeon Lee. Uno de los hombres más ricos de la región. Hizo su dinero en África del Sur. Oro o diamantes, no estoy seguro. Ha ganado una fortuna con un aparato especial para minería. Invención suya, me parece. Dicen que es multimillonario.
—¿Se le apreciaba?
—Creo que nadie le quería —murmuró lentamente el coronel-. Era un hombre muy extraño. Desde hace varios años estaba convertido casi en un inválido. En realidad, no sé mucho acerca de él. Pero, desde luego, era una de las figuras principales de por aquí.
—Por lo tanto, el caso va a causar sensación, ¿no?
—Sí. Tengo que ir en seguida a Longdale.
El coronel Johnson vaciló un momento, mirando a su huésped.
—¿Le gustaría que le acompañase? —preguntó suavemente Poirot.
—Me da vergüenza pedírselo. Pero usted ya comprende la situación, ¿no? El inspector Sugden es uno de mis mejores hombres, trabajador, cuidadoso en todos los detalles..., pero sin imaginación. Me agradaría mucho tenerle a usted a nuestro lado y aprovechar sus consejos.
—Pues tendré un gran placer en acompañarle —se apresuró a responder Poirot-. Puede usted contar con mi ayuda para todo. Pero no debemos herir los sentimientos de nuestro buen inspector. El caso debe ser suyo, no mío. Yo no seré más que un consejero no oficial.
—Es usted un buen amigo —afirmó calurosamente Johnson.
Y tras estas palabras, los dos hombres salieron de la habitación.
Un policía les abrió la puerta y saludó. Detrás de él avanzó el inspector, diciendo:
—Me alegro de que haya usted venido, señor. ¿Quiere que entremos en esa habitación de al lado? Quisiera explicarle brevemente lo ocurrido.
Sugden les hizo pasar a una habitación que había sido estudio de míster Lee. En ella se veía una gran mesa cubierta de papeles, un teléfono, y en las paredes un buen número de cuadros y grandes estantes llenos de libros.
El jefe de policía anunció:
—Sugden, le presento a monsieur Hércules Poirot. Habrá usted oído hablar de él. Por casualidad estaba en mi casa. Poirot, le presento al inspector Sugden.
Poirot inclinó levemente la cabeza, examinando rápidamente al otro. Sugden era alto, cuadrado de hombros, porte militar, nariz aguileña, barbilla saliente y un abundante bigote castaño. Sugden dirigió una dura mirada a Poirot después de saludarle. Hércules Poirot miró largamente, como fascinado, el poblado bigote de Sugden.
—Desde luego, he oído hablar de usted, monsieur Poirot —afirmó el inspector-. Hace algunos años estuvo usted en esta parte del país, si no recuerdo mal. Fue cuando el asesinato de sir Bartholomew Strange. Un caso de envenenamiento. Nicotina. No fue en mi distrito, pero me enteré de todo.
—Está bien, Sugden —interrumpió el coronel-. Cuéntenos lo ocurrido. Dice usted que el caso está claro, ¿no?
—Sí, señor. Desde luego se trata de un asesinato. De ello no cabe la menor duda. Míster Lee tenía la yugular cortada según ha declarado el forense. Pero en todo el asunto hay algo raro.
—¿Qué quiere usted decir?
—Vale más que antes le cuente todo lo que ha pasado. Esta tarde, alrededor de las cinco, mientras yo estaba en la delegación de policía de Addlesfield, míster Lee me telefoneó. Se mostró muy raro por teléfono, y me pidió que viniera a verle esta noche a las ocho, insistiendo mucho en la hora. Además me encargó que le dijera al criado que venía a recaudar fondos para alguna institución benéfica de la policía.
—Buscaba un pretexto lógico para que usted entrara en la casa, ¿no? —inquirió Johnson.
—En efecto, señor. Como se trataba de una persona importante accedí a su demanda. Me personé aquí antes de las ocho y me presenté como solicitando suscripciones para el Orfanato de la Policía. El mayordomo fue a anunciar mi llegada a míster Lee, haciéndome subir luego al primer piso, donde se encuentra dispuesta la habitación del dueño de la casa.
Sugden calló un momento, para cobrar aliento, y luego prosiguió:
—Míster Lee estaba sentado junto al fuego. Llevaba una bata. Cuando el criado hubo cerrado la puerta, míster Lee me pidió que me sentara junto a él. Luego, con ciertas vacilaciones, me dijo que deseaba darme detalles sobre un robo. Le pregunté qué era lo robado y me replicó que tenía motivos para pensar que se trataba de diamantes sin tallar por valor de varios miles de libras, y que habían sido robados de su caja de caudales.
—Diamantes, ¿eh? —comentó el jefe de policía. —Sí, señor. Le hice algunas preguntas de rutina, pero se mostró muy vacilante y sus respuestas fueron algo vagas. Al fin dijo: «Debe usted comprender, inspector, que puedo estar equivocado». Yo le repliqué: «No entiendo, señor. Una de dos, o los diamantes han desaparecido o no». Entonces me contestó: «Desde luego los diamantes han desaparecido, pero cabe dentro de lo posible que sea una broma que se me ha querido gastar». Eso me pareció extraño, pero no dije nada. Él siguió: «Me es muy difícil explicárselo con todo detalle, pero en resumen el caso es el siguiente: Que yo sepa, sólo dos personas han podido hacerse con los diamantes. Una de esas personas puede haberlo hecho como broma. Si los tiene otra persona, entonces es un robo». «¿Y qué desea usted que yo haga», pregunté. Y él me contestó: «Deseo que vuelva exacta—mente dentro de una hora. Mejor dicho, vuelva a las nueve y cuarto. Por entonces ya podré decirle a ciencia cierta si me han robado o no». Todo eso me desconcertó mucho, pero le prometí volver y me marché.
—Curioso, muy curioso—comentó el coronel-. ¿Qué dice usted, Poirot?
—¿Puedo preguntarle, míster Sugden, qué conclusiones ha sacado usted? —replicó Poirot.
El inspector se acarició la barbilla mientras replicaba con el mayor cuidado:
—Se me han ocurrido varias ideas, pero en conjunto tengo la siguiente impresión: no se trataba de ninguna broma. No cabe duda de que los diamantes han sido robados. Pero míster Lee no estaba seguro de quién era el ladrón. Creo que decía la verdad al asegurar que era una de dos personas. Y esas personas debían ser: un criado o un miembro de la familia.