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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (5 page)

BOOK: No podrás esconderte
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Capítulo 7

Chapel Hill, Carolina del Norte

Jeb Paulson subió al avión cuarenta minutos después de salir del despacho de Riggins. Un verdadero récord de velocidad en tierra, pensó. Como agente de Casos especiales, sabía que tenía un avión a su disposición, pero pedirlo habría sido un movimiento equivocado: había otros casos, otras prioridades. Riggins esperaba que Paulson fuera capaz de resolver el problema por su cuenta. El agente consideró brevemente la posibilidad de coger un todoterreno del departamento y conducir hacia el sur, un viaje que le llevaría alrededor de cuatro horas; tres, si forzaba la máquina. Pero sería más rápido si reservaba
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un vuelo barato de último momento. Buscó en el ordenador y luego hizo la reserva desde su móvil mientras se dirigía al aeropuerto de Dulles. Pasó el control de seguridad exhibiendo su placa de agente federal y se dirigió a la puerta de embarque, con la bolsa en la mano, con cinco minutos de margen.

A su esposa, Stephanie, le encantaba tomarle el pelo por tener siempre preparada su «maleta de emergencia», preprogramar lugares de viaje en su Blackberry y conservar un par de pantalones y una camisa de vestir sobre el respaldo de una silla en su dormitorio… por si acaso.

—No eres James Bond —le había dicho Stephanie, sonriendo mientras le atizaba suavemente en las costillas.

—Lo sé —contestó Paulson—. Yo soy más sexy, ¿verdad?

—Por favor. Ni siquiera eres Roger Moore.

—Me hieres, Stephanie. En lo más profundo.

Paulson pagó un poco más por un asiento en la parte delantera del avión. Último en llegar, primero en salir. Mientras esperaba en la cola reservó un coche de alquiler. Una vez en el aire leyó todo el material que tenía acerca de Martin Green. Ése era su primer caso real… en solitario. Pensaba hacer una investigación a fondo. Riggins debía saber que la confianza que había depositado en él no se vería defraudada.

«No es usted un sustituto», le habían dicho. A pesar de todo, Paulson no podía evitar soñar.

El legendario Steve Dark había abandonado Casos especiales en junio. Paulson ya estaba ocupando su escritorio en agosto. Cinco años antes, cuando aún se encontraba en la academia del FBI, Paulson había reunido toda la información que había podido encontrar acerca de Dark y el caso Sqweegel. Incluso expedientes de los que probablemente se suponía que no debía conocer su existencia. Ese hombre era fascinante. Un cazador nato. Todo cuanto Paulson quería ser, excepto por el equipaje trágico.

No obstante, incluso eso fascinaba a Paulson. Saber que un hombre podía prosperar en un trabajo demencialmente estresante durante casi dos décadas. Muchos idolatraban a estrellas del deporte, especialmente a aquellos deportistas que habían conseguido reaparecer con éxito después de una larga ausencia. Paulson idolatraba a Dark de la misma manera. Porque, no importaba lo que pudiera pasar, la vida de Paulson nunca llegaría a estar tan jodida como la de Dark. No permitiría que eso le sucediera a él. Aprendería de los éxitos de aquel hombre y no repetiría ninguno de sus errores. Él lo haría mejor.

Hacía algún tiempo le había preguntado a Riggins si alguna vez podían encontrarse con Dark: «Ya sabe, de manera extraoficial. Tomando unas cervezas». Riggins meneó la cabeza y vino a decirle más o menos: «No, eso no ocurrirá nunca».

Quizá eso cambiara después de que Paulson demostrara de lo que era capaz en este nuevo caso.

Éste no era un caso de asesinato en serie… todavía. Pero era bastante extraño que los detectives de homicidios de Chapel Hill alertaran al FBI. Al mismo tiempo, el nombre «Martin Green» encendió teléfonos inteligentes en todo Washington, D. C. Aparentemente, Green era alguien muy importante para un gran número de personas aún más importantes. Según Paulson lo entendía, Green era la clase de nombre que uno oye en habitaciones llenas de humo, no en las noticias de la noche. Y Riggins lo había elegido a él para que fuese sus ojos y sus oídos en ese caso.

—Eso significa algo —le dijo Paulson a Stephanie.

—Sí —contestó ella con una fingida mueca de disgusto—. Significa que esta noche llegarás a casa muy tarde y no haremos el amor.

Paulson sabía lo afortunado que era al haberse casado con Stephanie. Ella entendía perfectamente los rigores del trabajo que él había elegido. Stephanie estaba comprometida con él sin reservas y la amaba profundamente por ello, aunque muchas veces se burlara de su maleta de emergencia.

Paulson llegó a Chapel Hill en tiempo récord. Junto con Durham y Raleigh, Chapel Hill formaba el famoso Triángulo de Investigación,
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donde había más doctorados per cápita que en cualquier otro lugar del país. Green parecía ser el más rico e inteligente de todos ellos; al menos, eso era lo que decían los recortes de prensa que Paulson había leído en el avión. Tenía que admitirlo, sus ojos se nublaban sobre gran parte de los datos financieros, pero había una cosa que estaba clara: Green era un hombre muy bien relacionado.

El detective de homicidios que llevaba la investigación, un tipo alto y canoso llamado Hunsicker, lo recibió delante de la casa de Green. Se estrecharon las manos y Hunsicker lo repasó de arriba abajo con una mirada ligeramente burlona. Paulson sabía lo que estaba pensando: «¿Este tío ha terminado siquiera el bachillerato?». Paulson había sido maldecido con un rostro aniñado y el pelo negro y rizado.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó.

Paulson sabía qué aspecto tenía la escena del crimen por las fotografías que Riggins le había enviado, pero siempre ayudaba oír la versión de otro investigador.

—Deje que se lo enseñe —dijo Hunsicker—. Las palabras no le harían justicia.

Hunsicker lo guió a través de la puerta principal. La casa estaba amueblada con artículos de diseño y mostraba un mantenimiento profesional, pero el interior era un desastre. Había papeles, utensilios y ropa tirados por todas partes.

—¿Un robo? —preguntó Paulson—, ¿o sólo querían que lo pareciera?

—No, sin duda faltan muchas cosas —dijo Hunsicker—. Joyas, relojes, algunos aparatos electrónicos, obras de arte. Los de la compañía de seguros ya estuvieron aquí, y quienquiera que haya hecho esto se llevó un buen botín. También creemos que la víctima guardaba un buen montón de pasta en una caja de seguridad en el dormitorio. Encontramos varias bandas de papel de las que sujetan los fajos de billetes y también un pequeño libro de cuentas. Que es lo que puede haber provocado todo esto, en realidad. Pero si vas a robarle a alguien, le das un golpe en la cabeza o le pegas un tiro. No le haces esto.

—Muéstremelo —pidió Paulson.

Siguió al detective de homicidios al sótano mientras intentaba quitarse de la cabeza todo cuanto había visto y leído. Quería observar la escena del crimen con una mirada fresca.

Green aún estaba colgado cabeza abajo del techo del sótano con el cuerpo suspendido de un tobillo. Tenía una pierna doblada a la altura de la rodilla y encajada detrás del cuerpo, formando con la otra un cuatro invertido. Ambas piernas parecían haber sido desolladas, dejando al descubierto los músculos cubiertos de sangre. Las manos de Green estaban atadas detrás de la espalda. Lo primero que Paulson advirtió fue el montaje escénico. Todo estaba organizado de modo que pudiera apreciarlo cualquiera que bajara por aquel tramo de escaleras. La intención del espantoso cuadro era conmocionar al espectador. Se suponía que la imagen debía quedarse grabada a fuego en tu mente. Eso era algo que se suponía que no podrías olvidar. Algo que no serías capaz de olvidar.

Paulson se acercó para poder examinar mejor el cuerpo. La cabeza de Green estaba muy quemada, como si le hubieran prendido fuego para luego extinguir las llamas. Se preguntó cómo había conseguido el asesino hacer eso sin que ardiera también el resto del cuerpo. En ninguna otra parte del sótano se veían marcas causadas por el fuego. ¿Podías envolver la cabeza de una persona con alguna clase de bolsa y luego prenderle fuego desde dentro?

Quizá Green había sido torturado. Los ladrones sabían que guardaba aquella cantidad de dinero en la caja de seguridad de la casa, de modo que lo torturaron brutalmente hasta que confesó la combinación.

Paulson tomó nota mentalmente de que debía echar un vistazo a los datos financieros de Green. En ocasiones, incluso cuando se trataba de horribles ejecuciones bajo tortura, el mejor consejo era seguir el dinero.

—¿Cuál es la hora de la muerte? —preguntó Paulson.

Hunsicker recorrió la escena del crimen mirándolo todo excepto el cuerpo de Green.

—Basándonos en la temperatura corporal, a este hombre lo asesinaron aproximadamente a medianoche. Lo vieron por última vez en un restaurante a pocos kilómetros de aquí. Hemos hablado con el camarero y con el chico que aparca los coches. Green se marchó solo. Podría haber recogido a alguien en el camino, pero no hay ninguna evidencia de la presencia de otra persona en el coche.

—¿Quién lo encontró? —preguntó Paulson.

—La compañía de seguridad recibió un aviso de alerta —dijo Hunsicker—. El sistema había sido desconectado y, cuando volvió a activarse, recibimos una llamada. ¿Alguna vez había visto algo así?

De hecho, Paulson ya había visto algo así. En toda la escena había algo que le resultaba familiar, aunque en ese momento no podía recordar qué era. Y eso le fastidiaba. Tuvo que recordarse a sí mismo el consejo que había leído una vez: «Mantén la mente despejada. No tomes atajos mentales. Deja que la evidencia te hable».

Igual que Steve Dark.

Capítulo 8

Johnny Knack siempre pensaba que no había un subidón que pudiera compararse con una fecha límite de entrega que se abalanza sobre ti dispuesta a convertirte en pasta de papel. Era periodista, un sabueso de las noticias violentas. Hasta la médula. Pero últimamente —aunque odiaba tener que reconocerlo—, el verdadero subidón no lo provocaban los plazos de entrega.

Lo provocaba una pequeña pila de billetes de cien dólares metidos en un sobre de papel blanco.

Cortesía de sus jefes actuales, quienes aparentemente tenían montones de pasta a su disposición.

Ahora bien, tenías que ser inteligente en ese asunto. No ibas a entregarle a un poli toda la pasta. No, señor. Primero le vacilabas un poco con el fajo de billetes. Abrías el sobre con exagerada cautela, separando un único Franklin del resto de sus amigos. No es ese Franklin solitario el que surte efecto, sino los otros. El poli piensa: «Joder, éstos son los cien pavos más fáciles que he ganado en mi vida». Y había muchos más en el mismo sitio de donde había venido esa pasta. Cien pavos y estabas dentro.

Él nunca había disfrutado de ese poder.

Mejor aún, Knack trabajaba para un agregador de noticias en la red que era mencionado con frecuencia en un programa sensacionalista de televisión. Los polis oían ese nombre y sabían que no estaban tratando precisamente con el
New York Times
. Era un terreno de juego mediático completamente nuevo, y Daily Slab flotaba en ese turbio espacio en la red entre la respetabilidad y la moral dudosa. No era exactamente Daily Beast o Huffpo, pero tampoco Drudge o TMZ.

El rasgo que caracterizaba a Slab —y que era lo que había atraído a Knack hacía ya un año— era una obsesión psicótica extrema por las primicias. Si se había producido un acontecimiento importante en cualquier lugar del mundo, Slab quería ser el primero en contártelo. Y estaban dispuestos a soltar una hemorragia de pasta por ese privilegio.

El dueño de Slab era un antiguo millonario puntocom que había perdido todo su dinero, había vuelto a ganarlo y había decidido que haría su siguiente fortuna con las noticias. Podía permitirse el lujo de pagar por las primicias porque sus cheques eran los más sustanciosos. Su equipo de prensa hacía mucho ruido acerca de «enviar a los principales medios de opinión de vuelta a la Edad de Piedra». El dueño de Slab también tenía pasta de sobra para pagar extensos textos de investigación; bueno, extensos para la red al menos: mil palabras y más.

Knack había estado revisando un dossier de Martin Green, un hombre que hacía algunos años había conseguido evitar milagrosamente las salpicaduras de mierda provocadas por la debacle de las tasas de interés hipotecarias. En la facultad de periodismo te enseñaban a ponerle cara a una historia. No existía una cara de codicia mejor que la de Green.

Y lo que era aún mejor: ¡nadie lo sabía! Su editor en Slab estuvo de acuerdo con él: a los dos les encantaba crear malos de la película casi tanto como robarles una primicia a los principales medios de comunicación. Green sería un malo de la película fascinante.

De modo que la semana anterior Knack había estado fisgando en los alrededores de Chapel Hill, tratando de darle contenido a la biografía de un hombre que había hecho grandes esfuerzos para evitar la exposición pública. Tenía una bonita casa, pero nada que fuese ridículamente ostentoso. Bebía, aunque no en exceso. Estaba divorciado pero, en esos tiempos, ¿quién no lo estaba? No tenía hijos. Tampoco desviaciones sexuales… que Knack supiera.

La historia comenzaba a volverse bastante aburrida hasta poco después de medianoche, cuando sonó el teléfono de Knack y un poli le dijo que Green estaba muerto.

Desde ese momento, Knack había estado rondando la escena del crimen durante horas, pero no había conseguido superar el precinto amarillo de la policía. El lugar estaba cerrado a cal y canto y ni siquiera su sobre lleno de flamantes billetes con la cara de Franklin había conseguido superar esa barrera. Algo que resultaba curioso. Green era un jugador importante, pero no era el jodido presidente.

Y el tiempo se acababa.

Knack advirtió que en el lugar estaban también las brigadas de investigación B y E, junto con una furgoneta de la compañía de seguridad. Eso era interesante. Aparentemente, Green había muerto después de que alguien hubiese forzado la entrada a la casa. La fuente que tenía en la policía se había quedado muda después de darle el primer soplo, pero había añadido por teléfono: «Es un caso extraño».

Traducción: no había sido una trombosis coronaria lo que había matado a Green.

Era otra cosa, algo extraño.

A las 2.31 de la madrugada, Knack sacó su Blackberry, estuvo tecleando durante unos minutos y luego pulsó ENVIAR. Cogió la escueta información oficial que había obtenido de la policía (a saber, que un tío llamado Martin Green había muerto en su casa de Chapel Hill, Carolina del Norte) y la convirtió en un texto de 350 palabras lleno de insinuaciones, preguntas y absolutas patrañas. Basadas en hechos probados, por supuesto.

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