—El corazón acaba de emitir un latido, doctor.
Ferrel asintió sin que la interrupción le molestara. Las palabras, que a algunos cirujanos tanto molestaban, eran algo habitual entre su reducido equipo, y Ferrel siempre disponía de una parte de su mente reservada para ellas, mientras el resto de su atención seguía en su trabajo sin desviarse un ápice.
—Bien. Eso significa que disponemos del doble de tiempo del que creíamos.
Sus manos siguieron trabajando en primer lugar en el corazón, que era lo que más peligro ofrecía. Se preguntó si la máquina funcionaría en Jorgenson. El curare y la radiactividad que se enfrentaban en el cuerpo de aquel hombre resultaban una combinación muy extraña. La máquina tenía que controlar los nervios cercanos al órgano vital y enviar su mensaje a los músculos, mientras que el curare ejercía una acción muy complicada de paralización de los nervios y de bloqueo de los impulsos nerviosos procedentes del cerebro. ¿Sería capaz la máquina de superar aquel bloqueo químico y transmitir los impulsos nerviosos al corazón? Era posible, pues se podía graduar la potencia de tales impulsos. El único modo de saberlo a ciencia cierta era probarlo.
Brown retiró la mano del corazón y se quedó contemplándolo con expresión atónita.
—¡Late, doctor Ferrel! ¡Late por sí solo!
Ferrel asintió otra vez, aunque la mascarilla ocultó la sonrisa que distendía sus labios.
Su técnica quirúrgica no le había fallado.
¡Había realizado correctamente la operación con una única experiencia previa sobre un perro! ¡Todavía existía algo del Gran Ferrel! Inmediatamente controló el estado eufórico en que se encontraba y volvió a la normalidad, aunque en lo más hondo de su ser siguió presente su estado de exaltación, y centró todas sus energías en el problema más grave que se le presentaría a continuación a Jorgenson; en aquel momento parecía haber al menos algunas posibilidades, aunque el doctor prefería no hacerse ilusiones todavía sobre el estado en que pudiera quedar el paciente cuando fuera revivido.
El problema de conectar los músculos respiratorios a la máquina para su control era una tarea que requería menos esfuerzo pero que llevaba más tiempo. Durante aquella parte de la operación Brown dio muestras de su valía; parecía que casi le leía el pensamiento, que sabía con antelación lo que iba a necesitar, que tenía el cerebro sincronizado totalmente con las manos del doctor. Cuando por fin los pulmones empezaron a moverse por sí solos, ambos tenían casi la certeza de que sería así. El doctor movió la cabeza en gesto de satisfacción y empezó a conectar los sensores que se harían cargo de todo lo necesario y que controlarían la operación desde la máquina, que ya estaba totalmente ajustada, siguiendo probablemente las instrucciones del asistente de Kubelik, que se había mostrado en todo momento un magnífico colaborador.
Los detalles que restaban se ultimaron pronto. Ferrel le indicó a Blake que se hiciera cargo de las suturas y el trabajo final. A continuación observó las constantes vitales hasta asegurarse de que podría quitar la mascarilla de oxígeno del rostro de Jorgenson sin peligro, hizo unos ligeros ajustes finales en los controles de la máquina y por último se echó atrás, se quitó la mascarilla estéril y se despojó de los guantes.
—¡Felicidades, doctor Ferrel! —dijo la voz que había intervenido antes de la operación, en un tono gutural y extraño—. Una operación verdaderamente espléndida, magnífica.
Estuve a punto de detenerle pero me alegro de no haberlo hecho; ha sido un placer observarle, señor.
Ferrel levantó la mirada sorprendido hacia el rostro barbado y sonriente del hombre que le interrumpiera al principio de la delicada intervención, y de repente se dio cuenta de que era el propio Kubelik en persona. Empezó a murmurar unas palabras de excusa por no haber reconocido antes al famoso cirujano, pero Kubelik no dio muestras de esperar que le ofreciera explicaciones, sino que le palmeó la espalda con toda vehemencia.
—Sí, ya ve. Vine yo mismo; no tenía confianza en que nadie más que yo supiera hacer funcionar ese aparato de forma adecuada, y por fortuna me encontraba en el aeropuerto.
Ahora, aquí, cuando me ha echado a un lado antes de poder ofrecerle mi colaboración, he visto que no había tiempo para discusiones. Además, parecía usted tan seguro, se le notaba con tal confianza… Me he quedado quieto en un rincón, maldiciéndome a mí mismo. Ahora ya me puedo ir, puesto que ya no me necesita para nada; y me voy enormemente satisfecho de haberle visto actuar… No, no me diga nada. No destruya el milagro que acaba de realizar con una frase bonita. El avión me espera, señor, pero queda para siempre mi admiración hacia usted.
Ferrel todavía seguía con la vista fija en sus manos cuando el aire fue cortado por el rugido del avión al despegar. Luego observó el cuerpo que de nuevo volvía a respirar y la yugular que latía con regularidad. Aquello era todo lo que necesitaba; había sido admirado por Kubelik, aquel hombre que creía que todos los demás cirujanos eran estúpidos y bobos de remate. Durante apenas un segundo apreció aquellas palabras como un tesoro, pero casi de inmediato le quitó importancia al asunto.
—Ahora —les dijo a los demás, al tiempo que notaba sobre sus hombros la fatiga acumulada tras todos aquellos acontecimientos de las últimas veinticuatro horas —lo único que nos resta es esperar que el cerebro de Jorgenson no se haya visto afectado por las horas que pasó dentro del convertidor o por el rato que ha permanecido con la vida mantenida artificialmente. Luego intentaremos ponerle en condiciones de que pueda hablar antes de que sea demasiado tarde. ¡Que Dios nos dé tiempo! Blake, tú ya sabes lo que hay que hacer tan bien como yo mismo y no podemos estar ambos dedicados al mismo asunto. Hazte cargo de todo con las enfermeras que estén más descansadas y dedícate sobre todo a Jorgenson. A los demás que están repartidos por salas y pasillos dales lo mínimo que necesiten. ¿Ha llegado alguno más?
—Desde hace rato, no; creo que ya no han dado con más cuerpos —dijo Brown.
—Así lo espero. En ese caso, doctora, váyase a buscar a Jenkins y descansen donde les parezca, Dodd y Meyers, ustedes también. Blake, despiértanos dentro de tres horas.
Hasta entonces no son de esperar nuevos sucesos, y ahorraremos tiempo luego si dormimos un poco. ¡Atento sobre todo a Jorgenson!
El viejo sillón de cuero le sirvió de cama y, a pesar de lo fatigado que se encontraba, apenas pudo sacar provecho de aquellas tres horas de descanso, aunque puso toda su voluntad en lograrlo. Se preguntó ociosamente qué pensaría Palmer de sus medidas de seguridad tan celosas si se enterara de que Kubelik había entrado y salido con tanta facilidad de la planta. No era que le importara mucho, pues le parecía que no debía haber casi nadie que quisiera acercarse siquiera a las instalaciones.
Al parecer, en esto último estaba totalmente equivocado. Habían pasado mucho menos de las tres horas cuando le despertó el rugido de un avión de despegue y aterrizaje vertical que tomaba tierra donde lo había hecho el anterior. Sin embargo, el sueño pudo a la curiosidad. Su mente se nubló de nuevo y volvió a caer en la inconsciencia. A continuación otro ruido rasgó el aire y le hizo salir de la modorra. Era el prolongado tableteo de una ametralladora que provenía de la puerta de entrada de la planta. Hubo una pausa y otra ráfaga; un vago recuerdo entre su dormida conciencia le indicó que los disparos habían empezado antes de que el avión tomara tierra, por lo que no era posible que fuera éste el objetivo. Nuevos problemas a la vista, pensó, y aunque no parecía ser un asunto que le concerniera no pudo volver a dormirse. Se levantó y se dirigió al quirófano en el mismo momento en que un hombrecito de aspecto fantasmal irrumpía por la puerta trasera de la enfermería.
El individuo se dirigió directamente a Ferrel tras lanzar una mirada timorata a Blake, y balbució unas palabras con un sorprendente tono ceremonial que pudiera parecer divertido, pero que no llegaba a serlo por un estrecho margen; bajo la superficie de sus palabras asomaba una sensación de sinceridad innegable.
—¿Doctor Ferrel? Bueno…, el doctor Kubelik, de Mayo, nos informó que estaba usted falto de personal y de medios, que sus pacientes se amontonaban por todas partes.
Venimos algunos voluntarios: yo, otros cuatro médicos y nueve enfermeras.
Probablemente debimos consultar antes con usted, pero no hubo manera de comunicar por teléfono. Nos hemos tomado la libertad de acudir directamente con toda rapidez.
Traemos todo el material disponible y lo tenemos en el avión. Ahora lo están descargando.
Ferrel se acercó a la ventana y observó que habían bajado la rampa de cola del avión y que por allí empezaba a aparecer el equipo médico y el material. Se reprendió a sí mismo por no haber pedido ayuda cuando llamó a Mayo en busca del excitador, pero se había acostumbrado desde hacía tanto tiempo a trabajar con su reducido equipo que acaso había olvidado la pronta respuesta que los miembros de su profesión le podían brindar en ocasiones como aquella.
—¿Saben ustedes lo que se arriesgan al venir aquí? En ese caso, se lo agradezco mucho a todos ustedes y al doctor Kubelik. Tenemos por aquí unos cuarenta pacientes, todos los cuales requieren una considerable atención, aunque francamente dudo de que dispongamos de espacio suficiente para que puedan trabajar.
El hombrecito levantó el pulgar de un tirón.
—No se preocupe por eso. Cuando Kubelik interviene, lo hace a fondo. Traemos con nosotros todo lo necesario, prácticamente todo el material de un hospital atómico, aunque es posible que tengamos que instalarnos en otro lugar. Disponemos incluso de un hospital de campaña y de salas portátiles para todos los pacientes que pueda usted tener.
¿Prefiere usted que trabajemos aquí dentro o que traslademos a los pacientes al hospital de campaña y le dejemos este edificio a su equipo? ¡Ah! Kubelik le envía sus respetos, lo que es algo raro en él.
Kubelik, por lo visto, tenía una idea muy tangible de lo que eran los respetos, y los expresaba de un modo ciertamente espectacular; si era él quien dirigía aquella fuerza voluntaria, lo extraño era que no estuviera ya todo dispuesto para trabajar.
—Creo que es preferible que yo me quede en este edificio —decidió Ferrel—. Los que están por las salas recibirán mejores cuidados en su hospital portátil, y los que están por los pasillos también; aquí estamos magníficamente dotados para trabajos de emergencia, pero no acostumbramos tener a los pacientes durante mucho tiempo, por lo que no hay ninguna comodidad para tratamientos largos. El doctor Blake les acompañará y les ayudará en todo lo que pueda, además de aleccionarles sobre la rutina que seguimos aquí. También les conseguirá ayuda para montar el hospital de campaña. Una cosa más:
¿ha escuchado usted la conmoción de la entrada a la central cuando aterrizaban ustedes?
—Sí, perfectamente. Lo vimos todo: había un grupo de hombres de uniforme que disparaban ametralladoras, aunque apuntando al suelo. También había otros grupos de gente retirándose de la entrada con los puños levantados. Esperábamos un recibimiento parecido, pero, al parecer, no nos han hecho ningún caso.
Blake pegó un bufido, medio divertido.
—Seguramente les hubieran disparado si nuestro gerente no hubiera olvidado dar órdenes para repeler también cualquier intento de aproximación a la central por el aire; deben haber creído que se trataba de un asunto oficial —le hizo un gesto al hombrecito para que se le aproximara y volvió la cabeza para dirigirse a Brown por encima de su hombro—. Querida, enséñele a Ferrel los resultados mientras estoy fuera.
Ferrel se olvidó de su nuevo recluta y se abalanzó sobre la muchacha.
—¿Algo va mal?
Sue no hizo ningún comentario, pero asió un escudo protector de plomo y lo colocó sobre el pecho de Jorgenson para suprimir toda la radiación de la parte de abajo del cuerpo del ingeniero, y luego aplicó el contador de radiación sobre la garganta del paciente. El doctor echó una mirada, y no fue necesario más. Estaba claro que Blake ya había hecho todo lo posible por extraer la radiactividad de todas las partes del cuerpo que resultaban necesarias para hablar, con la esperanza de poder mantener las demás a un nivel aceptable y bloquearlas mediante anestesia local; por último, contaba con que el curare contrarrestara mientras fuera necesario los efectos de la radiación; evidentemente, Blake se había equivocado. No tenía ningún sentido tomarse el trabajo de neutralizar el efecto de la droga sólo para mantener bajo control la radiactividad que todavía seguía presente. El material radiactivo se había dispersado demasiado para intentar extraerlo mediante cirugía. ¿Qué se podía hacer entonces? El doctor no halló respuesta a su propia pregunta.
La nervuda mano de Jenkins le quitó el indicador de la mano para leerlo. Cuando el doctor levantó la cabeza, el muchacho, sorprendido, ya fruncía el ceño con preocupación.
La cara de Ferrel no se movió, y Jenkins asintió gravemente.
—Sí. Ya me lo había figurado. Y eso que lo que usted hizo fue un trabajo excelente, pero Jorgenson estaba demasiado mal. Estuve observando la operación desde la puerta y casi me convencí de que tenía posibilidades de recuperación por el modo en que se comportó usted. Sin embargo… Tendremos que hacerlo todo sin él; y Hokusai y Palmer no tienen casi ninguna experiencia práctica de lo que hay que hacer. ¿Quiere venir a mi despacho, doctor? No hay nada que podamos hacer aquí.
Ferrel siguió a Jenkins a su pequeño despacho y cruzaron la sala de espera, ahora vacía. Por lo que veía, los recién llegados trabajaban a toda velocidad.
—¿Así que no has dormido nada, eh? ¿Y Hokusai, cómo está?
—Está ahí fuera, con Palmer; si le sirve de algo, le diré que me ha prometido portarse bien… Es un tipo agradable, ese Hokusai; ya me había olvidado de lo que era hablar con un ingeniero atómico sin que se riera de mí. Y Palmer también. Me gustaría…
La cara del muchacho se iluminó un segundo con el primer indicio de orgullo que el doctor notaba desde que lo conocía. Luego, Jenkins se encogió de hombros y su expresión se desvaneció en su habitual mueca, mejillas tensas y ojos enrojecidos.
—Hemos realizado la parte más difícil, pero no se han acabado los problemas.
La voz de Hokusai venía de la puerta; el hombrecito entró en el despacho y se sentó con sumo cuidado en una de las tres sillas.