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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (18 page)

BOOK: No abras los ojos
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Lo consideró, pareció incómodo al responder.

—Yo lo interrumpí. —Cerró los ojos un momento. Pareció tomar una decisión—. En mi opinión, ella no estaba interesada en la terapia. Solo estaba interesada en estar aquí.

—¿Aquí? ¿En su propiedad?

—Se presentaba media hora antes a las sesiones, luego se entretenía al terminar, supuestamente fascinada con el paisaje, las flores o lo que fuera. La cuestión es que su atención siempre iba allí donde estaba Héctor. Pero ella no lo reconocía, lo cual hacía que sus palabras conmigo fueran falsas e inútiles. Así que dejé de verla después de seis o siete sesiones. Estoy corriendo un riesgo al decirle esto, pero parece un hecho importante si ella estaba mintiendo sobre la duración del tratamiento. La verdad es que ella dejó de ser mi paciente al menos nueve meses antes de su desaparición.

—¿Podría haber estado viendo a Héctor en secreto todo ese tiempo, diciéndole a su marido que venía a sesiones con usted?

Ashton respiró hondo y soltó el aire lentamente.

—Detestaría reconocer que algo tan descarado estaba ocurriendo delante de mis narices, aquí mismo, en esa maldita cabaña. Pero es coherente con el hecho de que los dos huyeran juntos… después.

—Este Héctor Flores—dijo Gurney de repente—, ¿qué clase de persona imagina que era?

Ashton se estremeció.

—¿Se refiere a cómo es posible que siendo psiquiatra pudiera estar equivocado hasta tal punto respecto a alguien al que estuve observando a diario durante tres años? La respuesta es embarazosamente simple: ceguera en la persecución de un objetivo que se había convertido en demasiado importante para mí.

—¿Qué objetivo era ese?

—La educación y el desarrollo de Héctor Flores. —Ashton puso cara de haber probado algo amargo—. Su notoria evolución de jardinero a erudito iba a ser el tema de mi siguiente libro, una exposición del poder de la educación sobre la naturaleza.

—Y después de eso—dijo Gurney con más sarcasmo del que pretendía—, ¿un segundo libro bajo otro nombre que demoliera el argumento de su primer libro?

Los labios de Ashton se alargaron en una fría sonrisa a cámara lenta.

—Ha tenido una conversación muy instructiva con Marian.

—Lo cual me recuerda otra cosa que quería preguntarle. Sobre Carl Muller. ¿Es consciente de su estado emocional?

—No como profesional.

—Como vecino, entonces.

—¿Qué es lo que quiere saber?

—Dicho con sencillez: quiero saber lo loco que está.

Una vez más Ashton presentó su sonrisa carente de humor.

—Basándome en las cosas que he oído, supongo que está en plena evasión de la realidad. En concreto, de la realidad adulta. De la realidad sexual.

—¿Todo eso lo deduce de que juega con trenes eléctricos?

—Hay una pregunta clave que uno debe hacerse sobre la conducta inapropiada: ¿hay una edad en la cual esa conducta sería apropiada?

—No sé si le entiendo.

—La conducta de Carl parece apropiada para un chico prepubescente. Eso sugiere que podría ser una forma de regresión en la cual el individuo vuelve al último momento seguro y feliz de su vida. Diría que Carl ha regresado a un tiempo de su vida antes de que las mujeres y el sexo entraran a formar parte de la ecuación, antes de que experimentara el dolor de que una mujer lo engañara.

—Está diciendo que, de alguna manera, descubrió la aventura de su mujer con Flores y eso lo llevó a caer al abismo.

—Es posible, si ya fuera frágil con antelación. Es coherente con su conducta actual.

Un banco de nubes, que se habían materializado como por ensalmo en el cielo azul, pasó gradualmente delante del sol, lo que hizo que la temperatura en el patio bajara al menos diez grados. Ashton no pareció notarlo. Gurney metió las manos en los bolsillos. Mala circulación en los dedos y consiguiente sensibilidad al frío: otro recordatorio de que los genes de su padre dominaban más su cuerpo con cada año que pasaba.

—¿Un descubrimiento como ese podría bastar para que la matara? ¿O matara a Flores?

Ashton torció el gesto.

—¿Tiene alguna razón para creer que Kiki y Héctor estén muertos?

—Ninguna, salvo por el hecho de que ninguno de los dos ha sido visto en los últimos cuatro meses. Pero tampoco tengo pruebas de que estén vivos.

Ashton miró su reloj, un antiguo Cartier bien bruñido.

—Está pintando una imagen complicada, detective.

Gurney se encogió de hombros.

—¿Demasiado complicada?

—No me corresponde decirlo. No soy psicólogo forense.

—¿Qué es?

Ashton pestañeó, quizá por lo abrupto de la pregunta.

—¿Perdón?

—¿Su campo de especialización…?

—Conducta sexual destructiva, sobre todo abuso sexual.

Era el turno de pestañear de Gurney.

—Tenía la impresión de que era director de una escuela para chicas con problemas.

—Sí. Mapleshade.

—¿Mapleshade es para chicas de las que han abusado sexualmente?

—Lo siento, detective. Está abriendo un tema del que no se puede hablar en poco tiempo sin el riesgo de que haya malentendidos, y ahora no tengo tiempo para tratarlo con detalle. Quizás otro día. —Miró otra vez su reloj—. La cuestión es que tengo dos citas esta tarde y he de prepararme. ¿Tiene preguntas más sencillas?

—Dos. ¿Es posible que estuviera equivocado con respecto a que Héctor Flores fuera mexicano?

—¿Equivocado?

Gurney esperó.

Ashton pareció agitado, se movió hasta el borde de la silla.

—Sí, podría estar equivocado con eso, junto con todo lo demás que he pensado sobre él. ¿Segunda pregunta?

—¿Significa algo para usted el nombre de Edward Vallory?

—¿Se refiere al mensaje de texto en el teléfono de Jillian?

—Sí. «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory.»

—No. El primer investigador del caso me lo preguntó. Le dije entonces que no me era un nombre familiar y sigue siendo así. Me dijeron que la compañía de teléfonos rastreó el mensaje hasta llegar al teléfono móvil de Héctor.

—Pero ¿no tiene ni idea de por qué usaría el nombre de Edward Vallory?

—Ninguna. Lo siento, detective, pero he de prepararme para mis citas.

—¿Puedo verle mañana?

—Estaré todo el día en Mapleshade, con la agenda llena.

—¿A qué hora se va por la mañana?

—¿De aquí? A las nueve y media.

—¿Qué le parece a las ocho y media, pues?

La expresión de Ashton vagó entre la consternación y la preocupación.

—Muy bien. Entonces, a las ocho y media de la mañana.

De camino a su coche, Gurney miró al fondo del patio. El sol ya se había puesto, pero la ramita metrónomo de Hobart Ashton todavía se movía adelante y atrás con un ritmo lento y monótono.

21
Un consejo

M
ientras Gurney conducía por Badger Lane bajo un cielo cada vez más nublado, las casas que le habían parecido pintorescas bañadas por la luz del sol ahora parecían lúgubres y cautelosas. Estaba ansioso de alcanzar el espacio abierto de Higgles Road y los valles bucólicos que se extendían entre Tambury y Walnut Crossing.

La decisión de Ashton de terminar la entrevista y obligarlo a un viaje más no le molestó en absoluto. Así le daría tiempo para digerir sus primeras impresiones en directo del hombre, junto con las opiniones ofrecidas por sus extraordinarios vecinos. Tener la oportunidad para organizarlo todo en su mente le ayudaría a empezar a trazar conexiones y reunir las preguntas adecuadas para el día siguiente. Decidió que se dirigiría directamente al Quick-Mart de la ruta 10, se tomaría la taza de café más grande que ofrecieran y tomaría algunas notas.

Al atisbar el cruce de la granja en ruinas de Calvin Harlen, vio que un coche negro estaba bloqueando la carretera, atravesado. Dos hombres jóvenes y musculosos con idéntico pelo rapado, gafas de sol, tejanos negros y cortavientos brillantes estaban apoyados contra el lateral del coche, observando como Gurney se aproximaba. Que el coche fuera un Ford Crown Victoria sin identificar, un vehículo policial tan obvio como un coche patrulla que hiciera atronar su sirena, hizo que las identificaciones de la Policía del estado que los hombres llevaban en las chaquetas no constituyeran ninguna sorpresa.

Se acercaron hasta Gurney, uno a cada lado de su coche.

—Carné y papeles—dijo el que estaba junto a la ventana de Gurney en un tono no demasiado amistoso.

Gurney ya había sacado su billetera, pero en ese momento dudó.

—¿Blatt?

La boca del hombre se retorció como si una mosca hubiera aterrizado en ella. Lentamente se quitó las gafas, logrando inyectar amenaza a la acción. Sus ojos eran pequeños y desafiantes.

—¿De dónde le conozco?

—Del caso Mellery.

Sonrió. Cuanto más amplia era la sonrisa, más desagradable se volvía.

—Gurney, ¿verdad? El genio de la ciudad de la mierda. ¿Qué coño está haciendo aquí?

—De visita.

—¿A quién visita?

—Cuando sea apropiado compartir esa información con usted, lo haré.

—¿Apropiado? ¿Apropiado? Salga del coche.

Gurney cumplió la orden sin perder la calma. El otro oficial había rodeado el coche por detrás.

—Ahora, como he dicho, carné y papeles.

Gurney abrió la cartera, entregó los dos documentos a Blatt, que los examinó con sumo cuidado. Blatt volvió al Crown Victoria, entró y empezó a marcar teclas en el ordenador del coche. El agente situado detrás del coche estaba vigilando a Gurney como si fuera a echar a correr por Higgles Road hacia las zarzas. Gurney sonrió con gesto cansado y trató de leer la identificación del hombre, pero el plástico estaba reflejando la luz. Renunció y decidió presentarse:

—Soy Dave Gurney, detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York retirado.

El agente asintió ligeramente. Pasaron varios minutos. Luego varios más. Gurney se apoyó en la puerta del coche, cruzó los brazos y cerró los ojos. No le gustaban los retrasos inútiles, y la complejidad del día lo estaba agotando. Su paciencia legendaria se estaba terminando. Blatt volvió y le entregó sus cosas como si le pusiera enfermo sostenerlas.

—¿A qué ha venido aquí?

—Eso ya me lo ha preguntado.

—Muy bien, Gurney, voy a dejarle algo claro: hay una investigación de Homicidios en marcha. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Un caso de asesinato. Cometerá un gran error si se entromete. Obstrucción a la justicia. Entorpecimiento de la investigación de un crimen. ¿Capta el mensaje? Así que se lo preguntaré una vez más: ¿qué está haciendo en Badger Lane?

—Lo siento, Blatt, es un asunto privado.

—¿Me está diciendo que no está aquí por el caso Perry?

—No estoy diciendo nada.

Blatt se volvió hacia el otro agente, escupió en el suelo y señaló con el pulgar hacia Gurney.

—Este es el tipo que casi logró que nos mataran a todos al final del caso Mellery.

La estúpida acusación estuvo peligrosamente cerca de pulsar un botón en Gurney que la mayoría de la gente no sabía que existía.

Quizás el otro agente sintió vibraciones peligrosas, tal vez ya conocía de antes la animadversión de Blatt o quizá, se le encendió por fin una lucecita.

—¿Gurney?—preguntó—. ¿No es ese el tipo con las distinciones especiales del Departamento de Policía de Nueva York?

Blatt no respondió, pero algo en la pregunta cambió el camino por el que estaba yendo la conversación. Miró sin ánimo a Gurney.

—Un consejo: ¡largo de aquí! Lárguese de aquí ahora mismo. Si se le ocurre respirar cerca de este caso, le garantizo que lo acusaré de obstrucción a la justicia. —Levantó la mano y bajó el dedo índice como si fuera un martillo.

Gurney asintió.

—Le he oído, pero… tengo una pregunta. Supongamos que descubro que todas sus suposiciones sobre este asesinato son mentira. ¿A quién debería contárselo?

22
Spiderman

E
l café de camino a casa fue un error. El cigarrillo fue una equivocación aún mayor.

El café de la gasolinera se había concentrado con el tiempo y la evaporación en un líquido cargado de cafeína, de color alquitrán y sin el menor gusto a café. Gurney se lo tomó de todos modos: un ritual reconfortante. No tan reconfortante fue el impacto de la cafeína en sus nervios cuando la primera carga de estimulación dio paso a una vibrante ansiedad que exigía un cigarrillo. Pero eso, también, venía con sus pros y sus contras: una breve sensación de tranquilidad y libertad, seguida por pensamientos tan plomizos como las desesperantes nubes. El recuerdo de algo que un terapeuta le había dicho quince años antes: «David, te comportas como dos personas diferentes. En tu vida profesional, tienes impulso, determinación, dirección. En tu vida personal, eres un barco sin timón». En ocasiones tenía la ilusión de hacer progresos: dejar de fumar, vivir una mayor parte de su vida al aire libre, concentrarse en el aquí y ahora y en Madeleine. Pero sus expectativas de cambio fracasaban inevitablemente y volvía a caer en lo que siempre había sido.

Su nuevo Subaru no tenía cenicero, así que se las tenía que apañar con la lata de sardinas escurrida que tenía en el coche para ese propósito. Al aplastar la colilla en ella, recordó de repente otro claro ejemplo de fracaso en su vida personal, otro punzante recordatorio de una mente a la deriva: se había olvidado de la cena.

Su llamada a Madeleine—omitiendo su lapsus de memoria y el hecho de que no podía recordar quién iba a su casa a cenar, preguntando solo si quería que comprara algo de camino a casa—no le dejó una sensación mejor. Tenía la impresión de que ella sabía que se había olvidado, que estaba tratando de enmendarlo. Fue una llamada corta con largos silencios. Su conversación final:

—¿Quitarás de la mesa del comedor los expedientes del asesinato cuando llegues a casa?

—Sí, ya te dije que lo haría.

—Bien.

Para el resto del viaje, la mente inquieta de Gurney patinó en torno a un conjunto de preguntas insidiosas: ¿por qué estaba esperándolo Arlo Blatt al pie de Badger Lane? Antes no había allí ningún coche de vigilancia. ¿Lo habían avisado de que alguien estaba haciendo preguntas? ¿De que era precisamente Gurney el que estaba haciendo preguntas? Pero ¿a quién le importaría tanto como para llamar a Blatt? ¿Por qué Blatt estaba tan ansioso por sacarlo del caso? Y aquello trajo consigo otra pregunta sin respuesta: ¿por qué Jack Hardwick estaba tan ansioso por que participara en aquel caso?

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