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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (4 page)

BOOK: No abras los ojos
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—Voy a dejar esta cuestión abierta, por ahora.

Hubo algunas risas más, más amistosas.

—Pero el hecho es que hay más vileza dentro de cada uno de nosotros (de todos nosotros) de lo que nos damos cuenta. No la desperdicien. Búsquenla y úsenla. En una operación secreta, lo que normalmente no quieren ver en ustedes mismos podría ser su mayor activo. El tesoro enterrado que salva su vida.

Podría haberles puesto ejemplos personales, situaciones en las que había tomado un azulejo oscuro del mosaico de su infancia y lo había magnificado en un mural infernal que engañó a algunos de sus antagonistas más perceptivos. De hecho, el ejemplo más convincente se había producido al final del caso Mellery, menos de un año antes. Pero no iba a entrar en eso. Estaba relacionado con algunas cuestiones sin resolver de su vida que no tenía ganas de agitar en ese momento, y menos para un seminario. Además, no era necesario. Tenía la sensación de que sus alumnos ya estaban con él. Sus mentes estaban más abiertas. Habían dejado de discutir. Estaban pensando, reflexionando, eran receptivos.

—Bueno, como he dicho, eso era la parte emocional. Ahora quiero llevarles al siguiente nivel: el nivel en que el cerebro y las emociones se unen y te convierten en el mejor operativo encubierto que puedas ser, no solo un tipo con un sombrero estúpido y pantalones anchos caídos que enseña el culo y trata de parecer un adicto al crac.

Algunos sonrieron, otros se encogieron de hombros, tal vez hubo algún que otro gesto defensivo.

—Ahora quiero que se planteen una pregunta extraña. Quiero que se pregunten por qué creen las cosas que creen. ¿Por qué creo algo?

Antes de que tuvieran tiempo de perderse o sentirse intimidados por aquella pregunta y lo que podía conllevar, Gurney pulsó el botón de
play
en el reproductor de vídeo. Cuando apareció la primera imagen, dijo:

—Mientras ven este vídeo, mantengan esta cuestión en su mente: ¿por qué creo algo?

5
La falacia del eureka

E
stán sentados ante una mesita de metal en una habitación corriente: un hombre joven, probablemente de veintipocos, cuya cara es una imagen de bravuconería nerviosa, con las manos apretadas en el regazo; enfrente, un hombre de más edad, de cincuenta al menos, con un profundo poso de tristeza y prudencia en sus ojos cansados y una frente arrugada; un tercer hombre, quizá de cuarenta, pelo oscuro y músculos fuertes, permanecía sentado más apartado de la mesa, con la mirada fría fija en el hombre joven y ansioso.

Es evidente que se trata de un interrogatorio.

La cinta de vídeo está gastada, la calidad de la imagen y del sonido son pobres, pero lo que está ocurriendo queda bastante claro. También está claro que es una escena de una película vieja.

El hombre joven de la escena está ansioso por trabajar para el Irgún, una organización radical que lucha para establecer una patria judía en Palestina acabada la Segunda Guerra Mundial. Se presenta con orgullo como experto en demoliciones, curtido en combate, que adquirió experiencia con la dinamita luchando contra los nazis en el gueto de Varsovia. Afirma que después de matar a muchos nazis fue capturado y enviado al campo de concentración de Auschwitz, donde le fue asignado un trabajo rutinario de limpieza.

El hombre mayor le plantea varias preguntas específicas sobre su historia, el campo, sus deberes. La versión de los hechos del joven empieza a venirse abajo cuando el interrogador revela que no había dinamita disponible en el gueto de Varsovia. Cuando su heroico relato se derrumba, admite que ha aprendido lo que sabe de la dinamita de su verdadero trabajo en el campo, que consistía en abrir en el suelo agujeros lo bastante grandes para meter los miles de cadáveres de sus compañeros prisioneros a los que mataban cada día en las cámaras de gas. Más allá de eso, el hombre mayor le hace reconocer, de manera aún más degradante, que su otro trabajo consistía en recoger los implantes de oro de las bocas de los cadáveres. Y finalmente, derrumbándose con lágrimas de rabia y vergüenza, reconoce que sus captores lo violaron en repetidas ocasiones.

La verdad desnuda queda expuesta, junto con su desesperación por redimirse. La escena concluye con su reclutamiento en el Irgún.

Gurney apagó el reproductor de vídeo.

—Así pues—dijo, volviéndose a las treinta y nueve caras—, ¿de qué trataba eso?

—Todos los interrogatorios tendrían que ser así de sencillos—dijo Falcone con desdén.

—Y tan rápidos—añadió alguien desde la fila de atrás. Gurney asintió.

—En las películas las cosas siempre parecen más sencillas y más rápidas que en la vida real, pero en esa escena ocurre algo que es muy interesante. Cuando la recuerden dentro de una semana o un mes, ¿qué aspecto creen que recordarán?

—El chico violado—dijo un tipo de hombros anchos que estaba sentado al lado de Falcone.

Murmullos de conformidad se extendieron por la sala, animando a otras personas a hablar.

—Su derrumbe en el interrogatorio.

—Sí, toda la cuestión del macho que se evapora.

—Es gracioso—dijo la única mujer negra—. Empieza diciendo mentiras para conseguir lo que quiere, pero al final termina consiguiéndolo (entrar en el Irgún) diciendo la verdad. Por cierto, ¿qué demonios es el Irgún?

Eso provocó la carcajada más grande del día.

—Bien—dijo Gurney—. Paremos aquí y examinémoslo más detenidamente. El joven ingenuo quiere entrar en la organización. Explica un montón de mentiras para quedar bien. El viejo listo se da cuenta, detecta su mentira, le arranca la verdad. Y resulta que la espantosa verdad hace del chico un candidato psicológico ideal para el fanático Irgún. Así que lo admiten. ¿Es un resumen justo de lo que acabamos de ver?

Hubo varios asentimientos y gruñidos de acuerdo, algunos más cautos que otros.

—¿Alguien cree que no es eso lo que hemos visto?

La estrella hispana de Gurney se mostraba inquieta, lo cual le hizo sonreír, y eso al parecer le dio el empujón que necesitaba.

—No estoy diciendo que no es lo que he visto. Es una película, lo sé, y en ella lo que ha dicho probablemente es cierto. Pero si fuera real (si fuera el vídeo de un interrogatorio real) podría no ser cierto.

—¿Qué cojones se supone que significa eso?—susurró alguien no lo bastante bajo.

—Te diré qué cojones se supone que significa—dijo ella, vibrando con el desafío—. Significa que no hay ninguna prueba de que el viejo llegara realmente a la verdad. Así que el joven se derrumba y llora y dice que le han dado por el culo, perdón por mi lenguaje. «Bua, bua, al final no soy ningún héroe, solo un gatito patético que hacía mamadas a los nazis.» Entonces, ¿cómo sabemos que esa historia no es solo otra mentira? Quizás el gatito es más listo de lo que parece.

«Por el amor de Dios—pensó Gurney—, lo ha hecho otra vez.» Decidió interrumpir el especulativo silencio que siguió a la impresionante exposición de la agente.

—Lo cual nos lleva a la pregunta con la que empezamos—dijo—: ¿por qué creemos lo que creemos? Como tan bien acaba de señalar esta agente, el interrogador en esa escena podría no haber llegado a la verdad en absoluto. La cuestión es: ¿qué le hizo pensar eso?

Este nuevo giro produjo diversas reacciones.

—En ocasiones el instinto te dice qué es qué, ¿no?

—Quizás el desmoronamiento del chico le pareció legítimo. Tal vez hacía falta estar ahí, captar la actitud.

—En el mundo real, el interrogador habría sabido más cosas de las que puso sobre la mesa. Podría ser que la confesión del chico coincidiera con otras cosas, que las confirmara.

Algunos agentes ofrecieron variaciones sobre estos temas. Otros no dijeron nada, pero escucharon con atención cada palabra. A unos pocos, como Falcone, daba la impresión de que la pregunta les estaba dando dolor de cabeza.

Cuando el flujo de respuestas pareció detenerse, Gurney intervino con otra pregunta.

—¿Creen que alguna vez se podría engañar a un interrogador duro con sus propias ilusiones?

Unos pocos asentimientos, algunos gruñidos afirmativos, unas cuantas expresiones de dolorida indecisión o quizá de simple indigestión.

Un tipo al final de la segunda fila, con un cuello como una boca de incendios que emergía de una camiseta negra, antebrazos de Popeye densamente tatuados, cabeza afeitada y ojos pequeños—ojos que parecían obligados a cerrarse por los músculos en los pómulos—levantó la mano. Los dedos estaban casi curvados en un puño. Habló con voz lenta, deliberada, pensativa.

—¿Pregunta si en ocasiones creemos lo que queremos creer?

—Eso es más o menos lo que estoy preguntando—dijo Gurney—. ¿Qué opina?

Los ojos entrecerrados se abrieron un poco.

—Creo que es… correcto. Es la naturaleza humana. —Se aclaró la garganta—. Hablaré por mí mismo. He cometido errores por ese… factor. No porque quisiera creer cosas buenas de la gente. Llevo en el trabajo mucho tiempo y no me hago muchas ilusiones sobre los motivos de la gente para hacer lo que hace. —Enseñó los dientes en una aparente repulsión por una imagen pasajera—. He visto mi parte de vileza. Mucha gente en esta sala ha visto lo mismo. Pero lo que estoy diciendo es que en ocasiones tengo una idea formada sobre algo, y puede que ni siquiera sea consciente de lo mucho que quiero que esa idea sea correcta, como «sé lo que pasó», o «sé» exactamente cómo piensa un cabronazo. Sé por qué hizo lo que hizo. Salvo que en ocasiones (no con frecuencia, pero sin duda en ocasiones) no sé nada, solo creo que lo sé. De hecho, estoy convencido de ello. Es como un gaje del oficio. —Se quedó en silencio dando la impresión de que estaba considerando las lóbregas implicaciones de lo que había dicho.

Una vez más, quizá por enésima vez en su vida, Gurney recordó que sus primeras impresiones no eran especialmente fiables.

—Gracias, detective Beltzer—dijo al hombre grande, mirando su placa de identificación—. Eso ha estado muy bien.

Examinó las caras a lo largo de filas de mesas y no vio señales de desacuerdo. Incluso Falcone parecía contenido.

Gurney tardó un minuto en sacar un caramelo de menta de una latita y echárselo en la boca. Por encima de todo, se estaba entreteniendo para que los comentarios de Beltzer resonaran antes de continuar.

—En la escena hemos visto—dijo Gurney con renovada animación—que ese interrogador podría querer creer en la validez del derrumbe del joven por diversas razones. Diga una. —Señaló al azar a un agente que todavía no había dicho nada.

El hombre parpadeó, parecía avergonzado. Gurney aguardó.

—Supongo… Supongo que podría gustarle la idea de desenmascarar la historia del chico…, eh, que ha tenido éxito en el interrogatorio.

—Por supuesto—dijo Gurney. Captó la atención de otro asistente silencioso—. Otra.

El rostro muy irlandés bajo un cabello pelirrojo cortado muy corto sonrió.

—Quizá pensó que había ganado unos puntos. Debía informar a alguien. Disfrutaría entrando en el despacho del jefe para decir: «Mire lo que he hecho». Ganarse respeto. Quizás un empujón para un ascenso.

—Seguro, eso puedo imaginarlo—dijo Gurney—. ¿Alguien puede nombrar otra razón por la que podría querer creer la historia del chico?

—Poder—dijo la joven hispana con desdén.

—¿Cómo?

—Puede que le guste la idea de que ha arrancado la verdad al interrogado, que lo obligó a admitir cosas dolorosas, a renunciar a lo que estaba tratando de esconder, a exponer su vergüenza, que lo hizo arrastrarse, incluso llorar. —Ponía la misma cara que si estuviera oliendo basura—. Puede que le encantara hacerlo, sentirse como Superman, el detective genial y omnipotente. Como Dios.

—Un gran beneficio emocional—dijo Gurney—podría distorsionar la visión de un hombre.

—Ah, sí—coincidió ella—. A lo grande.

Gurney vio que se levantaba una mano en la parte de atrás de la sala: un hombre de cara morena con el pelo corto y rizado que todavía no había intervenido.

—Disculpe, señor, estoy confundido. Aquí en este edificio hay un seminario de técnicas de interrogatorio y un seminario de operaciones secretas. Dos seminarios separados, ¿sí? Yo me apunté al de operaciones secretas. ¿Estoy en el lugar adecuado? Esto que estoy escuchando es todo sobre interrogatorios.

—Está en el lugar adecuado—dijo Gurney—. Estamos aquí para hablar de operaciones secretas, pero hay un vínculo entre las dos actividades. Si comprende cómo un interrogador puede engañarse a sí mismo por lo que quiere creer, puede usar el mismo principio para lograr que el objetivo de su operación encubierta crea en usted. Se trata de manipular al objetivo para que «descubra» la información que queremos que crea. Se trata de darle un buen motivo para que se trague nuestra mentira. Se trata de conseguir que quiera creer en nosotros, igual que el tipo de la película desea creer la confesión. Hay una tremenda verosimilitud en los hechos que una persona cree que ha descubierto. Cuando su objetivo cree que sabe cosas sobre usted que usted no quiere que sepa, esas cosas le parecerán doblemente ciertas. Cuando piense que ha penetrado bajo su capa superficial, verá lo que descubra en esa capa más profunda como la verdad real. Eso es lo que llamo la «falacia del eureka». Es una peculiar ilusión que da total credibilidad a lo que cree que ha descubierto por sí mismo.

—¿Qué falacia?—La pregunta provino de diferentes direcciones.

—La falacia del eureka. Es una palabra griega que, más o menos, se traduce como «lo encontré» o, en el contexto en el cual la estoy usando, «he descubierto la verdad». La cuestión es…—Gurney habló más despacio para enfatizar su siguiente afirmación—. Las historias que cuenta la gente sobre sí misma parecen retener la posibilidad de ser falsas. En cambio, lo que descubrimos por nosotros mismos nos parece la verdad. Así que lo que estoy diciendo es esto: dejemos que nuestro objetivo crea que está descubriendo algo sobre nosotros. Entonces sentirá que realmente nos conoce. Es el lugar en el que estableceremos la confianza con mayúsculas, la confianza que posibilita todo lo demás. Vamos a pasar el resto del día aprendiendo cómo conseguirlo, cómo hacer que la cosa que queremos que nuestro objetivo descubra de nosotros sea lo que piensa que está descubriendo por sí mismo. Pero ahora tomemos un descanso.

Al decirlo, Gurney se dio cuenta de que había crecido en una época en la que un descanso significaba una pausa para fumar un cigarrillo. Ahora, para casi todos, implicaba llamar por el móvil o mandar mensajes de texto. Como para ilustrar la idea, la mayoría de los agentes que se levantaron para dirigirse a la puerta estaban sacando sus BlackBerry.

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