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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (13 page)

BOOK: No abras los ojos
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Tenía a la vista el reloj colgado sobre la encimera, pero ella no. La hora, 22.55, también aparecía en la pantalla del ordenador que tenía delante.

—¿Qué estás haciendo?—preguntó Madeleine. Sonó más a desafío que a pregunta.

Él vaciló.

—Solo estaba tratando de dar sentido a este material.

—Hum. —Fue como una risa sin humor, monosilábica.

Dave trató de devolverle la mirada fija, pero le costó.

—¿Qué estás pensando tú?—preguntó.

—Estoy pensando que la vida es corta—dijo ella por fin, del modo en que lo haría alguien que se ha encontrado cara a cara con una verdad triste.

—Y por lo tanto…—le instó él, tratando de atravesar el extraño humor de su mujer.

Ella parecía estar sopesando su tono, sus palabras.

Justo cuando concluyó que Madeleine no iba a responderle, lo hizo.

—Por lo tanto nos estamos quedando sin tiempo. —Ladeó la cabeza, o quizá fue un pequeño espasmo involuntario, y lo miró con curiosidad.

«¿Tiempo para qué?», estuvo tentado de preguntar Gurney, sintiendo el impulso de convertir esa conversación deslavazada en una discusión más manejable, pero algo en los ojos de su mujer lo detuvo. En cambio, preguntó:

—¿Quieres que hablemos de eso?

Ella negó con la cabeza.

—La vida es corta. Nada más. Es algo que se ha de considerar.

15
Blanco y negro

V
arias veces durante la hora que siguió a la visita de Madeleine a la cocina, Gurney estuvo a punto de entrar en el dormitorio para averiguar qué había querido decir. Sin embargo, su atención regresó cada vez, como un reflejo, a los informes de interrogatorios que tenía delante.

De vez en cuando, durante breves periodos, Madeleine parecía ver las cosas a través de una lente oscura. Era como si el foco de su visión se desplazara a un lugar yermo y viera en ello un paradigma del paisaje completo. Pero al cabo de poco, su foco se ampliaba de nuevo, su alegría y su pragmatismo regresaban. Había ocurrido de la misma manera antes, así que sin duda volvería a suceder. Pero, por el momento, su actitud lo desconcertaba, lo cual le creaba un agujero en el estómago, una sensación de ansiedad de la que quería escapar. Fue a la despensa, se puso una chaqueta ligera y salió a través de la puerta lateral a la noche sin estrellas.

En algún lugar por encima del día nublado, un atisbo de luna impedía que la oscuridad fuera total. En cuanto logró discernir la silueta del sendero a través de las hierbas crecidas, lo siguió por una suave pendiente hasta el banco erosionado situado frente al estanque. Se sentó, observando y escuchando, y sus ojos distinguieron poco a poco unas siluetas oscuras, bordes de objetos, quizá partes de árboles, pero nada lo bastante claro para identificarlo con seguridad. Entonces, al otro lado del estanque, quizá veinte grados fuera de su campo de visión, notó un ligero movimiento. Cuando miró directamente a ese lugar, las formas oscuras, como mucho indistintas—grandes arbustos pinchudos, ramas que se combaban, aneas que crecían en terrones enredados al borde del agua y lo que pudiera haber allí—se mezclaron de manera informe. Sin embargo, cuando apartó la mirada, justo al lado de donde pensaba que se había producido el movimiento, lo vio otra vez: casi con certeza un animal de alguna clase, quizá del tamaño de un ciervo pequeño o de un perro grande. Volvió a mirar y desapareció una vez más.

Comprendía qué significa aquello. Era la razón de que uno pudiera ver una estrella tenue sin mirarla directamente, sino justo al lado. Y el animal, si era eso lo que había visto, si es que había visto algo, era, casi seguro, inofensivo. Aunque fuera un oso pequeño: los osos en los Catskills no representaban peligro para nadie, menos para alguien sentado en silencio a un centenar de metros. Y sin embargo, en un nivel de percepción primario, había algo siniestro en un movimiento no identificable en la oscuridad.

Era una noche sin viento, silente, con una calma absoluta, pero para Gurney distaba mucho de ser pacífica. Se daba cuenta de que era probable que este déficit residiese en su propia mente más que en la atmósfera que lo rodeaba, era más atribuible a la tensión que había en su matrimonio que a las sombras en el bosque.

La tensión en su matrimonio. No era perfecto. Habían estado dos veces a punto de separarse. Dieciséis años antes, cuando mataron a su hijo de cuatro años en un accidente del que él mismo se sentía responsable, Gurney se había convertido en un cubo de hielo emocional con quien resultaba casi imposible convivir. Y justo diez meses antes, su inmersión obsesiva en el caso Mellery no solo estuvo a punto de terminar con su matrimonio, sino también con su vida.

No obstante, le gustaba pensar que los problemas que Madeleine y él tenían eran simples, o al menos que la comprendía. Para empezar, ocupaban espacios radicalmente diferentes en el gráfico de personalidad de Myers-Briggs. Para comprender algo, él echaba mano de la reflexión; ella, de los sentimientos. Él estaba fascinado por conectar los puntos; ella, por los puntos en sí. A él le daba energía la soledad, le agotaba el compromiso social; y a ella le ocurría lo contrario. Para él, observar solo era una herramienta que permitía obtener un juicio más claro; para ella, juzgar era solo una herramienta para lograr una observación más precisa.

Desde el punto de vista de los test psicológicos tradicionales, ambos tenían muy poco en común. Sin embargo, compartían algo, algo en su forma de ver a la gente o lo que pasaba, una sensación de ironía compartida, una idea común de lo que era emotivo, de lo que era divertido, de lo que era bello, de lo que era honesto y de lo que era deshonesto. Una sensación de que el otro era único y más importante que ninguna otra persona. Una chispa que Gurney, en sus momentos más afectuosos y confusos, creía que era la esencia del amor.

Así que allí estaba: la contradicción que describía su relación. Eran grave, conflictiva y, en ocasiones, miserablemente diferentes, pero, sin embargo, estaban unidos por ciertos momentos de intuición y afecto compartidos. El problema era que…, desde su traslado a Walnut Crossing, aquellos momentos habían sido escasos y muy espaciados en el tiempo. Hacía mucho que no se daban un abrazo de verdad, de los que parecía que cada uno de ellos sostuviera el objeto más precioso del universo.

Perdido en tales pensamientos, Gurney había navegado a la deriva hacia su interior, alejándose de su entorno. Los aullidos de los coyotes lo hicieron volver en sí. Era difícil determinar de dónde procedían esos gritos agudos y feroces o el número de animales. Suponía que era una manada de tres, cuatro o cinco en la otra cumbre, a un kilómetro o dos al este del estanque. Cuando los aullidos cesaron de repente, el silencio se hizo más profundo. Gurney se subió la cremallera de la chaqueta unos centímetros más.

Su mente enseguida se llenó con más ideas sobre su matrimonio. Pero era consciente de que las generalizaciones, por más adicto a ellas que fuera, poco contribuían a resolver los problemas sobre el terreno. Y el verdadero problema en ese momento era la necesidad de tomar una decisión, una decisión sobre la cual él y Madeleine estaban obviamente enfrentados: aceptar el caso Perry o no.

Intuía cómo se sentía Madeleine al respecto, no solo por sus últimos comentarios, sino por el martilleo grave de preocupación que había estado expresando ante cualquier actividad relacionada con la Policía a la que se había acercado desde su jubilación dos años antes. Suponía que ella veía el caso Perry como una cuestión en blanco o negro. Que aceptara el caso probaría que su obsesión por resolver asesinatos, incluso en su jubilación, era incurable y que su futuro juntos estaba cubierto de nubes. Rechazarlo, por otro lado, señalaría un cambio, el primer paso en su transformación de un adicto al trabajo en un observador de pájaros, un entusiasta de disfrutar de la naturaleza remando en un kayak. No obstante, se dijo como si su mujer estuviera presente, las opciones de blanco o negro no son realistas y conducen a decisiones pésimas, porque por definición excluyen muchas soluciones. Había que buscar un punto medio entre el negro y el blanco.

Así, se dio cuenta de cómo podía definirse el compromiso ideal. Aceptaría el caso, pero con una limitación de tiempo estricta, por ejemplo, una semana. Dos semanas como máximo. En ese periodo, se zambulliría en los indicios, buscaría cabos sueltos, quizá volvería a interrogar a algunas personas clave, seguiría los hechos, descubriría lo que pudiera, ofrecería sus conclusiones y recomendaciones y…

En ese momento, el aullido de los coyotes empezó otra vez de manera abrupta, tan de repente como antes se había interrumpido. Ahora daba la sensación de que estaban más cerca, quizás a medio camino de la pendiente boscosa que descendía hacia el granero. Los sonidos eran recortados, estridentes, excitados. Gurney no estaba seguro de si los coyotes realmente se estaban acercando o solo aullaban más alto. Luego nada. Ni el sonido más pequeño. Un silencio penetrante. Pasaron diez segundos lentos. A continuación, uno por uno, empezaron a aullar. A Gurney se le erizó la piel y un escalofrío le recorrió la espalda y la parte exterior de los brazos hasta los dorsos de ambas manos. Una vez más tuvo la sensación de que percibía con el rabillo del ojo un atisbo de movimiento en la oscuridad.

Se oyó el sonido de la puerta de un coche al cerrarse. Luego vio unos faros bajando por el prado, con el haz de luz moviéndose erráticamente sobre la vegetación achaparrada, el coche avanzando demasiado deprisa por la superficie desigual, dando tumbos hasta detenerse al final y derrapar a unos tres metros del banco.

Desde la puerta abierta del conductor salió la voz de Madeleine, inusualmente alta, incluso cargada de pánico.

—¡David!

Y otra vez, aun cuando él se levantó del banco y avanzó hacia el coche guiado por el brillo periférico de los faros, la voz de su mujer casi chillando:

—¡David!

Hasta que él estuvo en el automóvil y ella empezó a cerrar la ventana no se fijó en que el coro de aullidos fantasmagóricos se había detenido. Madeleine pulsó el botón que bloqueaba las puertas y puso las manos en el volante. Las pupilas de Gurney ya se habían adaptado lo suficiente a la oscuridad para poder ver—quizás en parte ver y en parte imaginar—la rigidez de los brazos de su mujer agarrando el volante, la tirantez de la piel sobre los nudillos.

—¿No…, no has oído que se acercaban?—dijo ella casi sin aliento.

—Los oí. Supuse que estaban cazando algo, un conejo, tal vez.

—¿Un conejo?—La voz de su mujer era ronca, cargada de incredulidad.

Seguramente era imposible verlo con tanto detalle, pero la cara de Madeleine parecía temblar con una emoción apenas contenida. Al final, ella hizo una inspiración larga, temblorosa, luego otra, abrió las manos en el volante, flexionó los dedos.

—¿Qué estabas haciendo aquí?—preguntó.

—No lo sé. Solo… pensando en cosas, tratando de…, pensando qué hacer.

Después de otra larga inspiración, más calmada, Madeleine giró la llave de contacto, sin ser consciente de que el motor todavía estaba en marcha, lo cual produjo un chirrido de protesta del motor de arranque y un estallido de irritación a modo de eco procedente de su propia garganta.

Dio media vuelta alrededor del granero y volvió a subir por el prado hasta la casa. Aparcó el coche más cerca de la puerta lateral que de costumbre.

—¿Y qué es lo que has pensado?—preguntó ella cuando estaba a punto de salir.

—¿Perdón?—Había oído la pregunta, pero quería posponer la respuesta.

Madeleine parecía consciente de ello; se limitó a girar la cabeza un poco hacia él y esperó.

—Estaba tratando de imaginar una manera…, una manera de afrontar las cosas razonablemente.

—Razonablemente—dijo ella con un tono que parecía arrancarle todo su significado.

—Quizá podríamos hablarlo dentro —dijo Dave, abriendo la puerta del coche, deseando escapar aunque solo fuera un minuto.

Cuando se disponía a salir, su pie pisó algo parecido a una barra o un palo en el suelo del coche. Bajó la mirada y vio a la luz amarillenta de la luz cenital el pesado mango de madera del hacha que normalmente guardaban en una caja al lado de la puerta lateral.

—¿Qué es esto?—dijo.

—Un hacha.

—Me refiero a qué está haciendo en el coche.

—Fue lo primero que vi.

—Mira, en realidad, los coyotes no son…

—¿Cómo demonios lo sabes? —lo interrumpió ella, furiosa—. ¿Cómo demonios lo sabes?—Se apartó como si él hubiera intentado cogerle el brazo. Salió del coche en una carrera torpe, cerró de un portazo y entró corriendo en la casa.

16
Un sentido del orden y el propósito

D
e madrugada, un frente frío de aire seco y otoñal que avanzaba con rapidez había barrido el cielo plomizo. Al amanecer, tenía una tonalidad azul claro; y a las nueve, azul profundo. El día prometía ser fresco y luminoso, tan brillante y tranquilizador como turbia y enervante había sido la noche anterior.

Gurney se sentó a la mesa del desayuno en un rectángulo inclinado de luz solar, mirando por las puertas cristaleras a las matas verde amarillentas de espárragos que se mecían por la brisa. Al llevarse a los labios la taza de café caliente, el mundo parecía ser un lugar de perfiles definidos, de problemas definibles y respuestas apropiadas: un mundo en el cual su propuesta de dedicar dos semanas al asunto de Perry tenía perfecto sentido.

El hecho de que una hora antes Madeleine hubiera recibido su idea con una expresión no del todo alegre no era sorprendente. Sabía que la idea no la entusiasmaría. Una mentalidad de blanco o negro se resiste de manera natural al compromiso, se dijo a sí mismo. Pero la realidad estaba de su lado y con el tiempo ella reconocería que su postura era razonable. Estaba convencido.

Entre tanto, no iba a permitir que sus dudas lo paralizaran.

Cuando Madeleine salió al jardín para coger la última cosecha de judías de la temporada, él se acercó al cajón central del aparador para sacar una libreta amarilla en la que empezar a redactar una lista de prioridades.

Llamar a Val Perry y discutir un compromiso de dos semanas.

Establecer una tarifa por horas. Otras tarifas, costes. Seguimiento por correo electrónico.

Informar a Hardwick.

Hablar con Scott Ashton, pedirle a VP que lo acelere.

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