Poco después de que el enorme velero hubiera abandonado el puerto, el
Greymalkin,
un elegante clíper de la clase Lince, con un cargamento mixto de mineral y de madera, izó su banderín de salida y zarpó al mando de su capitán, Danog Uylason, aprovechando los restos de la marea. Y desde la cubierta del clíper, una mujer de cortos cabellos grises, vestida con traje de caza de hombre, volvió la mirada por última vez a la costa cada vez más lejana de las Islas Meridionales.
Índigo se sentía como si estuviera atrapada en una especie de sueño vago y solitario. Había abandonado el bosque para encontrarse en una carretera que le era desconocida, y había andado durante todo aquel día de una luminosidad cruel envuelta en una creciente miasma de miseria y dolor, una vez la última chispa de esperanza encendida por las palabras del emisario se hubo desvanecido junto con su recuerdo del rostro de aquel ser resplandeciente. Se sentía como si la siguieran fantasmas; su familia, Fenran, las gentes de Carn Caille; todos ellos conscientes de lo que había hecho, todos ellos acusándola. Sentía la carga y la responsabilidad en las que había incurrido como una pesada capa sobre sus hombros.
Un carretero que pasó por su lado en la carretera y vio la bolsa en la que llevaba el arpa colgada de su hombro, le había ofrecido llevarla hasta Ranna a cambio de una canción alegre, pero ella había declinado el ofrecimiento con un movimiento de cabeza, incapaz de soportar la idea de estar acompañada. Y así fue cómo las delicadas sombras del atardecer empezaban ya a caer sobre el paisaje cuando por fin aparecieron las luces de la ciudad costera delante de ella como un resplandor nebuloso.
Ranna era el eje del poder mercantil del reino. Índigo no había visitado nunca antes la ciudad, y aunque la primera visión del caos en que estaba sumergida la atemorizó, se sintió agradecida, no obstante, de estar en un lugar anónimo donde podría confundirse con aquella muchedumbre itinerante y de esa forma pasar inadvertida. En Ranna carecía de recuerdos; no era nadie. Al llegar al puerto con su bosque de mástiles, sus enormes muelles de granito, su mezcolanza de almacenes, había buscado un callejón tranquilo lejos del bullicio de la incesante actividad y había examinado el contenido de las dos bolsas. El arpa la tocó, pero tan sólo una vez; el suave sonido que dejó escapar cuando sus dedos acariciaron las cuerdas estuvo a punto de partirle el corazón, y enseguida se volvió hacia la segunda bolsa. En ésta encontró un odre de agua, un monedero con monedas, pedernal y yesca, su cuchillo de caza, algunos sencillos utensilios de cocina y un pequeño espejo para
ver
que Imyssa le había dado y que apenas si había intentado utilizar jamás. Atada con una correa a la bolsa estaba su ballesta, junto con varias saetas, lo cual le hizo esbozar una débil sonrisa. El emisario de la Madre Tierra la conocía lo bastante bien como para haberle entregado el arma que manejaba con más destreza; le ocurriera lo que le ocurriese a partir de ese momento, al menos no sería probable que pereciera de hambre.
Cerró la bolsa de nuevo y, a pesar de que no tenía demasiadas ganas, examinó lo que la rodeaba. No quería tomar una habitación en ninguna de las muchas tabernas que daban al puerto; las pocas monedas que poseía eran preciosas, y no soportaba la idea de tener que hablar con un extraño o dormir en una cama ajena. Cuando cayó la noche se colocaron antorchas encendidas en los soportes de la calle y el muelle quedó tan iluminado como si fuera de día; no le haría ningún mal pasar la noche en blanco.
Índigo se acomodó lo mejor que pudo al amparo de los almacenes del puerto, mientras contemplaba la incesante actividad de Ranna, gobernada enteramente por las mareas, que se prolongó durante toda la noche. Prestó muy poca atención al
Greymalkin
y al hombre y a la mujer que gritaban órdenes a los hombres que llenaban sus bodegas; el clíper no era más que un barco entre muchos otros. Pero cuando la débil luz gris de la aurora empezó a competir con las llamas de las antorchas, se despertó de su inquieta duermevela plagada de pesadillas a tiempo de ver cómo la mujer interrumpía su trabajo para lanzar una rápida mirada en su dirección con franca curiosidad. Por un instante sus miradas se encontraron y se sostuvieron, entonces la mujer sonrió y, en un reflejo involuntario, Índigo le devolvió la sonrisa.
Por qué Laegoy, la esposa de Danog Uylason, se compadeció de la desventurada desconocida de mirada aturdida y poseedora sólo de unas pocas monedas, era algo que ni ella ni Índigo sabrían jamás. Pero, por alguna razón, durante una breve pausa en su trabajo, Laegoy encontró una excusa para pasar junto a la desconocida, detenerse y hablar con ella; y al enterarse de que la muchacha deseaba abandonar las Islas Meridionales, Laegoy se vio movida a ofrecerle pasaje en el
Greymalkin
a cambio de algunas monedas y la música de su arpa.
Laegoy estaba ahora de pie en la batayola del
Greymalkin.
Era un mujer que se acercaba a los cincuenta, huesuda y de gran tamaño, de dientes limados y manchados de tabaco, con una larga melena negra sujeta en cuatro grasientas trenzas. Llevaba ropas de marino y gran cantidad de joyas; sus brazos musculosos estaban rodeados de apretados brazaletes de cobre y latón, mientras que una pesada torques de latón adornaba sus hombros, y el puntiagudo puñal que guardaba con despreocupación en la faja tenía una empuñadura incrustada de piedras de la luna y ágatas, sus piedras de la suerte. Su aguda mirada verdemar se dividía entre la balanceante mole del velero que navegaba delante de ellos, y que ahora viraba para tomar rumbo nordeste, y la solitaria figura situada cerca de popa. Laegoy no podía imaginar por qué su pasajera querría navegar hasta la Isla de El Reducto, un viaje que la llevaría casi de polo a polo; pero había algo en aquella muchacha convertida en anciana que le producía a la vez compasión y malestar. No averiguó nada sobre la muchacha, excepto que se hacía llamar Índigo: un nombre estrafalario y desde luego inventado; su asociación con la muerte y el luto habían hecho que Danog sospechase que pudiera ser «gafe», aunque Laegoy había desdeñado tal idea y hecho caso omiso de las dudas de su esposo. Pero
había
algo extraño en la muchacha, una especie de aislamiento, una oscuridad interior y un vacío que ocultaba a su rostro pero que sin embargo aparecía en sus ojerosos ojos. Y Laegoy, a pesar de toda su dureza exterior y fiero dominio de la tripulación del barco, era una mujer compasiva y de buen corazón.
El banderín de partida —un triángulo azul con una raya blanca en diagonal— bajó con gran estrépito por el mástil cuando el
Greymalkin
pasó junto a la última de las boyas ancladas en las rutas de entrada y salida del puerto. Laegoy se detuvo para lanzar una estentórea orden a un marinero que holgazaneaba, luego se apartó de la batayola y se dirigió a popa.
Índigo levantó los ojos hacia ella cuando se le acercó. Esos ojos
,
pensó Laegoy,
¡tan vacíos!.
En voz alta le dijo:
—Ya hemos salido del puerto, chica. Desde ahora no hay otra cosa que ver más que agua.
—Sí... —Índigo reprimió un escalofrío.
Picada por la curiosidad, y en un intento de obligar a hablar a la muchacha, Laegoy continuó:
—Habrá muy poca cosa que contemplar hasta que avistemos las costas de Scorva. Con el viento soplando del sur, no deberíamos tardar más de cuatro o quizá cinco días. Haremos escala en el puerto de Linsk, en el País de los Caballos, para cargar comida y agua fresca; luego cruzaremos el Mar de la Serenidad y seguiremos hacia el norte por los Estrechos de las Fauces de la Serpiente en dirección a la Isla de El Reducto. —Se interrumpió pero no hubo reacción—. La ruta occidental tiene una navegación más dura, pero con las corrientes que existen en esta época del año nos ahorraremos una semana de viaje o más.
Índigo siguió sin decir nada, y la mujer arrugó la frente.
—Vayamos por la ruta que vayamos, será un viaje largo, chica. Debes de tener un motivo para querer hacer un viaje así, ¿no? —añadió, al ver que Índigo se ponía en tensión y la desconfianza aparecía en sus ojos—, no es que curiosee en tus cosas, pero espero que tengas amigos que te vengan a buscar cuando por fin lleguemos a Mull Barya. El Reducto puede resultar un lugar muy solitario sin amigos.
La preocupación de Laegoy estaba llena de buena intención, pero Índigo no podía mitigarla confiándole qué se escondía detrás de su decisión de viajar a la gran isla del lejano norte. Se hacía pocas ilusiones de encontrar amigos entre los compatriotas de Fenran, ya que Fenran se había alejado de su padre mucho antes de llegar a las Islas Meridionales. Pero todo el mundo se abría ante ella; aunque la Isla de El Reducto pudiera ofrecerle poco, sentía, aunque pareciera ilógico, que ir hasta allí la acercaría más a Fenran, y aquello le proporcionaba un pequeño consuelo.
Le contestó a Laegoy:
—Estaré bien, gracias.
—Como quieras. —Laegoy se encogió de hombros, luego indicó con la cabeza en dirección a la cubierta de escotilla—. Debieras bajar a tu camarote y descansar un rato. Nada va a suceder hasta que la tripulación empiece a vociferar en demanda de alimento, y por tu aspecto parece como si no te fuera a ir mal dormir un poco.
—No —respondió Índigo, tan deprisa que Laegoy percibió el tono de temor antes de que ella pudiera disimularlo y enarcó las negras cejas.
—¿Qué sucede, chica? ¿Tienes miedo a las pesadillas?
En los ojos de la muchacha apareció una confirmación a sus palabras, y la mujer sonrió torvamente.
—Hay formas de mantenerlas a raya. Te prepararé una poción y te la bajaré: te prometo que dormirás como una criatura de pecho y no tendrás que temer a los demonios de la oscuridad. —Pasó su brazo alrededor de los hombros de Índigo y la apretó contra sí, no suavemente sino con ruda cordialidad—. Ahora ve; anda.
El brusco comportamiento maternal de Laegoy trajo a la memoria de Índigo, como una puñalada en el estómago, a Imyssa. Volvió la cabeza, parpadeó para reprimir las lágrimas que amenazaban con brotar y, tras recordarse a sí misma que el momento de llorar había quedado atrás, asintió:
—Yo... —Pero no tenía palabras para explicarlo; notó un amargo sabor a ceniza en la boca—. Gracias.
Con cuidado para que Laegoy no pudiera verle el rostro, se dirigió —con pasos vacilantes a causa de la inclinación del barco— hacia la escalera de la escotilla.
Gracias a la poción que Laegoy le preparó, Índigo durmió toda la noche y gran parte del día siguiente y, tal y como la mujer había prometido, no tuvo pesadillas. Cuando despertó, el
Greymalkin
navegaba por un mar encrespado bajo una negra masa de nubes. Laegoy le explicó que, con aquel viento tan fuerte del sur, llevaban un considerable adelanto de tiempo; avistarían la costa del País de los Caballos dentro de dos días y llegarían a Linsk en tres.
Cuando el ventoso crepúsculo empezó a caer sobre el barco, la tripulación se reunió sobre cubierta al abrigo de unas lonas, y, recordando que la música debía ser parte del pago por su pasaje, Índigo desenfundó su arpa. Interpretó canciones marineras, salomas que todos conocían y podían cantar, y, al final, el Lamento de la Esposa de Amberland, una pieza conmovedora y hermosa creada mucho tiempo atrás por la viuda de un pescador que había visto hundirse el bote de su esposo frente al célebre Cabo de Amberland. Cuando la pieza finalizó, Laegoy, visiblemente emocionada, la abrazó con fuerza mientras los marineros golpeaban las tablas de la cubierta en ronca aprobación, y por primera vez desde aquella espantosa noche que había destrozado su vida y su mundo, Índigo sintió cómo las semillas del consuelo se agitaban en su interior. El rítmico movimiento del mar y el viento, el balanceo del
Greymalkin
mientras avanzaba con rapidez, la música, las voces de los hombres llenas de armonía... habían despertado una imprevista sensación de cordialidad y compañerismo, una sensación de que aún tenía amigos en el mundo y de que su misión, por muy solitaria y por muy dura que fuese, tenía un propósito vital y auténtico.
Pero su tranquilidad de espíritu no iba a durar. Una vez consumida la comida, Danog Uylason abrió un barril de sidra y, con las lenguas sueltas por una jarra o dos de bebida, la tripulación empezó a hablar. En alta mar, sin ver nada verde que le recordara la estación en que estaba, a Índigo le había resultado fácil olvidar que habían transcurrido meses mientras recorría la extraña y sobrenatural carretera con el emisario de la Madre Tierra, y ahora fue un gran golpe para ella escuchar los cambios que habían ocurrido en las Islas Meridionales.
Lo peor fue que sólo pudo averiguar una pequeña parte de la verdad. No se atrevía a hacer preguntas: la tripulación del
Greymalkin
sabía que era oriunda de las islas, y por lo tanto daba por sentado que sabría tanto como ellos de los acontecimientos más recientes en el remo; si no más, ya que habían estado en el mar todo el tiempo a excepción de la parte más cruda del invierno. Para evitar el riesgo de que le hicieran preguntas, Índigo fingió dormir, al tiempo que escuchaba con gran atención.
Por el momento aún no había un nuevo rey en Carn Caille. Las fiebres que habían barrido las islas a finales del verano habían sido de corta duración pero de una virulencia terrible: cientos —dedujo Índigo por la conversación de los marineros— habían muerto o habían estado a las puertas de la muerte, y las islas afectadas empezaban justo ahora a recuperarse. Y en Carn Caille los supervivientes del consejo real, descalzos y con los cabellos anudados en señal de luto, consultaban a los bardos y a las brujas del bosque, dibujaban runas y observaban los fenómenos naturales a su alrededor, en un esfuerzo por encontrar un digno sucesor de Kalig.
Se había temido que uno o más de los países vecinos que no mantenían fuertes alianzas con las Islas Meridionales intentaran aprovecharse de la tragedia para arrebatar a los habitantes del sur la supremacía en el mar. Índigo supo que el
Greymalkin
y muchos otros barcos hermanos habían pasado gran parte del invierno patrullando las rutas marítimas, no fuera a ser que los ávidos oportunistas del este o de la gran isla de Scorva intentaran imponer su fuerza. Se habían producido escaramuzas, pero ninguna lo bastante grave como para justificar una alarma general; ahora todo estaba tranquilo otra vez, y los isleños creían que se sabría el nombre del nuevo rey antes de que pasaran muchos días.