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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (77 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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DISCORDIA

Marzo-abril de 2008

La marcha se prolongó sin meta alguna. Pasamos algunos días durmiendo sobre un lecho de granito a la orilla de un río perezoso, perseguidos por las moscas que despedazaban los restos en descomposición de los pescados atrapados entre las piedras al bajar las aguas. Luego nos llevaron a la orilla opuesta.

—Van a traer provisiones —explicó Chiqui, apuntando la barbilla hacia Monster y otros dos muchachos que salían con equipos vacíos.

Esperamos pacientemente. Nos dieron permiso para pescar con anzuelos que nos quitaban nuevamente al final del día. Eso mejoró nuestras raciones. Me comía las espinas y las aletas para recuperar calcio.

Una tarde Chiqui vino a advertirnos que había que empacar todo porque saldríamos en cuanto atracara el bongo. Hicimos una travesía muy corta, un salto de pulga, y pasamos el resto de la noche en una ribera lodosa. Por la mañana recibimos la orden de escondernos en el monte con prohibición de hablar, encender los radios y armar las carpas. A mediodía vimos pasar a los compañeros del otro grupo en fila india detrás de Enrique. Unos guardias que iban tras ellos apuntándoles con sus fusiles los llevaban encadenados en trailla como a perros.

No me acostumbraba a ver una cadena al cuello de un hombre. Nuestros compañeros pasaron rozándonos, arriesgándose casi a tropezar con nosotros. No quisieron dirigirnos la palabra y ni siquiera mirarnos. Marc pasó; me levanté a observarlo esperando que volteara la cabeza. No lo hizo.

Tuvimos que seguirlos. También callados, también amarrados en trailla. Monster acababa de hacerse dar de baja por una patrulla del ejército. El otro muchacho había logrado escapar y dar la alarma. Estábamos anillados por los militares.

La huida fue agotadora. Para despistarlos, Enrique dio la orden de «encortinarse», lo que significaba que no íbamos a marchar en fila unos detrás de otros sino codo a codo, en línea frontal, barriendo la selva.

Por consiguiente cada quien tenía que abrirse su propio paso en la manigua, cuidando de no romper ramas ni quebrar los helechos. Era una lucha cuerpo a cuerpo contra la naturaleza. Cada uno era llevado en trailla por su guardia. El mío estaba desesperado siguiéndome porque tenía tendencia a pasar ahí por donde mi vecino ya lo había hecho, porque me era más fácil y, por lo tanto me retrasaba y rompía la continuidad de la línea de frente.

Es cierto que demoraba el avance de todos, tal vez porque esperaba de manera inconsciente, que el ejército nos alcanzara. Al atravesar los muros de espinos, al saltar sobre los blancos cadáveres de los árboles achicharrados que por decenas nos cortaban el camino, al buscar un paso entre los bejucos y las raíces de una vegetación hostil, imaginaba la aparición de un comando surgiendo frente a mí con las caras pintadas de diferentes tonos de verde.

Nos habrían atacado, mi guardia herido habría soltado mi cadena y yo habría corrido a protegerme detrás de ellos. Soñaba con mi libertad. Por eso tropezaba, me iba en la dirección equivocada, me enredaba brazos y piernas en los bejucos y el guardia amenazaba con meterme una bala en la cabeza, porque lo hacía adrede y todo el mundo tenía miedo.

Todos los días rezaba por que se llevara a cabo un operativo militar, aunque fuera grande el riesgo de morir. No era solamente la idea de que las balas me perdonarían la vida sin importar qué pasara —si no me morí antes, no voy a morirme ahora—. Era algo más fuerte. En el fondo era ante todo la necesidad de justicia. El derecho a que me defendieran. La aspiración esencial a la reconquista de la propia dignidad. Pero no podía hacer mayor cosa al respecto.

Esa progresión en una lucha tenaz contra los elementos, con la cadena al cuello, era aún más penosa y humillante por cuanto me obligaba a usar mi voluntad e ingenio para huir de lo que yo más deseaba, recobrar mi libertad. A cada paso que daba me sentía traicionándome a mí misma.

Una vez más, franqueamos los linderos de la selva para deambular por los potreros de fincas inmensas, recién quemadas por los escuadrones antidroga. Algunas cabezas de ganado nos miraban pasar asustadas, mientras nos llenábamos los bolsillos con guayabas y mandarinas recogidas de árboles frondosos que el fuego había respetado. Luego desaparecimos nuevamente bajo el espeso dosel de la selva.

Una tarde del mes de abril, cuando nos acercábamos a un gran río de aguas apacibles y yo no esperaba de la vida más que un baño y un poco de reposo, Chiqui se me acercó y me hizo salir de la fila en la que nos hacían aguardar.

—Hemos recibido una comunicación del Secretariado. Nos ordenan cambiarla de grupo.

Me encogí de hombros, creyendo sólo a medias en lo que me decía.

—Prepare sus cosas, vamos a proceder al traslado inmediatamente.

Unos minutos más tarde estaba en el suelo, angustiada, empacando más mal que bien mis pocas pertenencias en mi equipo.

—No te preocupes —me dijo William, de pie detrás de mí—. Te ayudaré.

Seguimos a Chiqui para cruzar un caño pequeño, cuyo lecho estaba cubierto de piedritas rosadas, y trepamos una ribera en pendiente abrupta. Camuflado entre los árboles a cien metros de nosotros, el otro campamento, listo ya para la noche, hervía de actividad. Enrique estaba de pie con los brazos cruzados y la mirada asesina.

—¡Allá! —farfulló, señalando una dirección con la barbilla.

Seguí su indicación con los ojos y vi las carpas de los compañeros amontonadas unas sobre otras. Temblé de impaciencia ante la idea de volver a ver a Marc.

Su carpa era la primera del alojamiento. Ya me había visto y estaba erguido frente a su caleta. No se movió. Tenía una gruesa cadena alrededor del cuello. Me acerqué. La alegría de volverlo a ver no fue la misma que había imaginado. Era una alegría triste, una felicidad fatigada por demasiadas pruebas. «Está en buenas condiciones», volví a pensar al observarlo de más cerca, como para justificar mi resentimiento.

Nos abrazamos con reservas y nuestras manos se rozaron un instante para soltarse, intimidados de encontrar una cercanía que nunca habíamos tenido.

—Pensé mucho en ti.

—Yo también.

—Tuve miedo.

—Yo también.

—Ahora vamos a poder hablar.

—Sí, eso creo —le respondí, sin estar segura.

El guardia que estaba detrás de mí se impacientó.

—Quisiera recuperar mis cartas, me dijo.

—Bueno… si quieres… ¿Tú me devolverás las mías?

—No, ¿por qué?

—Porque yo también las quiero conservar, repliqué.

Su gesto me sorprendió. Yo tenía las cartas en el bolsillo. Sólo tenía que alargar la mano. Pero no lo hice. «Mañana veremos», pensé, sintiendo que habría que trabajar mucho para reconstruir los puentes.

Los compañeros continuaron sus actividades sin inmutarse. Cada cual estaba ocupado en su rincón, cuidando de no molestar al vecino y no herir susceptibilidades.

En los siguientes días retomé prudentemente mis conversaciones con Marc. Sentía una gran alegría de compartir nuevamente momentos con él, pero había disciplinado mis emociones y me obligaba a tasar con parsimonia la libertad de hablar con él.

—¿Sabes que Monster murió? —le pregunté un día, pensando que ya no estaba allí para perjudicarnos.

—Sí, me enteré.

—¿Y entonces?

—Nada. ¿Y tú?

—Me da como algo. Lo vi salir del campamento con su equipo vacío. Iba al encuentro de la muerte. Nadie sabe ni el sitio, ni la hora. Todos los que se han ensañado contra nosotros han terminado mal. ¿Sabes que capturaron a Sombra?

—Sí, lo oí en la radio. Rogelio murió también, en La Macarena.

—¿Rogelio? ¿Nuestro recepcionista en la cárcel de Sombra?

—Sí, lo mataron en una emboscada. Se había vuelto especialmente cruel con nosotros. ¿Y Shirley?, la guerrillera bonita que hacía de enfermera y dentista donde Sombra, ¿qué fue de ella?

—La vi no hace mucho. Está en el grupo de los militares con Romero y Rodríguez. Forman parte de la caravana que nos lleva la delantera. Ahora está con Arnoldo, el que reemplazó a Rogelio en la cárcel de Sombra.

En eso se había convertido nuestro mundo, nuestra sociedad, nuestras referencias, nuestros conocidos comunes eran esos hombres y mujeres que nos mantenían presos.

Tomamos la decisión con Marc de volver a hacer gimnasia juntos. Cambiábamos sin cesar de campamento, pero ya no se trataba de una marcha continua. Pasábamos dos semanas al lado de un caño, tres semanas a la orilla del río, una semana detrás de un sembrado de coca. Dondequiera que íbamos, nos las arreglábamos para montar unas barras paralelas y construir pesas para hacer levantamientos. Nuestra rutina de entrenamiento tenía una meta precisa: preparar nuestra evasión.

—Hay que huir en dirección al río. Luego, hay que ir a donde estén los helicópteros —me decía Marc con obstinación.

—Los helicópteros cambian de ubicación todo el tiempo. No es posible prever dónde estarán. Hay que hacer lo mismo que Pinchao. Hay que ir hacia el norte.

—¡Pero ir hacia el norte es una locura! ¡Nunca tendremos suficientes provisiones para llegar hasta Bogotá!

—Es más loco aun creer que podremos llegar a la base de los helicópteros. No se queda quieta; un día están aquí y al otro en otra parte.

—Bien —terminaba aceptando Marc—, iremos hasta el río del lado de los helicópteros y después cogeremos hacia el norte.

Pero nuestro proyecto de fuga encontraba cada vez más obstáculos.

La historia de las cartas que me reclamaba se volvió un motivo serio de tensiones entre los dos. Yo trataba de evitar el tema, pero él lo retomaba una y otra vez. Poco a poco me distancié, limitando los momentos en que estábamos juntos al entrenamiento físico. Daba mucha pena, pero no veía cómo salir de esa confrontación absurda.

Una tarde, luego de una discusión más acalorada que de costumbre, uno de los guardias vino a verme.

—¿Cuál es su problema con Marc? —me preguntó.

Le respondí con evasivas. William me sermoneó.

—La autoridad aquí son ellos —me previno—. A toda hora puede haber una requisa.

Sabía que tenía razón. Las cartas podían caer en cualquier momento en las manos de la guerrilla. Decidí quemar las que tenía en mi poder, segura de que Marc no me devolvería las mías.

En una de las marchas cortas que nos habíamos acostumbrado a emprender, logré quemar una parte sin ser vista.

Por lo menos fue lo que creí, porque una guerrillera había seguido mis movimientos y advirtió de ello a Enrique. Me mandó llamar. William me cogió aparte:

—Di lo que es. Ya conocen el cuento de las cartas.

Enrique fue seco:

—No quiero problemas entre retenidos. Devuélvale a su compañero lo que le pertenece y yo veré que él le devuelva lo que es suyo —dijo de entrada.

A pesar de la humillación que la situación me producía, la actitud de Enrique me tranquilizó. No pareció interesarse particularmente por las cartas. Sentí que estaba encantado de fungir de árbitro entre Marc y yo. Ese era su desquite personal por tener que aceptar que yo regresara a su grupo.

Marc también fue convocado. Estábamos en un campamento diferente, en una plantación de coca en pleno brote, con frutales en medio y, en los márgenes y algunos rincones, altos papayos solitarios. Dos casas contiguas en madera y un horno de barro completaban el todo. Nos instalaron en los límites de la plantación, en un bosquecito. Enrique montó su carpa justo detrás de las casas de madera, en los jardines, antes de la línea de selva.

Marc se quedó un momento discutiendo con Enrique. Cuando volvió, me le acerqué. Tenía la cara de los días malos y me obligó a esperar a que terminara de ordenar sus cosas en su equipo antes de hablarme. El episodio fue realmente estúpido. Habría bastado una palabra para que las defensas que entre los dos levantábamos se derrumbaran. Su mirada negra me bloqueó. Le tendí el rollo de cartas, que tomó sin mirar. Dudé si contarle que no se las había entregado todas y me quedé plantada allí, sin dar con la forma de abordar el tema. Alzó la mirada con hostilidad y, confundiendo la razón de mi espera, dijo:

—Lo lamento, pero también me quedo con las tuyas.

¿Por qué quería quedarse con ellas a cualquier precio? ¿Alimentaba el proyecto de valerse de ellas en un futuro? Toda clase de sospechas se apoderaron de mí.

Al día siguiente, después del desayuno, Enrique envió al Abuelo de estafeta con la orden de que tomáramos nuestros equipos y fuéramos a instalarnos a una de las casitas de madera.

—Les van a poner películas —nos anunció.

Nadie le creyó, porque la orden de llevar los morrales sólo podía responder a otra lógica. El grupo fue dividido en dos. Marc, Tom y Keith fueron a la segunda casita y nosotros quedamos en la que estaba al lado del horno.

El Abuelo le pidió a Marc que abriera su morral y le hizo sacar todas sus cosas. Inspeccionó cada objeto con cuidado y se interesó en su cuaderno, donde Marc llevaba su diario. Me llamó.

—¿Esto es suyo? —dijo, tendiéndome el cuaderno.

Me quedé parada en la primera casita, negándome a recorrer el espacio entre ellos y yo. Un guardia se acercó.

—¡Pero muévase, carajo! ¿No ve que el camarada la está llamando? —dijo, exasperado.

Las casitas estaban construidas sobre pilotes, a un metro del suelo. Salté al suelo y avancé.

—Eso no es mío —respondí.

Marc pareció turbado por un instante; luego, para recobrar el aplomo, dijo:

—¿Ya puedo guardar mis cosas?

Mis otros dos compañeros vociferaban y gesticulaban, indignados de haber sido obligados a esperar allí con sus equipos. El Abuelo, por su parte, estaba molesto con la respuesta de Marc. Cumplida su misión, ya iba a irse. Se devolvió:

—¡Usted! ¡Abra su equipo! —le gritó, rabioso, a Keith. Se hizo un silencio mortal. Oí al guardia, siempre ácido, exclamar:

—¡Para que aprenda a dárselas de Rambo!

Los demás guerrilleros, que estaban cerca del horno ocupados cocinando, se atacaron de la risa. Máximo estaba allí, entre ellos. Se me acercó mientras miraba la escena.

—¡Epa! —dijo, sacudiendo la mano como si le doliera—. ¡Qué lengua tan maluca la de ese man!

Ese torbellino de reacciones me dejó un mal sabor. «¡Qué desastre!», pensé al mirar a Marc empacando sus cosas. Las cartas ya no me importaban. «Su amistad era lo único que valía la pena conservar».

80
EL SAGRADO CORAZÓN
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