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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (9 page)

BOOK: Niebla roja
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Cojo el maletín, saco mi iPad mientras la lluvia machaca constantemente el techo de metal, apagó los limpiaparabrisas y los faros, pero dejo entreabiertas las ventanillas y el motor en marcha. Pincho la tecla del navegador, me conecto a internet y busco el nombre de Lola Daggette. Leo un artículo publicado en el Atlanta JournalConstitution el pasado noviembre: la asesina de savannah pierde la apelación final La Corte Suprema de Georgia negó un aplazamiento de urgencia a una mujer condenada y sentenciada a muerte hace casi nueve años por los asesinatos espeluznantes de un médico de Savannah, su esposa y sus dos hijos pequeños, lo que despejó el camino de la ejecución.

Lola Daggette fue declarada culpable de irrumpir en la mansión de tres pisos de Clarence Jordan en el distrito histórico de Savannah, en las primeras horas de la madrugada del 6 de enero de 2002.

De acuerdo con la fiscalía y la policía, atacó al médico de treinta y cinco años de edad, y a su esposa Gloria, de treinta, en la cama. Les apuñaló repetidamente con un cuchillo antes de continuar por el pasillo hasta el dormitorio de su hijo e hija mellizos. Se cree que Brenda, de cinco años, se despertó al oír los gritos de su hermano y trató de escapar corriendo escaleras abajo. Su cuerpo, vestido con un pijama, lo encontraron cerca de la puerta. Como sus padres y su hermano Josh, había sido apuñalada y cortada con tanto salvajismo, que casi acabó decapitada.

Varias horas después de los homicidios, Lola Daggette, de dieciocho años, regresó a la residencia no vigilada, donde participaba en un programa de rehabilitación para drogodependientes. Un miembro del personal descubrió a Daggette en el baño cuando lavaba unas prendas ensangrentadas. El ADN confirmó más tarde su conexión con los asesinatos.

Hoy, tras la decisión de la Corte Suprema, todos los recursos estatales, federales y de hábeas corpus de Daggette se han agotado y se espera que su ejecución por inyección letal en la prisión para mujeres de Georgia tenga lugar en la primavera.

En otros artículos que ojeo, su abogado defensor afirmó que ella tenía un cómplice y fue esta persona quien cometió los homicidios. Lola Daggette nunca entró en la mansión de Jordania, sino que esperó afuera mientras su cómplice cometía el robo, dijeron los abogados. La única base para la defensa era la supuesta existencia de un cómplice que nunca fue descrito físicamente ni identificado, alguien que le pidió prestado a Lola algunas de sus prendas de ropa y después le dijo que se deshiciera de ellas o las limpiase, quizá con la intención de convertirla en autora de los crímenes. Lola nunca subió al estrado, y veo por qué un jurado tardó menos de tres horas en declararla culpable.

El cumplimiento de la sentencia se había fijado para abril pasado, pero se le concedió un aplazamiento después de que una ejecución fallida requiriese una segunda dosis de sustancias químicas letales y el condenado tardase el doble del tiempo en morir.

Como resultado, un juez federal postergó la ejecución de Lola Daggette y otros cinco reclusos en la prisión estatal de la costa, porque necesitaba tiempo para decidir si los procedimientos para la inyección letal en Georgia no hacían que los condenados corriesen el riesgo de una muerte prolongada y dolorosa, lo que resultaría un castigo cruel e inusual. Se suponía que las ejecuciones en Georgia se reanudarían en octubre y Lola Daggette tal vez sería la primera en morir.

Continúo sentada en la camioneta bajo la lluvia, perpleja. Si Lola Daggette no cometió los asesinatos, pero sabe quién lo hizo, ¿por qué continuaba protegiendo al verdadero asesino después de todos estos años? ¿Faltaban unos pocos meses para la ejecución y seguía sin hablar? O quizá lo hizo. Jaime Berger ha estado en Savannah. Ella entrevistó a Lola Daggette. Es posible que también entrevistase a Kathleen Lawler, a quien puede haberle prometido una pronta liberación, pero ¿cómo es que esto entra bajo la jurisdicción de la ayudante del fiscal de un condado de Manhattan, a menos que los homicidios de Jordan y quizá de Dawn Kincaid estén relacionados con un delito sexual en la ciudad de Nueva York?

Todavía más, si Jaime tiene un interés en Kathleen y su diabólica hija Dawn, ¿por qué Jaime no me ha llamado? Al parecer, me digo a mí misma, ella acaba de hacerlo, cuando miro el pequeño trozo de papel plegado en el asiento del pasajero, y entonces pienso en los hechos violentos del pasado mes de febrero, cuando casi me matan. No se rompió el silencio de Jaime. No llamó. No envió un email. No se molestó en saber cómo estaba. A pesar de que nunca fuimos amigas cercanas, su aparente indiferencia fue dolorosa y sorprendente.

Devuelvo el iPad al maletín, saco la tarjeta Visa del billetero y salgo de la camioneta, y las grandes gotas de lluvia frías me empapan la cabeza descubierta. Levanto el auricular del teléfono público, marco el cero y el número que Kathleen Lawler escribió en la cometa. Paso la tarjeta de crédito y se establece la llamada. Jaime Berger atiende casi al instante.

7

—Soy Kay Scarpetta —comienzo, y ella me interrumpe con su voz fuerte y clara.

—Espero que todavía estés dispuesta a pasar la noche aquí.

—¿Perdón? —Debe de creer que soy otra persona—. ¿Jaime? Soy Kay.

—Tu hotel está a poca distancia del mío. —Jaime Berger suena como si tuviese prisa, no es grosera, sino impersonal y brusca, y no está dispuesta a dejarme meter baza—. Pasa primero por recepción y después iremos a comer algo.

Es evidente que no quiere hablar, quizá no está sola. Esto es absurdo. No quedas en verte con alguien cuando no sabe de qué se trata, me digo a mí misma.

—¿Dónde? —pregunto.

Jaime me da una dirección que está a unas cuantas calles del frente fluvial de Savannah.

—Me hace mucha ilusión —añade—. Nos vemos.

A continuación llamo a Lucy mientras un hombre con pantalones vaqueros cortados a media pierna y una gorra de béisbol sale de un Suburban dorado polvoriento. No me mira cuando camina hacia mí mientras saca una billetera del bolsillo trasero.

—Tengo que preguntarte algo —le digo de inmediato cuando mi sobrina atiende, y hago el esfuerzo de no parecer frustrada—. Sabes que no es mi intención espiar o interferir en tu vida privada.

—No es una pregunta —dice Lucy.

—Dudaba en llamarte por esto pero ahora debo hacerlo. No parece ser un secreto que estoy aquí. ¿Entiendes dónde quiero ir a parar?

Le doy la espalda al hombre de la gorra de béisbol que saca dinero del cajero automático a mi lado.

—Tal vez podrías ser un poco menos misteriosa. Suena como si estuvieras dentro de un bidón de metal.

—Te llamo desde un teléfono público delante de una armería.

Y está lloviendo.

—¿Qué demonios estás haciendo en una armería? ¿Qué pasa?

—Jaime —respondo y añado—: No pasa nada. Que yo sepa.

—¿Qué ha pasado? —pregunta mi sobrina después de una larga pausa.

Me doy cuenta por su vacilación y el tono de voz que no tiene ninguna información para mí. No sabe que Jaime está en Savannah. Lucy no es la razón por la que Jaime sabe de alguna manera que estoy aquí y por qué y dónde me hospedo.

—Solo quiero asegurarme de que no le mencionaste que venía a Savannah —contesto.

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué está pasando?

—No estoy segura. De hecho, una respuesta más precisa es que no lo sé. ¿Pero tú no has hablado con ella hace poco?

—No.

—¿Alguna razón para que lo hiciera Marino?

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué maldita razón tendría para hablar con ella? —Lucy lo dice como si fuera una traición enorme de Marino, que había trabajado para Jaime, hablar con ella sobre cualquier cosa—. ¿Para tener una charla amistosa y divulgar información privada sobre lo que estás haciendo? De ninguna manera. No tendría sentido —añade y sus celos son palpables.

No importa lo atractiva y formidable que sea mi sobrina. No cree que pueda ser la persona más importante para nadie. Yo la llamaba «mi monstruo de ojos verdes», porque tiene los ojos más verdes que he visto nunca y puede ser monstruosamente inmadura, insegura y celosa. No puedes tratar con ella cuando se pone así.

Piratear en los ordenadores es para ella tan fácil como abrir un armario, y no le preocupa espiar o vengarse de las personas por lo que ella percibe como crímenes en su contra, o de alguien a quien ama.

—Por supuesto espero que no le divulgue información a ella ni a nadie —señalo, y deseo que el hombre de la gorra de béisbol termine de una vez en el cajero automático. Se me ocurre que podría estar espiando mi conversación—. Si Marino dijo algo —agrego—, lo sabré muy pronto.

La oigo teclear.

—Vamos a ver. Estoy en su correo electrónico. No. No parece haber nada para ella o de ella.

Lucy es la administradora del sistema del CFC y puede acceder a cualquier comunicación o archivo en el servidor, incluyendo los míos. Puede acceder virtualmente a todo lo que quiera, y punto.

—Nada reciente —dice luego, y me imagino que está haciendo una búsqueda, que repasa los correos electrónicos de Marino—. No veo nada para este año.

Me indica que no ve ninguna prueba de que Marino haya estado en contacto con Jaime vía email desde que Jaime y Lucy rompieron. Pero eso no significa que Marino y Jaime no hayan tenido contacto por teléfono o por otros medios. Él no es ingenuo. Sabe que Lucy puede verlo todo en el ordenador del CFC.

También sabe que, incluso si no tiene acceso legal, miraría de todos modos si tiene ganas de hacerlo. Si Marino ha estado en contacto con Jaime y no me lo mencionó, me preocuparé mucho.

—¿Te importaría preguntárselo? —le pregunto a Lucy mientras me froto las sienes; me late la cabeza.

Le importa. Oigo su resistencia cuando dice:

—Por supuesto. Puedo hablar con él, pero todavía está de vacaciones.

—Entonces, por favor, interrumpe su excursión de pesca.

Cuelgo en el momento en que el hombre de la gorra de béisbol desaparece dentro de la armería, y decido que no me prestaba atención, que no soy de ningún interés para él, y estoy siendo algo paranoica. Sigo la acera más allá de la ferretería, y advierto lo que parece ser el mismo Mercedes negro con la pegatina «Buzo de la marina» aparcado delante de la Farmacia Monck’s.

Pequeña y abarrotada, sin otros clientes a la vista, es una reminiscencia de una tienda rural con los productos para la atención domiciliaria como muletas, tacatacas, medias de presión y sillas con asientos elevadores. Carteles amables por todas partes anuncian fórmulas magistrales y reparto a domicilio en el mismo día, y yo observo los estantes de los analgésicos mientras trato de encontrar cualquier razón plausible del interés de Jaime Berger por Lola Daggette.

Lo que no dudo es que Jaime es implacable. Si Lola Daggette tiene información que es importante por alguna razón, Jaime hará todo lo posible para asegurarse de que la asesina convicta no se la llevará a la tumba. No se me ocurre otra explicación para la visita de Jaime a la GPFW, pero lo que no puedo entender es cómo entró en la ecuación y por qué. Bueno, estás a punto de descubrirlo, me digo a mí misma, y llevo un frasco de Advil al mostrador, donde no hay nadie que atienda. En un par de horas sabrás lo que hay que saber. Decido que una botella de agua sería una buena idea y vuelvo a la sección refrigerada, donde al final me inclino por una botella de té frío, regreso al mostrador y espero.

Un hombre mayor con una bata blanca está ocupado en la trastienda contando las pastillas indicadas en una receta, no veo a nadie más, y espero. Abro el Advil, saco tres cápsulas de gel, y las trago con el té frío mientras crece mi impaciencia.

—Perdone —me anuncio.

El farmacéutico apenas me mira y llama en voz alta a alguien detrás de él.

—¿Robbi, puede ir a la caja?

Cuando no obtiene respuesta deja lo que está haciendo y se acerca al mostrador.

—Lo siento. No me he dado cuenta de que soy el único que queda aquí. Supongo que todo el mundo está ocupado con el reparto de entregas o tal vez es de nuevo la hora del descanso. ¿Quién sabe? —Me sonríe mientras acepta mi tarjeta Visa—. ¿Algo más?

Ha dejado de llover cuando vuelvo a la camioneta y me doy cuenta de que el Mercedes negro se ha ido. El sol atraviesa las nubes en el momento en que reanudo el viaje, y el pavimento mojado brilla con la luz del sol. Entonces aparece a la vista la ciudad vieja, casas bajas de ladrillos y piedra que se extienden hasta el río Savannah, y en la distancia, recortada contra el cielo nublado, la conocida silueta del Talmadge Memorial Bridge que me llevaría a Carolina del Sur, si ese fuese mi destino. Imagino lugares espléndidos como Hilton Head y Charleston, el apartamento que Benton había tenido en Sea Pines, y la casa histórica, con su exuberante jardín que una vez fue mía.

Gran parte de mi pasado tiene sus raíces en el sur profundo y mi humor es nostálgico y nervioso cuando llego a la Custom House de granito gris y al Ayuntamiento con la cúpula dorada, y después a mi hotel, un anodino Hyatt Regency sobre el río, donde están amarrados los remolcadores y barcos de excursión. En la orilla opuesta está el lujoso Westin Resort, y más abajo, las grúas parecen gigantescas mantis religiosas sobresaliendo por encima de los astilleros y los almacenes, el agua plana y verdosa, como de vidrio viejo.

Salgo de la camioneta y me disculpo con el aparcacoches que se ve muy caribeño con su chaqueta blanca y bermudas negras. Le advierto del poco fiable y ruidoso vehículo de alquiler, y me siento obligada a hacerle saber que no era lo que reservé, que va dando bandazos por la carretera y los frenos no van bien, mientras recojo mi bolsa de viaje y otras pertenencias. Una brisa caliente mueve las hojas de los robles, las magnolias y las palmeras, y el ruido de los coches en el pavimento de ladrillos suena como la lluvia, que ha cesado del todo, el cielo con parches de color azul mientras el sol se hunde y se extienden las sombras. Esta parte del mundo, donde he estado muchas veces antes, debería ser un respiro bienvenido y una indulgencia. En cambio, uno se siente inseguro. Se siente como quien tiene algo que temer. Ojalá Benton estuviese aquí. Desearía no haber venido, haberle escuchado.

Debo encontrar a Jaime Berger sin demora.

El vestíbulo es el típico de la mayoría de los hoteles Hyatt en que me he alojado: un gran atrio rodeado de seis plantas de habitaciones. Mientras subo en el ascensor de cristal, repaso la conversación que acabo de tener con la recepcionista, una joven que afirmó que mi reserva había sido cancelada horas antes. Cuando dije que no era posible, respondió que ella misma había recibido la llamada, poco después de haber comenzado su turno a mediodía. Un hombre llamó y canceló. Quien fuese tenía mi número de reserva y la información correcta, y se deshizo en disculpas.

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