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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (76 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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—William, quisiera pedirte un favor.

Alzó la vista, divertido.

—No tengo tiempo —respondió, tomándome el pelo.

—Bien, resulta que es el cumpleaños de Mamá. Quisiera festejarlo de algún modo. Pensé cantarle su «Cumpleaños feliz», pero creo que las vibraciones le llegarán mejor si alguien canta conmigo. De hecho no tengo ganas de hacerlo sola.

—¡Ah! ¿Quieres que haga el oso para darte gusto? —soltó, en el mismo tono de broma—. ¡A ver, comienza!

Cantamos muy pasito y nos dio mucha risa, como si fuéramos dos niños haciendo una pilatuna. Luego sacó un paquete de galletas que había guardado del remedo de Navidad de Enrique y jugamos a las comiditas como si estuviéramos partiendo una torta.

—Es el último día del año —le dije—. Hagamos la lista de todo lo bonito que nos pasó este año para darle gracias al cielo.

Sonreí. En la selva ya no oraba por lo que esperaba del año siguiente, sino por lo que había recibido ya.

—No, no. Yo ya no hablo con Dios —dijo Willy—. Estoy tan bravo con Él como Él lo está conmigo. Entiéndeme, yo soy cristiano. Me crié en una gran disciplina y en una gran exigencia moral. No puedo hablar con Él sin estar en regla.

—Míralo como una cuestión de buenos modales. Cuando alguien hace algo por ti, le das las gracias.

Willy se encerró como ostra. Me le había metido demasiado al rancho. Di reversa.

—Está bien, simplemente hagamos la lista. Mira, tenemos la libertad de Pinchao, tenemos la liberación de Consuelo, Clara y Emmanuel.

—Y tenemos la liberación de los diputados del Valle del Cauca —me respondió con amargura.

Yo sabía que hablaba de las desgracias ajenas para no tener que hablar de las propias. Luego, como volviendo de muy lejos, dijo:

—¡Qué sitio tan lindo! Tenemos suerte de esperar el Año Nuevo aquí. Llamaremos a este lugar «Caño Bonito».

La marcha que reanudamos fue un calvario. Tuvimos que escalar la falda de una montaña altísima y dormir varias noches en una de las pendientes, agarrados a la tierra como piojos. Nos aseábamos en un chorro que escurría de las alturas, rebotando sobre enormes piedras pulidas por la corriente. El agua un hielo y el cielo siempre estaba gris. Me daba vértigo mirar hacia abajo. «Si me resbalo, me mato».

Luego atravesamos una meseta que reconocí: las rocas de granito, el suelo de pizarra, el bosquecito de árboles secos y espinosos y las pirámides de piedras negras. Mis compañeros acababan de atravesar por ahí, pisando el mismo suelo en los mismos sitios, y miraba mis pies buscando cualquier señal que me hubieran dejado.

Armando, que nos llevaba la delantera en la marcha, encontró por su parte una cosita de peluche rosa enrollada en la rama de un árbol. Era un extraño animal, con dos dedos ganchudos en vez de manos. El guardia explicó que se trataba de la «Gran Bestia», y creí que se burlaba de nosotros. Muchas veces había oído hablar de la Gran Bestia y había imaginado que se trataba de un monstruo, todo menos ese animalito tan lindo e inofensivo. La leyenda atribuía a la Gran Bestia extraordinarios poderes, entre los cuales uno que me obsesionó: el de escaparse de donde se encontrara sin dejar el menor rastro.

Cuando armaron el campamento para esa noche, amarraron muy bien la Gran Bestia a un palo y la metieron en una caja. Me senté para no quitarle los ojos de encima hasta que nos dieron la orden de irnos a bañar. Volteé la cabeza por medio segundo cuando uno de mis compañeros dio la alarma. La Gran Bestia efectivamente había desaparecido. La decepción de la tropa contrastó con mi alegría. Me sentí reivindicada.

Al llegar al pie de la gran montaña, cerca de un río enorme, la caravana que formábamos se paró en seco. Uno de los guerrilleros había tropezado con un extraño objeto, sembrado en el suelo en medio de la trocha que seguíamos.

El tallo metálico era la parte visible de un sofisticado sistema enterrado a un metro de profundidad. Aparentemente tenía una pila conectada a un panel solar montado en alguna parte entre los árboles, una cámara y una antena. Todo estaba encerrado en una caja metálica que la guerrilla tomó al comienzo por una bomba.

Enrique hizo desenterrar el conjunto con gran precaución, y alinear concienzudamente el material sobre un plástico inmenso. Los elementos tenían grabadas inscripciones en inglés. Consideró de utilidad hacer venir a un traductor para descifrarlas.

¡Ojalá fuera Marc! Al ir al río a buscar agua me sería posible verlo. Pero Keith fue encargado de la misión. Pasó unas horas con Enrique revisando todos los aparatos. La información nos llegó casi simultáneamente. Se trataba de un material norteamericano utilizado por el ejército colombiano. Se suponía que la cámara enviaba imágenes vía satélite. El sistema estaba dotado de un sensor que encendía la cámara al detectar vibraciones en el suelo. Si un animal o una persona caminaban por la trocha, se activaba la toma de imágenes. Por consiguiente alguien, en Estados Unidos o en Colombia, nos había visto pasar por allí en tiempo real.

Mi alegría fue grande. No porque el ejército colombiano pudiera habernos localizado, sino por el hecho de tener a mis amigos a pocos metros y porque, tal vez, podríamos reunimos de nuevo.

Por el contrario mis compañeros, los soldados colombianos, estaban furiosos. Los vi susurrar en conciliábulo, de espaldas a los guardias, visiblemente molestos.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Armando.

—Esto es un acto de traición. Esa es información que no se le debe entregar al enemigo —me respondió, en tono militar, frunciendo el ceño.

Nos hicieron bajar al río hacia el final de la tarde. En la orilla opuesta, a unos doscientos metros, vimos a nuestros compañeros del otro grupo tomar su baño al mismo tiempo. Hice señas con los brazos. No respondieron. Tal vez no me hubieran visto. La orilla del lado de ellos estaba despejada, pero la nuestra no. También era posible que tuvieran un guardia difícil.

Llegamos a un antiguo campamento de las Farc al comienzo de la tarde, bajo una tormenta demencial, como náufragos. Enrique, regalado, hizo abrir unas cajas de cerveza que dormían el sueño de los justos en el campamento abandonado. Esperando que dieran la orden de armar las carpas, encendí mi radio. La recepción era pésima pero me pegué al aparato esperando los detalles de la liberación de Clara. Mis amigos hicieron lo mismo. La transmisión fue larga y, mucho después de que hubiéramos terminado de montar el campamento, aún pudimos escuchar las declaraciones de un Chávez satisfecho.

«Vendrán nuevas liberaciones», anunció.

«Y de nuevo no seré yo», suspiré, al escuchar un boletín de prensa en el que Sarkozy aplaudía las grandes movilizaciones en Francia y Suramérica y llamaba a la perseverancia.

¿A dónde íbamos? Probablemente a ninguna parte. Tenía la impresión de que habíamos dado vueltas en círculo por semanas. Caminábamos como almas en pena por esa selva indomable, siempre a punto de morirnos de hambre.

Al cabo de un mes llegamos a un campamento donde ya habíamos estado. No lo reconocí enseguida porque entramos por detrás. Cuando vi la cancha de volleyball comprendí que habíamos regresado al campamento donde pasamos Navidad un año antes, y donde Katerina había bailado cumbia.

Todo estaba podrido. Mi caleta estaba invadida de hormigas y termitas. Encontré un frasco que había desechado y un gancho de pelo que se me había perdido.

Nos dieron la orden de armar las carpas en fila sobre la cancha de volleyball.

Armando me llamó a los alaridos.

—¡Mire, ahí están sus paisanos!

Efectivamente, detrás de una hilera de arbustos a unos cincuenta metros de nosotros, el grupo de Lucho y de Marc había instalado su campamento. Lucho estaba de pie y nos hacía señas. No vi a Marc.

Cuando nos dieron la orden de prepararnos para el baño estuve lista en un santiamén. Para ir al río teníamos que pasar muy cerca de sus carpas. Estaba muy emocionada con la perspectiva de poder saludarlos. Marc y Lucho nos esperaban apostados a un lado de la trocha con los brazos cruzados y los labios apretados.

Pasé frente a ellos con mi ropa de baño aún más remendada que antes. Mi alegría había cedido lugar a la confusión. Vi en sus ojos el horror de hallarme en tan lamentable estado, al que no había dado importancia en la medida en que tampoco tenía espejo. Pronto me sentí incómoda de que me miraran así, tanto más cuanto que ellos se veían en mejor condición, más fornidos, y curiosamente eso me dolió.

Volví del baño sin prisas. Ya no estaban allí. Vi a su guardia ocupado en el reparto de la comida de la tarde. Era sábado, regresé a mi caleta organizándome mentalmente para escuchar los mensajes a partir de la medianoche. Verifiqué que la alarma del reloj que César me había dado cuando nos encontramos por primera vez estuviera bien programada y me recosté.

Había escuchado ya los mensajes de mi familia cuando, a medianoche, la radio interrumpió su programación habitual para anunciar una noticia muy importante de último minuto:

«Las Farc anuncian la próxima liberación de tres secuestrados».

Pegué un brinco sin soltar mi radio, con el aliento entrecortado. Acababan de mencionar el nombre de Lucho.

Logré contener un grito que se me quedó atravesado en la garganta. Me puse de rodillas con mi cadena al cuello y di gracias al cielo entre dos hipos. La cabeza me daba vueltas por el choque de la emoción. «Dios mío, ¿oí bien?». El silencio a mi alrededor me desconcertó: «¿Qué tal que haya entendido mal?». Todos mis compañeros debían haber escuchado lo mismo. Sin embargo, no hubo ningún movimiento, ningún ruido, ninguna voz, ninguna emoción. Esperé que repitieran la noticia pataleando de impaciencia. Efectivamente: Lucho, Gloria y Orlando serían puestos en libertad.

Salté fuera de mi carpa con las primeras luces del alba. Aún atada a mi cadena, busqué con los ojos el lugar donde había visto a Lucho la víspera. Allí estaba, me esperaba.

—¡Lucho, eres libre! —grité al verlo.

Salté, arriesgándome a arrancarme el cuello, para verlo mejor.

—¡Lucho, eres libre! —grité llorando, indiferente a las amonestaciones de los guardias y a los murmullos de mis compañeros, irritados por una felicidad que no podían compartir.

Lucho hizo «no» con el dedo, su mano frente a la boca, llorando.

—¡Sí, sí! —respondí, terca, con grandes movimientos de cabeza.

¡Cómo! ¿Acaso no se había enterado? Volví a empezar con más fuerza:

—¿No oíste la radio anoche? —grité, acompañando mis palabras con gestos que ilustraban mi pregunta.

Hizo «sí» con la cabeza, riendo y llorando a la vez.

Los guardias estaban fuera de sí. Pipiólo me insultó y Oswald salió a toda velocidad hacia la choza de los comandantes. Asprilla llegó corriendo, dijo algo a Lucho mientras le daba palmadas en el hombro y vino luego hacia mí: «Cálmese, Ingrid. No se afane, le daremos permiso de despedirse de usted». Comprendí que separarían a Lucho del grupo en las próximas horas. «No me dejarán hablar con él».

Nos ordenaron pasar las carpas al emplazamiento de nuestro antiguo alojamiento. Desde allí no podía ver a Lucho. Sin embargo, en el afán por prohibirnos cualquier comunicación, pasaron por alto el hecho de que los chontos que el otro grupo utilizaba estaban a dos pasos de nosotros. Era incómodo para ellos pero nadie se había quejado. Marc fue el primero en entender y acercarse. Nos hablamos por señas y me prometió ir a buscar a Lucho.

Lucho llegó muy tenso. Nos hablamos sin franquear la distancia de diez metros que nos separaba, como si hubiera una muralla entre los dos. Tuve una corazonada y me volteé hacia el guardia, el mismo que había agarrado del cuello para castigar su grosería.

—Vaya pues —dijo—. Tiene cinco minutos.

Corrí hacia Lucho y nos abrazamos con fuerza.

—¡No puedo irme sin ti!

—Sí, te tienes que ir. Tienes que contarle al mundo lo que estamos viviendo. —No podré.

—Sí podrás. Es necesario.

Y quitándome el cinturón que tenía puesto, añadí:

—Quiero que se lo entregues a Melanie.

Nos cogimos las manos en silencio. Era el único lujo que podíamos permitirnos. ¡Tenía tantas cosas que decirle! Sintiendo que el final se acercaba, quise sonsacarle una última promesa.

—Pídeme lo que quieras.

—Prométeme… que serás feliz, Lucho. No quiero que te tires la felicidad de tu liberación por tenerme lástima. Quiero que me jures que te vas a comer la vida a mordiscos.

—¡Te juro que no dejaré ni un segundo de mi nueva vida de trabajar por tu regreso, eso es lo que te juro!

La voz del guardia nos hizo aterrizar. De nuevo nos echamos en brazos del otro y sentí lágrimas chorrear por mi rostro, sin saber muy bien si eran las suyas o las mías. Lo vi alejarse con la espalda doblada y el caminar pesado. En su alojamiento comenzaban ya a desarmar las carpas. Los evacuaron ese mismo día.

No vimos más a los miembros del otro grupo. Imaginaba, sin embargo, que no debíamos estar muy alejados. El 27 de febrero, tres semanas después de nuestro adiós, Luis Eladio aterrizaba en el aeropuerto de Maiquetía, en suelo venezolano, en compañía de Gloria, Jorge y Orlando. Su liberación constituía un indiscutible éxito diplomático para el presidente Chávez.

Escuchábamos la transmisión encadenados, acurrucados bajo los toldillos, tratando de imaginar lo que no podíamos ver. Debían de ser las seis de la tarde; el cielo del crepúsculo hacía refrescar el aire pegajoso de Caracas. El canto de las chicharras lograba atravesar el ruido de las turbinas del avión, que imaginaba grande. ¿O era alrededor de mi caleta que cantaban las chicharras?

La voz de Lucho estaba llena de luz. Se había recuperado en las semanas que precedieron su liberación. Sus palabras eran claras, sus ideas acertadas. ¿Qué sentimientos podían habitarlo? Había regresado al mundo. Ahora, todo lo que yo vivía formaba parte de su pasado, como por arte de magia, en un chasquido de los dedos. Esa noche apagaría la luz con un interruptor, tendría sábanas limpias en una cama de verdad, agua caliente al dar vuelta a la llave. ¿Se dejaría tragar por ese mundo nuevo al recobrar los reflejos de toda una vida? ¿O haría una pausa al encender la luz y pensar, al acostarse y pensar, al escoger su comida y pensar? «Sí, con la comida volverá hasta aquí por unos instantes».

Armando gritó desde su cambuche:

—¡Nosotros somos los próximos!

Su voz me dolió. No, yo no. Yo no estaría en la lista de liberaciones de las Farc Tenía esa certeza.

BOOK: No hay silencio que no termine
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