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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (8 page)

BOOK: No abras los ojos
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—¿Scott Ashton?

—El mismo que viste y calza.

El hombre avanzó con paso decidido por el borde de un arriate hacia el lado derecho de la pantalla, pero, justo antes de que desapareciera, el ángulo de la escena cambió, y lo mostró caminando hacia lo que parecía una pequeña cabaña situada al final del césped, donde este lindaba con el bosque, a unos treinta metros de la casa.

—¿Con cuántas cámaras has dicho que lo grabaron?—preguntó Gurney.

—Cuatro en trípodes, además de la del helicóptero.

—¿Quién hizo la edición?

—El equipo de vídeo del departamento.

Gurney vio a Ashton llamando a la puerta de la cabaña; observó y oyó, aunque el sonido no era tan bueno como la imagen. La puerta delantera y la espalda del hombre estaban a unos cuarenta y cinco grados de la cámara. Llamó otra vez: «Héctor».

Gurney luego oyó lo que le sonaba como una voz con acento español, demasiado débil para que las palabras fueran reconocibles. Miró inquisitivamente a Hardwick.

—Mejoramos el audio en el laboratorio. «Está abierta», le dice en español. Confirma lo que Ashton recordaba que le dijo Héctor.

Ashton abrió la puerta, entró y cerró tras de sí.

Hardwick cogió el mando a distancia, apretó el botón de avance rápido.

—Está ahí dentro cinco o seis minutos—explicó—. Después abre la puerta, y se oye a Ashton diciendo: «Si cambias de opinión…». Luego sale, vuelve a cerrar y se aleja. —Hardwick soltó el botón de avance rápido cuando Ashton estaba saliendo de la cabaña, con cara menos alegre que cuando había entrado.

—¿Es así como hablaban entre ellos?—preguntó Gurney—. Ashton habla en inglés y Flores en español.

—Yo también me lo pregunté. Ashton me dijo que era un cambio reciente, que hasta un mes o dos antes ambos hablaban en inglés. Dijo que creía que era una forma de regresión hostil, que volver a su lengua materna era la forma de Héctor de rechazar a Ashton, al no emplear con él el idioma que le había enseñado. O algún rollo psicológico por el estilo.

En la pantalla, cuando Ashton estaba a punto de salir del encuadre, la imagen pasó a otra cámara que lo mostró caminando hacia un cenador de columnas griegas—la clase de estructura de Partenón en miniatura popularizada por la arquitectura paisajística victoriana—, donde cuatro hombres de esmoquin estaban colocando los puestos de música y sillas plegables. Ashton habló brevemente con los hombres de esmoquin, pero ninguna de las voces era audible.

—¿Cuarteto de cuerda en lugar de un
disc jockey
corriente?—preguntó Gurney.

—Esto es Tambury: no hay nada corriente—respondió Hardwick.

Pasó a cámara rápida el resto de la conversación de Ashton con los músicos, tomas del exterior señorial y la casa principal, el personal de cáterin preparando platos y cubertería para la cena sobre manteles blancos, un par de camareras esbeltas colocando botellas y vasos, primeros planos de petunias rojas y blancas que se derramaban desde maceteros de piedra labrada.

—¿Eso fue hace justo cuatro meses?—preguntó Gurney.

Hardwick asintió.

—Casi. El segundo domingo de mayo. La fecha perfecta para una boda. Esplendor primaveral, brisa balsámica, aves construyendo sus nidos, palomas zureando.

El tono implacablemente sarcástico estaba sacando de quicio a Gurney.

Cuando Hardwick detuvo el avance rápido y volvió a la reproducción normal del DVD, la cámara estaba enfocando una elaborada pérgola de hiedra que servía de entrada a la zona principal de césped. Invitados de la boda caminaban por allí en una fila dispersa. Había música de fondo, algo agradablemente barroco.

Cuando cada pareja pasaba por la pérgola, Hardwick los fue identificando, consultando una lista arrugada que había sacado del bolsillo del pantalón.

—El jefe de Policía de Tambury, Burt Luntz, y su esposa… Presidenta del Dartwell College y su marido… Agente literaria de Ashton y su marido… Presidente de la British Heritage Society de Tambury y su mujer… Congresista Liz Laughton y su marido… Filántropo Angus Boyd y el joven que lo acompaña, al que llama su «asistente»… Director del
International Journal of Clinical Psychology
y su esposa… Vicegobernador y su mujer… Decano de…

Gurney lo interrumpió.

—¿Son todos así?

—¿Todos apestan a dinero, poder y conexiones? Sí. Directores de empresas, políticos importantes, directores de periódicos, ¡hasta un obispo!

Durante los diez minutos siguientes, la marea de exitosos privilegiados fue entrando en el jardín botánico que Scott Ashton tenía detrás de su casa. Ninguno parecía fuera de lugar en el entorno enrarecido. Pero ninguno parecía particularmente entusiasmado por estar ahí.

—Estamos llegando al final de la fila—dijo Hardwick—. A continuación están los padres de la novia. El doctor Withrow Perry, neurocirujano famoso en todo el mundo, y Val Perry, su mujer trofeo.

El médico, con aspecto de tener poco más de sesenta años, tenía una boca carnosa de expresión despectiva, la papada de un gourmet y una mirada intensa. Se movía con una rapidez y una elegancia sorprendentes; como si hubiera sido instructor de esgrima, pensó Gurney, recordando las lecciones que él y Madeleine habían tomado juntos en el segundo o tercer año de su matrimonio, cuando todavía estaban buscando activamente cosas que podrían disfrutar haciendo juntos.

La Val Perry que se hallaba junto al médico en la pantalla como una fantasía cinematográfica de Cleopatra irradiaba una satisfacción que no estaba presente en la Val Perry que había visitado a Gurney esa mañana.

—Y ahora—dijo Hardwick—, el novio y la que pronto será su novia decapitada.

—Dios—murmuró Gurney.

Había veces en que la falta de sensibilidad de Hardwick parecía ir mucho más allá del cinismo de rutina del policía para elevarse a la categoría de sociópata marginal. Pero no era ni el momento ni el lugar para…, ¿para qué? Para decirle que era un capullo. ¿Para sugerirle que debería psicoanalizarse?

Gurney respiró hondo y puso toda su atención en el vídeo, en el doctor Scott Ashton y Jillian Perry Ashton caminando hacia la cámara, sonriendo; una salva de aplausos, unos pocos gritos de «¡Bravo!» y un gozoso
crescendo
barroco en el fondo.

Gurney estaba mirando a la novia, asombrado.

—¿Cuál es el problema?

—No es como la imaginaba.

—¿Qué demonios imaginabas?

—Por lo que me había contado su madre, no esperaba que pareciera una foto de portada de la revista
Novias
.

Hardwick estudió la imagen de radiante belleza de la joven: vestido de cola hasta el suelo, cuello modesto punteado de lentejuelas, guantes blancos en las manos sosteniendo un ramo de rosas de té, cabello dorado recogido en un moño y coronado por un brillante tiara, ojos almendrados acentuados con un toque de perfilador, boca perfecta animada con lápiz de labios que hacía juego con el rosa de las rosas de té.

Hardwick se encogió de hombros.

—¿No quieren todas tener este aspecto?

Gurney torció el gesto, inquieto por la convencionalidad de la apariencia de Jillian.

—Joder, si lo tienen en los genes—insistió Hardwick.

—Sí, quizá—dijo Gurney, sin estar convencido.

Hardwick avanzó a cámara rápida las escenas en las que el novio y la novia pasaban entre la multitud, el cuarteto de cuerda atacando sus instrumentos con gran entusiasmo, el personal de cáterin deslizándose entre los invitados con el ruido de fondo de gente que comía y bebía.

—Vamos al tajo—dijo—, directamente al trozo donde pasa todo.

—¿Te refieres al asesinato?

—Además de cierto material interesante justo antes y justo después.

Tras unos segundos de distorsiones digitales, la pantalla se llenó con un plano medio de tres personas conversando en un triángulo. Algunas palabras eran más audibles que otras, en parte enterradas en el zumbido de otras conversaciones, en parte aplastadas por la exuberancia de Vivaldi.

Hardwick sacó del bolsillo otra hoja doblada, la abrió y se la pasó a Gurney, quien reconoció un formato que le era familiar: la transcripción de una conversación grabada.

—Mira el vídeo y escucha la pista sonora—dijo Hardwick—. Te avisaré cuando puedas empezar a seguirlo en la transcripción, por si no entiendes algo del audio. Los tres que hablan son el jefe Luntz y su mujer, Carol, los dos de cara, y Ashton, que está de espaldas.

Los Luntz sostenían vasos altos con rodajas de lima. El jefe estaba equilibrando un par de canapés en la palma de su mano libre. Ashton sostenía su bebida delante de él, fuera del encuadre de la cámara fija. Los fragmentos audibles de diálogo parecían conscientemente trillados y todos ellos procedentes de la señora Luntz.

—Sí, sí […] es el día sí […] por fortuna el pronóstico del tiempo, que era muy […] flores […] la época del año que hace que vivir en los Catskills merezca la pena […] música, muy diferente, perfecta para la ocasión […] mosquito, no uno solo […] la altitud lo hace imposible, gracias a Dios […] la borrielosis, qué horrible […] error de diagnóstico […] tenía náuseas, dolor, estaba completamente desesperada, quería matarse, el suplicio…

Cuando Gurney miró de reojo a Hardwick en el sofá, levantando una ceja interrogadora para preguntar la pertinencia de todo aquello, oyó la voz más alta del jefe por primera vez.

—Carol, no es hora de hablar de garrapatas. Es un día feliz…, ¿verdad, doctor?

Hardwick señaló con el dedo índice la línea superior de la página de la transcripción que Gurney tenía en el regazo.

Gurney bajó la mirada y descubrió que resultaba útil, ante la confusa pista sonora.

S
COTT
A
SHTON
. Muy feliz, sin duda, jefe.

C
AROL
L
UNTZ
. Solo estaba tratando de decir lo perfecto que ha sido todo hoy. Ni mosquitos ni lluvia ni ningún problema. Y qué encantadora historia, la música, hombres atractivos por todas partes…

J
EFE
L
UNTZ
. ¿Cómo le va con su genio mexicano?

S
COTT
A
SHTON
. Ojalá lo supiera, jefe. A veces…

C
AROL
L
UNTZ
. He oído que hubo algunos… extraños… No lo sé, no me gusta repetirlo…

S
COTT
A
SHTON
. Héctor está pasando alguna clase de dificultad emocional. Su conducta ha cambiado últimamente. Supongo que se ha notado. Estoy muy interesado en cualquier cosa que usted haya podido ver, cualquier cosa que captara su atención.

C
AROL
L
UNTZ
. Bueno, no he sido testigo directa, solo…, bueno, hay rumores, pero no me gusta escuchar rumores.

S
COTT
A
SHTON
. Oh. Oh, un segundo. Discúlpeme un momento. Me parece que Jillian está haciéndome señas.

Hardwick pulsó el botón de pausa.

—¿Lo ves?—dijo—. A la izquierda de la imagen, al fondo. Congelada en el fotograma estaba Jillian, mirando en dirección a Ashton, levantando el reloj de oro en la muñeca izquierda y señalándolo. Hardwick volvió a pulsar el
play
, y la acción se reanudó. Cuando Ashton avanzó por el césped entre los espectadores dispersos, los Luntz continuaron la conversación sin él. La mayor parte de ella estaba lo suficientemente clara para Gurney con solo una mirada ocasional a la transcripción.

J
EFE
L
UNTZ
. ¿Estás pensando en contarle ese asunto con Kiki Muller?

C
AROL
L
UNTZ
. ¿No crees que tiene derecho a saberlo?

J
EFE
L
UNTZ
. Ni siquiera sabes cómo ha empezado ese rumor.

C
AROL
L
UNTZ
. Creo que es más que un rumor.

J
EFE
L
UNTZ
. Sí, sí, tú crees. No lo sabes. Lo crees.

C
AROL
L
UNTZ
. Si tuvieras a alguien viviendo en tu casa, alimentándose con tu comida y tirándose en secreto a la mujer de tu vecino, ¿no te gustaría saberlo?

J
EFE
L
UNTZ
. Lo que estoy diciendo es que no lo sabes.

C
AROL
L
UNTZ
. ¿Qué necesito? ¿Fotos?

J
EFE
L
UNTZ
. Las fotos ayudarían.

C
AROL
L
UNTZ
. Burt, puedes ser muy ridículo cuando quieres, pero si un bicho raro mexicano estuviera viviendo en tu casa y tirándose a la mujer de Charley Maxon, ¿qué harías? ¿Esperar las fotos?

J
EFE
L
UNTZ
. Me cago en Dios, Carol…

C
AROL
L
UNTZ
. Burt, eso es blasfemia. Te tengo dicho que no hables así. Jefe Luntz. Entendido, sin blasfemar. Escucha, esta es la cuestión: has oído algo de alguien que ha oído algo de alguien que ha oído algo de alguien…

C
AROL
L
UNTZ
. Muy bien, Burt, ¡ahórrate el sarcasmo!

Se quedaron en silencio. Al cabo de aproximadamente un minuto, el jefe trató de coger uno de los canapés que sostenía en la mano izquierda y llevárselo a la boca. Por fin lo logró, utilizando la base de su copa como una palita. Su mujer puso mala cara, apartó la mirada, se acabó la copa y empezó a marcar con el pie los ritmos que procedían del mini-Partenón. Su expresión se tornó festiva, bordeando en lo maniaco, y su mirada vagó entre la multitud como buscando algún famoso. Cuando uno de los camareros se acercó con una bandeja de bebidas variadas, cambió la copa vacía por otra llena. El jefe de Policía ahora estaba observándola con labios apretados, en una expresión dura.

J
EFE
L
UNTZ
. ¿Qué tal si frenas un poco?

C
AROL
L
UNTZ
. ¿Perdón?

J
EFE
L
UNTZ
. Ya me has oído.

C
AROL
L
UNTZ
. Alguien tenía que decir la verdad.

J
EFE
L
UNTZ
. ¿Qué verdad?

C
AROL
L
UNTZ
. La verdad sobre el mexicano viscoso de Scott.

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