Nervios (21 page)

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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Nervios
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—No, no se han terminado. Están más bien a punto de explotar. ¿Y Jorgenson?

—Todavía nada. ¿Qué ha sucedido?

Hokusai abrió los brazos y mantuvo los ojos cerrados.

—Nada. Ya sabíamos que no iba a dar resultado, ¿no es cierto? Pronto vendrá el señor Palmer y trazaremos nuevos planes. Creo que sería mejor salir de aquí. Palmer y yo somos principalmente teóricos y, perdóneme doctor Jenkins, también usted lo es.

Jorgenson tenía a su cargo la producción. Sin Jorgenson, no hay nada que hacer.

En su interior, Ferrel estaba de acuerdo en lo de salir de allí, y rápido. Sin embargo, comprendía el punto de vista de Palmer; rendirse no era su especialidad. Además, en el caso de que la planta volara finalmente por los aires, con el consiguiente peligro para un área todavía no determinada, los grupos de presión gozarían de una oportunidad dorada para sus fines. Incluso estarían en posición de forzar al comité senatorial a ir más allá de lo previsto en el proyecto de ley que se tenía que discutir, y obligar al traslado de todas las centrales a lugares donde no se pudiera persuadir a los obreros a ir a trabajar; eso sería el triunfo total de la banda de chiflados que se empezaban en terminar con toda posibilidad de progreso en la ciencia atómica; en cambio, si por algún golpe de suerte se conseguía que la planta quedara controlada sin que se registraran mayores pérdidas en vidas o propiedades de las ya lamentadas, Palmer lograría demostrar que la manipulación de los elementos y productos atómicos podía llevarse a cabo con total seguridad, y los beneficios que los productos de la National reportarían al país volverían a imponerse a las voces discrepantes y a todos los demás riesgos. Sin embargo…

—¿Qué pasaría si explotara ese material? —preguntó.

Jenkins se encogió de hombros y se mordió el labio inferior mientras se volcaba sobre el escritorio cubierto por los símbolos garabateados de los cálculos atómicos.

—Nadie lo puede decir. Suponga que tres millones de toneladas de ese último explosivo del ejército explotaran en una billonésima de segundo. En estado normal, ese material atómico arde como el fuego, lenta y tranquilamente, dando a sus gases todo el tiempo del mundo para que se vayan desparramando de un modo ordenado. Se pueden realizar varios cálculos; según uno, el de que explota todo en el mismo momento, nos dará que el material ahí acumulado produciría un agujero que abriría el continente desde la bahía de Hudson hasta el golfo de México, y convertiría todo lo que es el Medio Oeste en un precioso mar. Según el otro, sólo arrasaría la vida en un radio de setenta y cinco kilómetros a la redonda. Podemos calcular basándonos en estos dos extremos. Esto no es una bomba de hidrógeno, ¿se da cuenta?

El doctor se estremeció. Se había imaginado la central por los aires, e incluso algunos edificios de las cercanías arrasados, pero no algo así. No había sido para él sino un asunto meramente local, pero aquella descripción no cuadraba con sus previsiones.

Ahora no le extrañaba que Jenkins se encontrase en aquel estado de tensión; no se trataba de que tuviera una imaginación desbordante, sino de que había dado muestra de gran dominio de sí mismo. El muchacho tenía un conocimiento descarnado y frío de lo que podía suceder. Ferrel miró sus rostros volcados sobre los símbolos, y decidió dejarles a solas mientras efectuaban los cálculos y los comprobaban una y otra vez para descubrir alguna rendija en el proceso.

Al parecer, el problema era insoluble si no se contaba con Jorgenson, y éste era responsabilidad suya; si la planta podía sobrevivir, él era quien tenía que proporcionar al hombre indispensable. Sin embargo, aparentemente no había solución alguna. Si hubiera ayudado en algo, habría abierto un canal de comunicación entre el cerebro y los órganos de fonación, atando fuertemente el resto del cuerpo y bloqueando todos los nervios situados por debajo del cuello, e incluso utilizando una laringe artificial en lugar de la vibración normal por las cuerdas vocales. Sin embargo, el indicador mostraba claramente la futilidad de tal esfuerzo; no habría modo de hacer pasar los impulsos cerebrales por la cantidad de material radiactivo que los deformarían. Además, tampoco podía dar por seguro que el propio cerebro no estuviera afectado.

Por fortuna para Jorgenson, la materia radiactiva se encontraba finamente repartida por toda la cabeza, y en ningún lugar había la concentración suficiente como para resultar destructivo en exceso para su cerebro; sin embargo, aquella misma buena fortuna era un inconveniente pues según la medicina no había modo de eliminar tal radiactividad. Ni siquiera tenían la esperanza de algo tan simple como que Jorgenson leyera las preguntas y las contestara mediante pestañeos.

¡Los nervios! Los de Jorgenson estaban controlados, pero Ferrel se preguntaba si los de todos los demás no se encontraban en un estado tan deprimente como los del gigantón. Era posible que en algún punto de su interior hubiera alguna solución que no se manifestaba, del mismo modo que los nervios de todos los que se hallaban en la planta estaban atenazados por un temor y una presión que les resultaba imposible dominar.

Jenkins, Palmer o Hokusai, cada uno de ellos podía lograr la solución —en el plano puramente teórico—, pero la necesidad imperiosa de hallarla podía ser lo que la ocultara.

Y con el tratamiento de Jorgenson debía estar pasando lo mismo. Aunque había intentado relajarse y dejar que su mente vagara de una cosa a otra sin ninguna coacción, para ver si así se serenaba, la necesidad de hacer algo, y de hacerlo inmediatamente, volvía una y otra vez a primer plano.

Ferrel oyó a su espalda unos pasos fatigados y al volverse se encontró con Palmer que entraba por la puerta principal. No había ninguna razón para que el gerente penetrara en el quirófano, pero aquel tipo de detalles ya se había descuidado desde hacía mucho rato…

—¿Y Jorgenson? —preguntó de entrada con su tono habitual. La cara del doctor le respondió sin palabras que no había novedades—. ¿Están ahí dentro todavía Hokusai y Jenkins?

El doctor asintió y se dirigió tras Palmer al despacho de Jenkins; era inútil, pero todavía creían que si se llenaban la cabeza con otros temas quizá descubrirían algo que se les hubiera pasado por alto en su tarea específica. Además, en el doctor funcionaba todavía la curiosidad, las ansias de saber qué estaba sucediendo. Se sentó en la silla que quedaba libre y Palmer lo hizo en una esquina del escritorio.

—¿Conoce a algún médium de confianza, Jenkins? —preguntó el gerente—. Porque si es así, estoy dispuesto a evocar el espíritu de Kellar, que era el número uno de la ciencia atómica y que tuvo que morir antes de que apareciera ese maldito isótopo R, abandonándonos sin que dispusiéramos de una buena pista sobre cuándo se nos puede escapar el problema de las manos. ¿Bueno, qué sucede?

El rostro de Jenkins estaba tenso, y su cuerpo se apoyaba rígido en la silla, pero movió la cabeza al tiempo que una mueca extraña aparecía en sus labios.

—Nada. Los nervios, supongo. Hokusai y yo hemos determinado más o menos el tiempo que tardará todo esto en saltar. No lo sabemos con total exactitud, pero por las informaciones que poseemos y la teoría general que ya existía, creemos que la explosión se producirá dentro de un período entre seis y treinta horas; lo más seguro es que sean unas diez.

—Sí, no puede tardar mucho más. ¡Ya están obligando a salir a los hombres que están allí dentro! Ni siquiera los tanques pueden colocarse en los lugares óptimos, así que estamos utilizando el edificio protector del número Tres como cuartel general; quizá dentro de media hora no nos podamos acercar ni siquiera ahí. Los indicadores de radiación ya no pueden medirla, y se está esparciendo por todas partes casi constantemente. Hace un calor terrible; ha subido a alrededor de trescientos grados y por ahora se mantiene ahí, pero es una temperatura lo bastante alta para calentar demasiado incluso el número Tres.

El doctor levantó la mirada.

—¿El número Tres?

—Sí. A ese convertidor no le ha sucedido nada; realizó todo el proceso como estaba previsto y nos ha proporcionado una buena cantidad de I-713 —Palmer sacó un cigarrillo, advirtió que tenía otro en los labios y arrojó el paquete sobre el escritorio—. Es un dato significativo, doctor; si es que salimos de ésta dispondremos de datos para saber qué fue lo que hizo reaccionar así al convertidor número Cuatro… ¡Si es que salimos de ésta!

¿Hay alguna posibilidad de hacer encajar esos factores variables, Hokusai?

Hokusai hizo un gesto de negación con la cabeza y fue de nuevo Jenkins el que contestó siguiendo las anotaciones.

—No, ninguna. En teoría, por lo menos, el isótopo R necesita un período que varía entre doce y setenta horas antes de convertirse en el isótopo de Mahler, depende de qué cadenas o subcadenas utilice para dar ese paso; todas ellas parecen igualmente buenas, y es posible que se estén dando todas en este momento, depende de la absorción de neutrones por el material que los rodea, de la concentración y cantidad de isótopo R que se amontone, e incluso de las temperaturas altas o bajas que influyan en la masa y que incidan en su actividad. Es una de esas variables, pero no hay modo de saber cuál.

—Si pudiéramos dividir la masa en porciones microscópicas… —añadió Hokusai.

—Sería fabuloso, pero hay demasiada masa, y no la podríamos deshacer en porciones lo bastante pequeñas para que resultara segura y no esparciera su energía como una lluvia de radiactividad. En el instante en que una partícula de esta masa se convierta en el isótopo de Mahler, estallará con la suficiente fuerza para hacer que otra partícula acelere su proceso y se convierta en lo mismo, y así puede proseguir tal reacción a una velocidad cercana a la de la luz. Si pudiéramos encontrar un catalizador que hiciera que primero explotaran unos, luego otros, al cabo de unos instantes, etcétera, sería fantástico… Sólo que no podemos hacerlo a menos que nos aseguremos de aislar partículas no superiores a la décima de gramo y así hasta deshacer toda la masa. Y en el caso de que nos decidamos a empezar con este sistema, estaremos expuestos a que en cualquier momento una partícula explote y se inicie el infierno; si contamos con que las cadenas más cortas no pueden convertirse en isótopos Mahler, podemos eliminarlas, pero de cualquier modo no podemos ir cortando milímetro a milímetro toda la masa ardiente que hay ahí. ¡Sería demasiado arriesgado!

Ferrel conocía vagamente la existencia de cosas como las variables, pero la teoría en que se basaban era demasiado reciente y compleja para él; había aprendido lo poco que sabía cuando los productos radiactivos iban generalmente desde el radio al plomo y tenían una vida media fija y definida; no tenía idea de los átomos superpesados que se usaban en aquellos días y que podían recorrer siete caminos diferentes para dar como resultado lo mismo. Se lo habían explicado, pero si ya resultaba complejo hablar de las corazas extras de electrones, mucho peor era lo de los escudos; los ingenieros hablaban de núcleos dobles, cadenas mesónicas y un montón de cosas parecidas, y luego volvían a estudiarlas y negaban que nada de lo anteriormente dicho fuera verdad. En una ocasión había creído entender algo a dos ingenieros que hablaban de bonos fraccionados, pero al final resultó que cada bono —fuera lo que fuese —se consideraba en términos cuánticos, y por tanto era indivisible. Hokusai y Jenkins parecían convertir todas las anteriores conversaciones que Ferrel había escuchado en balbuceos de párvulos.

No entendía nada. Así pues, se levantó y se dirigió de nuevo a donde se encontraba Jorgenson. La voz de Palmer le hizo detenerse.

—Lo sabía, claro, pero esperaba estar equivocado. En ese caso, voy a ordenar la evacuación. No vale la pena que sigamos preocupándonos más. Llamaré al gobernador e intentaré que limpie la zona alrededor de la central. Hokusai, diles a los hombres que se larguen de aquí. Sólo necesitábamos una buena cantidad de isótopo que contrarresta los efectos del isótopo R y no hay ninguna posibilidad de tenerla. Antes no tenía ningún sentido fabricar miles de kilos de I-631. En fin…

Se dirigió al teléfono, pero Ferrel se le interpuso.

—¿Y los que tengo en las camillas? Van cargados de radiactividad, y la mayoría tiene más de un gramo distribuido por su cuerpo. Están en la misma situación que el convertidor, pero no podemos dejarlos aquí y abandonarlos.

El silencio cayó sobre la sala, hasta que Jenkins lo rompió con un susurro casi inaudible.

—¡Dios mío! Qué estúpidos somos. Llevamos horas hablando del I-631 y no había caído. ¡Y ahora casi se me pasa por alto la clave mientras vosotros dos me dabais todas las pistas!.

—¿El I-631? Pero no hay suficiente. Sólo diez o doce kilos, menos quizá —dijo Hokusai—. Tardaríamos tres días y medio en producir más. No haremos nada con lo poco que tenemos, doctor Jenkins. Ya lo hemos descartado.

Hokusai aplicó una cerilla a una de las hojas garabateadas, le echó una gota de tinta y siguió viéndola arder durante unos instantes, después de lo cual la dejó caer.

—Es algo parecido. Una gota de agua para detener un incendio forestal. ¡Imposible!

—Se equivoca, Hokusai. Es una gota que pone en marcha una palanca que puede convertirse en una esperanza real, si todo va bien. Mire, doctor Ferrel, el I-631 es un isótopo que reacciona a nivel atómico con el R, lo cual ya está comprobado. Simplemente se mezclan en la masa y se convierten en elementos no radiactivos con una pequeña pérdida de calor. Es una de tantas reacciones atómicas, pero ésta es de las del tipo no violento. Simplemente se limitan a intercambiarse partículas de un modo pacífico y dan como resultado átomos más simples que resultan estables. Tenemos a mano unos cuantos kilos, y no podemos fabricar más a tiempo de auxiliar al número Cuatro, pero tenemos suficientes para tratar a todos los pacientes de la enfermería, incluido Jorgenson.

—¿Cuánto calor desprende? —el doctor despertaba de su letargo con el meticuloso pensamiento de un buen médico—. Aunque sea referido a aplicación atómica ¿lo podrá soportar el cuerpo humano?

Hokusai y Palmer casi empujaban el lápiz que Jenkins empuñaba para realizar los cálculos.

—Digamos cinco gramos para Jorgenson, para no pasarnos, y un poco menos en los demás… Tiempo para la reacción… Bueno, aquí tiene el calor total desprendido y el tiempo probable que tardará en producirse la reacción en el cuerpo humano. El isótopo es soluble en agua y lo podremos aplicar con el cloruro, así que no hay problema en cuanto a la dispersión. ¿Qué le sale, doctor Ferrel?

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