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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (5 page)

BOOK: No abras los ojos
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Gurney respiró hondo, extendiendo los brazos por encima de la cabeza, y estiró lentamente la espalda de lado a lado. Su presentación le había creado más tensión muscular de la que había notado.

La agente hispana esperó a que pasara la marea de telefoneadores y se acercó a Gurney cuando este estaba sacando la cinta de vídeo del reproductor. La mujer tenía el cabello grueso y el rostro enmarcado por una masa de rizos sueltos. Su generosa figura estaba enfundada en unos tejanos negros ajustados y un suéter gris ceñido de escote abierto. Le brillaban los labios.

—Solo quería darle las gracias—dijo con un ceño de estudiante seria—. Ha estado muy bien.

—¿Se refiere a la cinta?

—No, me refiero a usted. Me refiero… Lo que quiero decir es…—Estaba ruborizándose de manera inapropiada bajo su apariencia seria—. Toda su presentación, su explicación de por qué la gente cree cosas, de por qué creen cosas con más fuerza, todo eso. Me ha gustado eso de la falacia del eureka, me ha hecho pensar. Toda la presentación ha sido muy buena.

—Sus contribuciones han ayudado a hacerla buena.

Ella sonrió.

—Supongo que estamos en la misma longitud de onda.

6
En casa

C
uando Gurney se acercaba al final de su trayecto de dos horas desde la academia de Albany hasta su granja en Walnut Crossing, el atardecer se iba asentando sigilosamente en los valles serpenteantes de los Catskills occidentales.

Al desviarse de la carretera rural al camino de tierra y grava que conducía a su propiedad, situada en lo alto de la colina, la energía que le habían proporcionado las dos tazas grandes de café cargado que se había tomado durante la pausa de la tarde del seminario se diluían. La luz agonizante generaba una imagen alterada, quizá producto de la necesidad de cafeína: el verano saliendo furtivamente del escenario como un actor anciano mientras el otoño, el sepulturero, esperaba entre bambalinas.

«Cielo santo, mi cerebro se está haciendo puré.»

Aparcó el coche como de costumbre en el trozo de maleza aplastada en lo alto del prado, en paralelo a la casa, de cara a una franja de nubes crepusculares rosadas y violetas que flotaban más allá de la cima.

Entró en la casa por la puerta lateral, se sacudió los zapatos en la sala que servía de despensa y lavadero y continuó hasta la cocina. Madeleine estaba arrodillada delante de la isleta, barriendo trozos de una copa de vino rota con escoba y pala. Gurney se quedó de pie mirándola durante varios segundos antes de hablar.

—¿Qué ha pasado?

—¿A ti qué te parece?

Dejó que pasaran unos cuantos segundos más.

—¿Cómo van las cosas en la clínica?

—Bien, supongo.

Madeleine se levantó, sonrió, entró en la despensa y vació la pala ruidosamente en el oscuro cubo de basura de plástico. Dave se acercó al ventanal y contempló el paisaje monocromático, los troncos junto a la leñera, que aguardaban a ser troceados y apilados, la hierba que precisaba la última siega de la temporada, los espárragos que había que cortar para el invierno; cortarlos y luego quemarlos para evitar el riesgo de que aparecieran escarabajos de espárrago.

Después Madeleine regresó a la cocina, encendió las luces empotradas del techo y volvió a guardar la pala bajo el fregadero. La creciente iluminación en la estancia pareció oscurecer más aún el mundo exterior, convirtiendo las paredes de cristal en espejos.

—He dejado un poco de salmón en el horno—dijo—, y un poco de arroz.

—Gracias.

Dave la observó en el reflejo del cristal. Madeleine parecía estar mirando en el interior del lavaplatos. Él recordó que su mujer había dicho algo de que salía esa noche y decidió arriesgarse.

—Noche de club de lectura.

Madeleine sonrió. Dave no estaba seguro de si era porque había acertado o por lo contrario.

—¿Cómo ha ido en la academia?—preguntó ella.

—No ha ido mal. Un público variopinto: todos los tipos básicos. Siempre está el grupo cauto, los que esperan y observan, los que creen en decir lo menos posible. Los pragmáticos, que quieren saber exactamente cómo pueden usar toda la información que les das. Los minimalistas, que quieren saber lo menos posible, implicarse lo menos posible, hacer lo menos posible. Los cínicos, que quieren demostrar que cualquier idea que no se les ha ocurrido a ellos antes es una estupidez. Y, por supuesto, el grupo «positivo», que es probablemente el más numeroso, los que quieren aprender todo lo que puedan, ver más claramente, convertirse en mejores policías. —Se sentía a gusto hablando, quería continuar, pero ella estaba estudiando otra vez el lavaplatos—. Así que… sí—concluyó—, el día ha ido bien. El grupo positivo lo ha hecho interesante.

—¿Hombres o mujeres?

—¿Qué?

Madeleine sacó la espátula del agua, frunciendo el ceño como si se fijara por primera vez en lo rayada que estaba.

—¿El grupo positivo era de hombres o de mujeres?

A Gurney le resultaba curioso lo culpable que podía sentirse cuando en realidad no había nada por lo que sentirse así.

—Hombres y mujeres—respondió.

Madeleine sostuvo la espátula más cerca de la luz, arrugó la nariz en un gesto de desaprobación y la tiró en el cubo de basura que había debajo del fregadero.

—Mira—dijo él—. Sobre esta mañana. Ese asunto con Jack Hardwick. Creo que hemos de volver a empezar esa discusión otra vez.

—Vas a ver a la madre de la víctima. ¿Qué hay que discutir?

—Hay buenas razones para verla—insistió Dave a ciegas—. Y podría haber buenas razones para no verla.

—Una forma muy inteligente de contemplarlo. —Madeleine parecía divertida. O, al menos, de un humor irónico—. Aunque ahora no puedo hablar de eso. No quiero llegar tarde. Al club de lectura.

Gurney percibió un sutil énfasis en la última frase, solo lo justo, quizá, para hacerle notar que sabía que él lo había mencionado sin estar seguro. Una mujer excepcional, pensó. Y a pesar de su ansiedad y su cansancio no pudo evitar sonreír.

7
Val Perry

C
omo de costumbre, Madeleine fue la primera en levantarse a la mañana siguiente.

Gurney se despertó con el silbido y el gorgoteo de la cafetera, y de repente cayó en la cuenta de que había olvidado arreglar los frenos de la bici de su mujer.

Justo después de esa punzada notó una sensación de inquietud respecto a su plan de reunirse esa mañana con Val Perry. Aunque en su conversación con Jack Hardwick había hecho hincapié en que su voluntad de hablar con ella no implicaba un compromiso posterior—que la reunión era sobre todo un gesto de cortesía y condolencia con alguien que había sufrido una pérdida terrible—, ya empezaba a formarse una nube de arrepentimiento sobre su cabeza. Dejándola de lado lo mejor que pudo, se duchó, se vistió y salió con paso firme a la despensa a través de la cocina, murmurando un buenos días a Madeleine, que estaba sentada en su posición habitual a la mesa del desayuno, con una rebanada de pan tostado en la mano y un libro abierto delante. Tras ponerse el chaquetón, que había descolgado del gancho de la despensa, Gurney salió por la puerta lateral y se dirigió al cobertizo del tractor, donde guardaba las bicicletas y kayaks. El sol todavía no había aparecido, y la mañana era fría, al menos para primeros de septiembre.

Sacó la bicicleta de Madeleine de detrás del tractor y la colocó a la luz, a la entrada del cobertizo abierto. El cuadro de aluminio estaba asombrosamente frío. Las dos llaves pequeñas que eligió del juego que tenía en la pared del cobertizo estaban igual de frías.

Maldiciendo, golpeándose dos veces los nudillos con los bordes afilados de la horquilla—la segunda vez se hizo sangre—, ajustó los cables que controlaban la posición de las zapatas de freno. Crear el espacio adecuado—permitiendo que la rueda se moviera con libertad cuando el freno estaba sin apretar y al mismo tiempo proporcionando una presión adecuada contra la llanta cuando se apretaba la manilla—era un proceso de ensayo y error que tuvo que repetir cuatro veces hasta que quedó bien. Por fin, con más alivio que satisfacción, declaró el trabajo finalizado, guardó las llaves y se dirigió de nuevo a la casa, con una mano entumecida y la otra dolorida.

Pasar junto a la leñera y la pila de troncos adyacentes le hizo preguntarse por décima vez en otros tantos días si debería alquilar o comprar una sierra cortaleña. Ambas decisiones comportaban desventajas. El sol todavía no estaba alto, pero las ardillas ya habían iniciado su actividad diaria de ataque a los comederos para pájaros, suscitando otra pregunta que parecía no tener una respuesta feliz. Y, por supuesto, estaba la cuestión del abono para los espárragos.

Entró en la cocina y puso las manos bajo el agua caliente.

Cuando el dolor remitió, anunció:

—Ya tienes los frenos arreglados.

—Gracias—dijo Madeleine, alborozada pero sin levantar la vista del libro.

Media hora más tarde—con sus pantalones de lana color lavanda, cortavientos rosa, guantes rojos y gorra de lana naranja bajada hasta las orejas—salió al cobertizo, se montó en su bici, bajó despacio y, dando botes por el sendero del prado, desapareció en el camino más allá del granero.

Gurney pasó la siguiente hora pensando sobre lo que sabía de aquel crimen, a partir de lo que le había contado Hardwick. Cada vez que repasaba el escenario, le inquietaba más su exceso teatral, casi operístico.

A las nueve en punto de la mañana, la hora señalada para su reunión con Val Perry, se acercó a la ventana para ver si ella estaba subiendo por el camino.

Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma. En este caso, al volante de un Porsche Turbo del color verde de los coches de carreras británicos, un modelo que Gurney creía que costaba unos 160.000 dólares. El elegante vehículo, con su poderosísimo motor ronroneando con suavidad, pasó junto al granero y el estanque, y ascendió lentamente por el prado hasta la pequeña zona de aparcamiento contigua a la casa. Gurney, con una mezcla de curiosidad cauta y un poco más de excitación de la que habría querido reconocer, salió a recibir a su invitada.

La mujer que bajó del coche era alta y sinuosamente delgada; vestía con una blusa de raso de color crema y pantalones negros también de raso. Llevaba el cabello negro cortado en un flequillo recto sobre la frente, como Uma Thurman en
Pulp Fiction
. Era, como Hardwick había prometido, una preciosidad. Pero había algo más, una tensión tan atractiva como su aspecto.

Ella examinó su entorno con unas pocas miradas apreciativas que daban la sensación de absorberlo todo sin revelar nada. Un arraigado hábito de circunspección, pensó Gurney.

La mujer caminó hacia él con el atisbo de una mueca, ¿o era la expresión habitual de su boca?

—Señor Gurney, soy Val Perry. Le agradezco que haya encontrado tiempo para recibirme—dijo, extendiendo la mano—. ¿O debería llamarle detective Gurney?

—Dejé el cargo en la ciudad cuando me retiré. Llámeme Dave. —Se estrecharon las manos. La intensidad de la mirada y la fuerza del apretón de la mujer sorprendieron a Gurney—. ¿Quiere pasar?

Ella vaciló, examinando el jardín y el pequeño patio de piedras azules.

—¿Podemos sentarnos aquí fuera?

La pregunta sorprendió a Gurney. Aunque el sol ya estaba muy por encima de la cumbre oriental en un cielo sin nubes, y pese a que el rocío prácticamente había desaparecido de la hierba, la mañana seguía siendo fría.

—Trastorno afectivo estacional—dijo ella con una sonrisa a modo de explicación—. ¿Sabe lo que es?

—Sí. —Le devolvió la sonrisa—. Creo que yo también padezco un caso leve.

—El mío es algo más que leve. A partir de esta época del año necesito el máximo de luz, a ser posible, solar. De lo contrario me dan ganas de suicidarme. Así que, si no le importa, Dave, ¿podríamos sentarnos aquí fuera?—En realidad no era una pregunta.

La parte de detective de su cerebro, dominante e integrada, no afectada por el tecnicismo de su retiro, se preguntó sobre el trastorno estacional y se preguntó si no habría otra razón. ¿Una necesidad de control excéntrica, un deseo de que los demás se plegaran a sus caprichos? ¿Un deseo, por la razón que fuere, de mantenerlo a contrapié? ¿Claustrofobia neurótica? ¿Un intento de reducir el riesgo de que la grabaran? Y si el hecho de que la grabaran constituía una preocupación, ¿tenía una base práctica o paranoica?

Dave la condujo al patio que separaba las puertas cristaleras del lecho de espárragos. Le indicó un par de sillas plegables a ambos lados de una mesita de café que Madeleine había comprado en una subasta.

—¿Aquí está bien?

—Muy bien—dijo ella, apartando una de las sillas y sentándose sin molestarse en limpiar el asiento.

«No le preocupa estropear sus, obviamente, caros pantalones. Y lo mismo vale para el bolso de color crudo que ha dejado encima de la mesa todavía húmeda.»

La mujer estudió la cara de Gurney con interés.

—¿Cuánta información le ha dado ya el investigador Hardwick?

«Tono duro en la voz, expresión fuerte en los ojos almendrados.»

—Me dio los datos básicos que rodearon los hechos que condujeron y siguieron al… asesinato de su hija. Señora Perry, si me permite parar un momento, lo primero que he de decirle es que la acompaño en el sentimiento.

Al principio, ella no reaccionó en absoluto. Luego asintió, pero el movimiento fue tan leve que podría haberse tratado de un simple temblor.

—Gracias—dijo abruptamente—, se lo agradezco.

Estaba claro que no lo hacía.

—Pero la cuestión no es lo que yo siento. La cuestión es Héctor Flores. —Articuló el nombre con labios apretados, como si mordiera a propósito con una muela cariada—. ¿Qué le contó Jack Hardwick de él?

—Dijo que había pruebas claras y convincentes de su culpabilidad…, que era un personaje extraño y controvertido…, que su historial sigue sin determinar y que su móvil es incierto. Se desconoce su paradero actual.

—¡Se desconoce su paradero actual!—repitió la mujer con cierta furia, inclinándose hacia él sobre la pequeña mesa y apoyando las manos sobre la superficie de metal húmedo. Su anillo de boda era una simple alianza de platino, pero el de compromiso estaba coronado por el diamante más grande que Gurney había visto jamás—. Lo ha resumido a la perfección—continuó ella, con un brillo en los ojos tan desaforado como el de la joya—. «Se desconoce su paradero actual.» Eso es inaceptable. Intolerable. Voy a contratarle para que le ponga remedio.

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